– Suelo trabajar a partir de fotos -dijo ella-. Quería que viera éstas.
Señaló unos primeros planos de rostros en los que la cámara había enfocado específicamente los ojos. Rebus vio desconfianza, miedo, curiosidad, indulgencia y buen humor. Tantas miradas por doquier le hacían sentirse como un objeto y así se lo dijo a ella, que se mostró complacida.
– En la próxima exposición que haga no voy a dejar un solo espacio en las paredes. Las cubriré totalmente con rostros pintados que exijan que se les haga caso.
– Rostros que nos miren -comentó Rebus asintiendo con la cabeza-. ¿Dónde las ha hecho?
– En muchos sitios: en Dundee, en Glasgow, en Knoxland.
– ¿Son todas de inmigrantes?
Ella asintió con la cabeza mirando las fotos.
– ¿Cuándo estuvo en Knoxland?
– Hace tres o cuatro meses. Pero me echaron a patadas al cabo de dos días.
– ¿A patadas?
– Bueno, digamos que me hicieron ver que allí estaba de más -replicó ella volviéndose.
– ¿Quién?
– La gente de allí, la intolerancia, las personas resentidas.
Rebus miró más detenidamente las fotos, pero no vio ninguna cara conocida.
– Algunos se niegan a que les hagan fotos, y yo lo respeto.
– ¿Pregunta sus nombres?
Ella asintió con la cabeza.
– ¿Conoció a alguien llamado Stef Yurgii?
Ella comenzó a negar con la cabeza, pero de pronto se puso tensa y abrió exageradamente los ojos.
– ¡Me está interrogando!
– Ha sido una simple pregunta -replicó él.
– Se hizo el amable ofreciéndose a llevarme en el coche… -añadió ella meneando la cabeza, contrariada por haber caído en la trampa-. Dios, y yo le invito a subir a mi casa.
– Caro, yo estoy resolviendo un caso, y si quiere que le diga la verdad, me ofrecí a traerla por simple curiosidad. Nada más.
Ella le miró a la defensiva cruzando los brazos.
– Curiosidad ¿por qué exactamente? -inquirió.
– No lo sé… Tal vez intrigado por el hecho de que se manifestara frente a Whitemire. No me pareció el prototipo.
– ¿Qué prototipo? -replicó ella entrecerrando los ojos.
Rebus se encogió de hombros.
– No iba despeinada y con guerrera, ni con mirada de mala leche y un perro atado con cuerda de tender… ni va atiborrada de piercings -dijo tratando de quitarle hierro al asunto.
Vio con alivio que ella se relajaba, le dirigía una breve sonrisa, bajaba los brazos y metía las manos en los bolsillos.
Abajo, en el piso, se oyó el llanto de un niño.
– ¿Es suyo? -preguntó Rebus.
– Ni siquiera estoy casada, de momento.
Empezó a bajar la estrecha escalera, mientras él lo pensaba un instante antes de seguirla, convencido de que todos aquellos ojos le miraban.
Vio una puerta abierta en el pasillo; la de un pequeño dormitorio con una cama donde una mujer de piel oscura y ojos somnolientos estaba sentada dando el pecho a una niña.
– ¿Estás bien? -preguntó Quinn a la joven.
– Bien -contestó ella.
– Te dejo, entonces -dijo Quinn cerrando la puerta.
– Te dejo -se oyó decir dentro del cuarto.
– ¿Sabe dónde la encontré? -preguntó la pintora a Rebus.
– ¿En la calle?
Ella negó con la cabeza.
– En Whitemire. Es enfermera y no le dejan trabajar aquí. En Whitemire hay médicos, maestros… -Sonrió al ver la cara que ponía él-. Pierda cuidado, que no la saqué a escondidas ni nada de eso. Si se avala a una persona con un dinero, dando una dirección, la ponen en libertad.
– ¿De verdad? No lo sabía. ¿Cuánto cuesta?
– ¿Está pensando en ayudar a alguien, inspector? -replicó ella sonriendo.
– No… Era por saberlo.
– Mucha gente como yo ha avalado a detenidos. Incluso algún diputado del parlamento escocés. -Hizo una pausa-. Lo dice por la señora Yurgii, ¿verdad? La vi volver al centro en un coche celular con los niños y no había pasado una hora cuando llegó usted con los juguetes. -Hizo otra pausa-. No aceptarán el aval.
– ¿Por qué no?
– Porque se considera que existe riesgo de fuga, probablemente debido a que su esposo se escabulló.
– Pero ha muerto.
– No creo que eso cambie las cosas -dijo ladeando la cabeza como estudiando sus facciones-. ¿Sabe una cosa? Tal vez le juzgué precipitadamente. ¿Tiene tiempo para tomar un café?
Rebus consultó el reloj fingiendo pensárselo.
– Tengo que hacer -contestó a la vez que sonaban unos bocinazos en la calle-. Además, habrá que apaciguar al conductor de ese Mini.
– Pues en otra ocasión.
– Eso es -asintió él tendiéndole una tarjeta-. Por detrás está anotado el número de mi móvil.
Ella sostuvo la tarjeta en la palma de la mano como sopesándola.
– Gracias por traerme -dijo.
– Avíseme cuando inaugure la exposición.
– Tendrá que venir con dos cosas: el talonario de cheques…
– ¿Y qué más?
– Su conciencia -añadió abriéndole la puerta.
Capítulo 13
Siobhan estaba harta de esperar. Había llamado de antemano al hospital y aunque solicitaron la presencia del doctor Cater por megafonía, éste no había aparecido, en vista de lo cual decidió ir personalmente en coche y preguntar por él en recepción. Volvieron a llamarle por los altavoces con idéntico resultado.
– Estoy segura de que está aquí -dijo una enfermera que pasó por su lado-. Le he visto hace media hora.
– ¿Dónde? -preguntó Siobhan.
Pero la enfermera no lo recordaba bien y mencionó varias posibilidades que ahora ella estaba verificando, a través de salas y pasillos, escuchando tras las puertas, atisbando por rendijas entre tabiques divisorios y esperando fuera de los cuartos de consulta a que salieran los pacientes para comprobar que el médico que los atendía no fuera Alexis Cater.
«¿En qué puedo servirle?» le habían preguntado más de diez veces, y tras preguntar por el doctor Cater, había recibido respuestas contradictorias.
«Puedes correr pero no esconderte», se dijo para sus adentros al entrar en un pasillo por el que sin lugar a dudas ya había pasado diez minutos antes. Se detuvo ante una máquina de bebidas y sacó un Irn-Bru, que fue bebiendo mientras proseguía su búsqueda. Sonó su móvil y por la pantalla vio que la llamada era de otro móvil.
– Diga -contestó doblando un recodo.
– ¿Shiv? ¿Es usted?
Se detuvo de pronto.
– Claro que soy yo. Está llamando a mi teléfono, ¿no?
– Bueno, si se pone así…
– Un momento, un momento -replicó ofuscada-. Le estoy buscando.
– He oído rumores -dijo Alexis Cater conteniendo la risa-. Me alegra saber que soy tan popular.
– Pero cayendo en picado al final de la lista en este momento. Creí que habíamos quedado en que me llamaría.
– ¿Ah, sí?
– Para darme detalles sobre su amiga Pippa -añadió Siobhan sin ocultar su exasperación, llevándose la lata a los labios.
– Se estropeará los dientes -dijo Cater.
– ¿Qué…?
De pronto cayó en la cuenta y, al darse la vuelta, vio que el médico la observaba por el cristal superior de una puerta batiente del centro del pasillo, y se dirigió hacia él enfurecida.
– Bonitas caderas -le oyó decir.
– ¿Cuánto tiempo lleva siguiéndome? -preguntó ella por el teléfono.
– Hace un rato -contestó él empujando el batiente y cerrando el teléfono al mismo tiempo que ella.
Llevaba la bata blanca abierta enseñando la camisa gris y una corbata verde guisante estrecha.
– Quizá tenga usted tiempo para jugar, pero yo no.
– ¿Y por qué se ha tomado la molestia de venir en coche hasta aquí? Habría bastado con una llamada.