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– No respondía al teléfono.

Él hizo un mohín con sus gruesos labios carnosos.

– ¿Está segura de que no deseaba verme?

– Hablemos de su amiga Pippa -replicó ella entornando los ojos.

Él asintió con la cabeza.

– Se lo digo si tomamos una copa cuando acabe el trabajo.

– Me lo dice ahora.

– Buena idea, así tomaremos la copa sin hablar de negocios -dijo él metiendo las manos en los bolsillos-. Pippa trabaja con Bill Lindquist. ¿Le conoce?

– No.

– Es un capitoste de las relaciones públicas. Tuvo oficina en Londres, pero le gustaba el golf y se enamoró de Edimburgo. Jugó muchos partidos con mi padre… -añadió, comprobando que no impresionaba a Siobhan lo más mínimo.

– Deme la dirección de la firma.

– La encontrará en el listín por Lindquist Relaciones Públicas. Está en la Ciudad Nueva… puede que en India Street. Yo en su lugar llamaría antes. Las relaciones públicas dejan mucho que desear si te hacen calentar las posaderas en la sala de visitas.

– Gracias por el consejo.

– Bien, ¿qué hay de esa copa?

Siobhan asintió con la cabeza.

– ¿En el Opal Lounge a las nueve? -dijo.

– Muy bien.

– Estupendo -añadió ella con una sonrisa.

Comenzó a alejarse, pero él la llamó y Siobhan volvió la cabeza.

– ¿No irá a dejarme plantado?

– Tendrá que ir a las nueve para averiguarlo.

Le dijo adiós con la mano pasillo adelante. Sonó el móvil, se lo llevó al oído y oyó la voz de Cater:

– Decididamente, tiene espléndidas caderas, Shiv. Lástima que no les ofrezca un poco de aire y ejercicio.

Fue directamente a India Street y llamó previamente para asegurarse hora como máximo. Tal como había previsto, el tráfico de entrada a Edimburgo haría que ella tampoco llegase a la oficina de Lindquist antes de una hora. La firma ocupaba la planta baja de una casa georgiana clásica a la que se accedía por una escalinata curvilínea. Siobhan sabía que habían transformado en oficinas muchos edificios de la Ciudad Nueva, pero ahora gran parte de ellos volvían a convertirse en viviendas y en las calles se veían bastantes letreros que anunciaban «Se vende». Los edificios de la Ciudad Nueva no se prestaban a reformas según los parámetros modernos, ya que había muchos interiores catalogados como bien cultural protegido y no permitían el derribo de tabiques para hacer la instalación eléctrica, ni redistribuir el espacio o hacer añadidos; enseguida se echaba encima la burocracia municipal para preservar la celebrada «elegancia» de la Ciudad Nueva. Y cuando no lo hacía el Ayuntamiento, no faltaban asociaciones protectoras.

Éste fue el tema de conversación entre Siobhan y la recepcionista, quien le informó consternada de que Pippa llegaba con retraso. Le sirvió un café de máquina y le ofreció una galleta que sacó del cajón de su mesa, sin dejar de darle conversación entre llamada y llamada telefónica.

– El techo es fantástico, ¿verdad? -dijo.

Siobhan no tuvo más remedio que admitirlo al contemplar las elaboradas molduras.

– Tendría que ver la chimenea del despacho del señor Lindquist. Es algo… -añadió poniendo los ojos en blanco.

– ¿Fantástico? -aventuró Siobhan.

La recepcionista asintió con la cabeza.

– ¿Quiere otro café?

Siobhan rehusó porque no había probado el primero. Se abrió una puerta y asomó una cabeza de hombre.

– ¿Ha vuelto Pippa?

– Se retrasa, Bill -contestó la recepcionista en tono desolado.

Lindquist miró a Siobhan y cerró la puerta sin decir nada.

La recepcionista le dirigió una sonrisa y alzó levemente las cejas como elocuente gesto de que el señor Lindquist merecía también la consideración de fantástico. Tal vez en las relaciones públicas todos y todo eran fantásticos, pensó Siobhan.

Se abrió la puerta de entrada de golpe.

Entró una joven delgada con un traje sastre que moldeaba su figura.

– Gilipollas es lo que son…, una pandilla de gilipollas.

Lucía una melena pelirroja y carmín de labios brillante. Todo complementado con zapatos negros de tacón alto y medias negras. Sí, decididamente medias y no leotardos, pensó Siobhan.

– ¿Cómo demonios vamos a ayudarlos si son unos gilipollas de campeonato? ¡Dímelo, Sherlock, por favor! -añadió, dejando de golpe su cartera en el mostrador de recepción-. Zara, pongo a Dios por testigo de que si Bill vuelve a enviarme allí lo haré con una Uzi y toda la puta munición que quepa en esta cartera -exclamó dando palmetazos sobre el cuero y apercibiéndose en aquel momento de que Zara dirigía sus miradas hacia los sillones junto a la ventana.

– Pippa, esta señora te está esperando -dijo Zara temblorosa.

– Soy Siobhan Clarke -dijo ella dando un paso hacia la joven-. Una posible cliente… -Al ver la cara de horror de Greenlaw alzó una mano y añadió-: Era una broma. Soy policía.

– Lo de la Uzi no era en serio.

– Por supuesto; me consta que tiene fama de encasquillarse. Es mejor una Heckler and Koch.

Pippa Greenlaw sonrió.

– Pase a mi despacho, que voy a apuntármelo.

El despacho era probablemente el cuarto de la criada de la antigua mansión, estrecho, no muy largo y con ventanas con reja que daban a un aparcamiento reducido, en el que Siobhan vio un Maserati y un Porsche.

– Ése debe de ser su Porsche -comentó.

– Sí, claro. ¿No ha venido por eso?

– ¿Qué le hace pensarlo?

– Porque la maldita cámara junto al zoológico volvió a captarme la semana pasada.

– Yo no tengo nada que ver con eso. ¿Puedo sentarme?

Greenlaw frunció el ceño y asintió al mismo tiempo con la cabeza. Siobhan quitó unos papeles de una silla.

– Quiero hacerle unas preguntas sobre una fiesta de Lex Cater -dijo.

– ¿Cuál de ellas?

– Una de hará cosa de un año. La de los esqueletos.

– Ah… Estaba a punto de decirle que nadie recuerda nunca nada de las fiestas de Lex, por la cantidad de bebida, pero ésa sí la recuerdo. Al menos no se me ha olvidado lo del esqueleto -añadió con una mueca-. El cabrón no dijo que era auténtico hasta después de besarlo yo.

– ¿Lo besó?

– Fue por una apuesta. -Hizo una pausa-. Después de una buena docena de copas de champán. Había también uno de niño -agregó con otra mueca-. Ahora lo recuerdo.

– ¿Y recuerda quiénes asistieron?

– Los de siempre, probablemente. ¿De qué se trata?

– Al final de la fiesta desaparecieron los esqueletos.

– ¿Ah, sí?

– ¿Lex no se lo dijo?

Pippa negó con la cabeza. Su rostro estaba cubierto de pecas que el bronceado no ocultaba del todo.

– Yo pensé que los habría tirado.

– Usted fue a la fiesta con una pareja.

– Pareja nunca me falta, querida.

Se abrió la puerta y apareció la cabeza de Lindquist.

– Pippa, te espero en mi despacho ¿Dentro de cinco minutos…?

– No hay problema, Bill.

– ¿Qué tal la reunión?

Ella se encogió de hombros.

– Perfecto, Bill. Lo que tú dijiste.

Él sonrió y volvió a desaparecer. Siobhan pensó si realmente habría un cuerpo unido al cuello y la cabeza; tal vez el resto fueran cables y metal. Aguardó un instante antes de reanudar la conversación.

– Seguro que le oyó entrar, a menos que tenga el despacho insonorizado.

– Bill sólo oye las buenas noticias; es su regla de oro. ¿A qué viene este interrogatorio sobre la fiesta de Lex?

– Porque los esqueletos han reaparecido en un sótano del callejón Fleshmarket.

– ¡Sí que lo oí por la radio! -dijo Greenlaw con los ojos muy abiertos.

– ¿Y qué pensó?

– Mi primera reacción fue pensar que se trataba de un truco publicitario.

– Los cubría un suelo de hormigón.