No vio a Traynor, pero le daba igual. Entraron con los juguetes.
– Tienen que pasar control -dijo el guardián.
– ¿Control?
– No se permite entrar nada.
– ¿Cree que hay droga escondida en la muñeca?
– Es el reglamento, inspector. Sabemos que es una tontería, pero es nuestra obligación -añadió el guardián bajando la voz.
Intercambiaron una mirada y Rebus asintió con la cabeza.
– ¿Pero se los darán a los niños? -insistió.
– Esta misma tarde si puedo.
– Gracias -dijo Rebus, estrechándole la mano y mirando a su alrededor-. ¿Cómo puede aguantar este trabajo?
– ¿Preferiría que lo hicieran otros que no fueran como yo? Bien sabe Dios que hay montones…
– Tiene razón -replicó Rebus.
Forzó una sonrisa y dio de nuevo las gracias al guardián, quien se encogió de hombros.
Al salir del centro de detención vio que ya no estaba la tienda. La mujer iba caminando por el arcén cargada con la mochila. Paró el coche y bajó el cristal de la ventanilla.
– ¿Quiere que la lleve? Voy a Edimburgo -dijo.
– Usted estuvo aquí ayer -dijo ella.
Rebus asintió con la cabeza.
– ¿Quién es usted?
– Soy policía.
– ¿Vino por lo del asesinato en Knoxland? -aventuró ella.
Rebus asintió con la cabeza. La mujer miró el asiento de atrás.
– Hay sitio de sobra para la mochila.
– No miro por eso.
– ¿No?
– ¿Y la casita de muñecas? Cuando pasó antes vi una casita de muñecas.
– Pues le habrá engañado la vista.
– Es evidente -dijo ella-. Al fin y al cabo, ¿a cuento de qué vendría un policía a un centro de detención cargado de juguetes?
– Efectivamente -asintió Rebus bajándose para ayudarla a meter la mochila.
Los primeros quinientos metros rodaron en silencio hasta que Rebus le preguntó si fumaba.
– No, pero fume usted si quiere.
– No, no me apetece -mintió él-. ¿Cuántas veces monta guardia ahí?
– Tantas como puedo.
– ¿Sola?
– Al principio éramos más.
– Recuerdo haberlo visto en la tele.
– A veces viene más gente; sobre todo los fines de semana.
– Claro, si trabajan… -comentó Rebus.
– Yo también trabajo, ¿sabe? -replicó ella-. Pero hago acrobacias para compaginarlo.
– ¿Trabaja en un circo?
Ella sonrió.
– Es que soy artista -replicó, haciendo una pausa para ver si él le preguntaba-. Y gracias por no dar un resoplido.
– ¿Por qué iba a dar un resoplido?
– La mayoría de personas como usted lo hacen.
– ¿Qué personas como yo?
– Personas que se sienten amenazadas por quienes son distintos.
Rebus fingió reflexionar al respecto.
– Así que yo soy una de ellas. Y yo que creía…
Ella sonrió.
– De acuerdo. Es una conclusión precipitada, pero no sin fundamento, créame.
Se inclinó, accionó el mecanismo del asiento y lo echó completamente hacia atrás, poniendo los pies en el tablero. Rebus pensó que tendría poco más de cuarenta años. Su pelo era castaño parduzco, peinado en trencitas, y llevaba tres anillos en cada lóbulo. Tenía un rostro pálido y pecoso, con incisivos ligeramente protuberantes que le daban un aire de colegiala traviesa.
– Le creo -dijo él-. Supongo que no será rendida admiradora de nuestras leyes de inmigración.
– Leyes que apestan.
– ¿Apestan, a qué?
Ella volvió la cabeza y le miró.
– En primer lugar, a hipocresía -dijo-. Vivimos en un país donde puedes comprar un pasaporte si conoces al político adecuado. Pero si no, y si no gusta el color de tu piel o tu adscripción política, no hay nada que hacer.
– ¿O sea, que no damos facilidades?
– Por favor… -replicó ella con desdén, dirigiendo la mirada al paisaje.
– Era una simple pregunta.
– ¿Una pregunta a la que de antemano cree saber la respuesta?
– Yo sólo sé que aquí hay más bienestar que en muchos países.
– Sí, exacto. ¿Y eso justifica que la gente entregue los ahorros de toda su vida a esas mafias que los introducen por la frontera? ¿Que muera asfixiada en camiones de transporte o aplastada en contenedores?
– Y no se olvide del Eurostar. ¿No se esconden bajo los vagones?
– ¡No me trate en plan condescendiente!
– No lo pretendo. Era por darle conversación -replicó Rebus concentrándose unos instantes en la conducción-. Bien, ¿a qué arte se dedica?
Ella no contestó de inmediato.
– Soy pintora. Hago sobre todo retratos… y algún paisaje.
– ¿Conoceré yo su firma?
– No tiene aspecto de coleccionista.
– En cierta ocasión tuve un H.R. Giger.
– ¿Auténtico?
Rebus negó con la cabeza.
– La funda de un LP, Brain Salad Surgery.
– Por lo menos recuerda el nombre del artista -dijo ella con un bufido, pasándose la mano por la nariz-. Mi nombre es Caro Quinn.
– ¿Caro es diminutivo de Caroline?
Ella asintió con la cabeza y Rebus tendió como pudo la mano derecha.
– John Rebus -dijo.
Quinn se quitó el guante de lana gris y se estrecharon la mano; el coche rozó la divisoria central de la carretera y Rebus se apresuró a enderezar la dirección.
– ¿Llegaremos enteros a Edimburgo? -comentó la pintora.
– ¿Dónde quiere que la deje?
– ¿Pasa cerca de Leith Walk?
– Mi comisaría está en Gayfield.
– Perfecto. Si no es mucha molestia, yo vivo en Pilrig Street.
– Muy bien.
Permanecieron unos minutos en silencio hasta que Quinn lo rompió:
– En Europa no trasladan al ganado como se hace con algunas de estas familias. En Gran Bretaña hay casi dos mil en centros de detención.
– Pero muchas consiguen quedarse, ¿no es cierto?
– No tantas. En Holanda están a punto de deportar a veintiséis mil personas.
– Qué barbaridad. ¿Cuántas hay en Escocia?
– Sólo en Glasgow once mil.
Rebus lanzó un silbido.
– Hace un par de años éramos el país que más solicitantes de asilo acogía.
– Yo pensaba que seguíamos siéndolo.
– La cifra va en franca disminución.
– ¿Porque se vive mejor en otros sitios?
Ella le miró y vio que era un sarcasmo.
– Porque cada vez endurecen más los controles.
– Pero hay trabajo para todos -comentó Rebus encogiéndose de hombros.
– ¿Y por eso hemos de ser menos compasivos?
– En mi trabajo no queda mucho tiempo para la compasión.
– ¿Por eso fue a Whitemire con un montón de juguetes?
– Me llaman Papá Noel.
Rebus aparcó en doble fila delante de una casa de apartamentos que ella le indicó.
– Suba un momento -dijo Quinn.
– ¿Para qué?
– Quiero enseñarle una cosa.
Cerró el coche, esperando que el dueño de un Mini que quedaba bloqueado no se molestara. La pintora dijo que vivía en el último piso; como los estudiantes, según la experiencia de Rebus, pero Quinn dio otra explicación:
– Dispongo de doble espacio porque la vivienda comunica con la buhardilla por una escalera.
Abrió el portal y Rebus se quedó rápidamente rezagado medio tramo de escalera y creyó oírle decir algo cuando ella entró en el piso -un nombre tal vez-, pero al meterse por el pasillo no vio a nadie. Quinn había dejado la mochila contra la pared y le hacía señas de que fuese hacia la empinada escalera que conducía a la buhardilla. Rebus respiró hondo un par de veces y se dispuso a escalar de nuevo.
Era una sola pieza con luz natural de cuatro grandes ventanas Velux. Había lienzos apoyados en las paredes y fotos en blanco y negro sujetas por chinchetas, que cubrían por completo las vigas del techo.