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– Me alegra oírlo.

Lennox abrió los ojos y fijó la mirada en Siobhan.

– Nosotras damos parte de la fuerza vital a nuestros hijos. Ellos son la auténtica recuperación.

La mirada que Mangold dirigió a Siobhan era en parte pidiendo disculpas y también autocompadeciéndose por el largo rato que le quedaba de estar con Judith Lennox.

* * *

Era la primera vez que Rebus veía niños en la sala de espera de un depósito de cadáveres y le disgustó la escena. Aquél era un lugar para profesionales, para adultos, para viudos. Un lugar para verdades desagradables sobre el cuerpo humano: la antítesis de la niñez.

Pero ¿qué era la niñez para los hijos de Yurgii sino desconcierto y desesperación?

Rebus ni lo pensó y llevó a un aparte casi a la fuerza a uno de los guardianes, sin empujarle ni utilizar las manos, simplemente situándose a una distancia corta e intimidatoria y avanzando despacio hasta que lo tuvo de espaldas contra la pared de la sala de espera.

– ¿Cómo ha traído aquí a los niños? -le espetó.

El poco garboso uniforme del joven guardián era magra defensa frente a una persona como Rebus.

– Se negaban a soltarse de la madre y berreaban… -tartamudeó el guardián.

Rebus volvió la cabeza y miró a la madre sentada con los dos niños abrazados, abrazada a su vez por la amiga del chal en la cabeza del centro de detención. Ninguno prestaba atención a la escena; sólo el niño le miraba fijamente.

– El señor Traynor pensó que era mejor dejarles venir.

– Podían haberse quedado en la furgoneta -replicó Rebus, que había visto en la calle un coche celular azul con barrotes en las ventanas y una rejilla divisoria entre la cabina de conducción y los bancos de atrás.

– Es que no se soltaban de la madre…

Se abrió la puerta y entró otro guardián de más edad con una carpeta, y tras él, la figura en bata blanca de Bill Ness, director del depósito. Ness tenía cincuenta años cumplidos, llevaba gafas de Buddy Holly y, como de costumbre, masticaba chicle. Se acercó a la familia y ofreció el paquete recién abierto de goma de mascar a los niños, que se apretaron aún más contra su madre. A la izquierda de la puerta estaba Ellen Wylie en calidad de testigo del acto de identificación. No esperaba encontrase allí a Rebus, puesto que él le había dicho que se ocupara ella.

– ¿Todo en orden? -preguntó el guardián mayor a Rebus.

– Guai -contestó él retrocediendo unos pasos.

– Señora Yurgii, cuando usted quiera -dijo Ness muy amable.

Ella asintió con la cabeza y trató de ponerse en pie, pero tuvo que ayudarla su amiga. La mujer puso ambas manos en la cabeza de sus hijos.

– Yo me quedo con ellos si quiere -dijo Rebus.

Ella le miró y susurró algo a los niños, que le agarraron con más fuerza.

– Vuestra mamá estará sólo unos minutos ahí dentro -dijo Ness señalando la puerta.

La señora Yurgii se puso en cuclillas delante de los niños y les musitó algo. Tenía los ojos bañados en lágrimas. Sentó a los niños en sendas sillas, les sonrió y se dirigió a la puerta que Ness abrió para que pasara. Los dos guardianes la siguieron y el mayor dirigió una mirada a Rebus sugiriéndole que vigilara a los niños. Rebus le miró imperturbable.

En cuanto la puerta se cerró, la niña echó a correr hacia ella y apoyó las manitas en la madera sin decir nada y sin llorar. Su hermano se acercó, la abrazó, y los dos volvieron a las sillas. Rebus se puso en cuclillas frente a ellos con la espalda apoyada en la pared. Era una sala angustiosa sin carteles ni avisos de ningún tipo y sin revistas; sin nada para entretenerse por ser un simple lugar de paso donde se esperaba un instante, el tiempo preciso para sacar el cadáver del refrigerador y llevarlo a la sala de reconocimiento. Hecho lo cual la gente se marchaba a toda prisa deseando no demorarse ni un minuto más. Ni siquiera había reloj, porque, como Ness le había comentado a Rebus en una ocasión, «El tiempo no cuenta para nuestros clientes»; una de las gracias que hacía más llevadero aquel trabajo a los empleados.

– Yo me llamo John -dijo Rebus a los niños.

La pequeña no apartaba los ojos de la puerta, pero el niño lo entendió.

– Policía mala -dijo con énfasis.

– Aquí no -replicó Rebus-. En este país, no.

– En Turquía muy mala.

Rebus asintió con la cabeza.

– Pero aquí, no -repitió-. Aquí, la policía buena.

El niño le miraba escéptico, cosa que a Rebus le pareció más que comprensible. Al fin y al cabo, ¿qué experiencia tenía el crío de la policía? Habían venido a por ellos unos funcionarios de Inmigración para llevárselos al centro de detención y desconfiaba de cualquier uniforme. De cualquier autoridad. Eran gentes que habían hecho llorar a su madre, culpables de la desaparición del padre.

– ¿Quieres quedarte aquí? ¿En este país? -preguntó Rebus.

El niño parpadeó perplejo sin entender.

– ¿Qué juguetes te gustan?

– ¿Juguetes?

– Cosas para jugar.

– Yo juego con mi hermana.

– ¿Hacéis juegos, leéis libros?

De nuevo la pregunta era un enigma para el pequeño.

Se abrió la puerta y apareció la señora Yurgii sollozando, abrazada a su amiga y seguida por los funcionarios con cara de circunstancias. Ellen Wylie dirigió una inclinación de cabeza a Rebus dándole a entender que había identificado el cadáver.

– Ya está -dijo el guardián de más edad.

Los niños echaron a correr hacia su madre y los dos vigilantes condujeron a los cuatro hacia la salida, camino del mundo de los vivos.

El niño volvió la cabeza para observar la reacción de Rebus, quien esbozó una sonrisa que no obtuvo respuesta.

Ness se dirigió a las dependencias internas, y en la sala de espera sólo quedaron Rebus y Wylie.

– ¿Tenemos que hablar con ella? -preguntó Wylie.

– ¿Para qué?

– Para tomar nota de cuándo fue la última vez que tuvo noticia de su marido…

– Haz lo que quieras, Ellen.

Ella le miró.

– ¿Qué es lo que sucede?

Rebus movió despacio la cabeza.

– Es duro para los niños -añadió ella.

– Dime una cosa, ¿cuándo crees que no ha sido dura la vida para esos niños? -preguntó él.

– Nadie les pidió que vinieran aquí -replicó ella encogiéndose de hombros.

– No, supongo que no.

Wylie no dejaba de mirarle.

– Pero no era eso a lo que se refería -aventuró.

– Simplemente me refería a que se merecen vivir su niñez -replicó Rebus.

Salió a la calle a fumar un pitillo y observó a Wylie arrancar con el Volvo. Paseó por el reducido aparcamiento en el que había tres furgonetas anodinas del depósito a la espera de un servicio mientras adentro los empleados pasaban su tiempo jugando a las cartas y tomando té. Enfrente del edifico había una guardería y Rebus pensó cuan breve era la distancia; aplastó la colilla con la suela del zapato y subió al coche. Fue hacia Gayfield Square, pero pasó de largo la comisaría y se dirigió a una tienda de juguetes que conocía en Elm Row: Harburn Hobbies. Aparcó delante, entró y, sin fijarse en los precios, eligió varios artículos: un tren, un par de maquetas de construcción y una casa de juguete con su muñeca. El dependiente le ayudó a cargarlo todo en el coche. Una vez sentado al volante se le ocurrió algo y se dirigió a su piso de Arden Street. En el armario del vestíbulo tenía una caja con anuarios y cuentos de su hija de veinte años atrás. ¿Por qué los guardaba? Quizás esperando unos nietos que aún no llegaban. Los puso en el asiento trasero del coche con los juguetes y salió de Edimburgo en dirección oeste. Había poco tráfico y antes de media hora estaba en la salida de Whitemire. Vio humo en el campamento, pero la mujer estaba recogiendo la tienda y no prestó atención a su paso. En la caseta había otro vigilante de turno; le enseñó el carnet, entró en el aparcamiento, y allí acudió otro guardián, que le ayudó a descargar las cajas a regañadientes.