Выбрать главу

– Y aparecieron al cambiarlo.

– Al cabo de casi un año…

– Prueba de premeditación… -añadió Greenlaw no tan tajante-. De todos modos, no veo qué tiene eso que ver conmigo -dijo, inclinándose hacia delante con los codos apoyados en la mesa, que sólo ocupaba un portátil fino plateado sin impresora ni cables.

– Pues que usted fue con alguien, y Lex dice que pudo ser su acompañante quien se llevó los esqueletos.

– ¿Con quién fui yo? -preguntó Greenlaw desconcertada.

– Es lo que quiero que me diga. Lex cree recordar que era futbolista.

– ¿Un futbolista?

– Le conoció por su trabajo.

Greenlaw reflexionó un instante.

– No creo que en mi vida haya… Un momento, sí que conocí a uno -dijo alzando la cabeza hacia el techo y dejando ver un cuello esbelto-. No era un futbolista de verdad… Jugaba en un equipo de aficionados. Dios, ¿cómo se llamaba…? ¡Barry! -exclamó mirando con cara de triunfo a Siobhan.

– ¿Barry?

– O Gary… Algo así.

– Debe de conocer a muchos hombres.

– No tantos, la verdad. Pero sí a muchos olvidables, como ese Barry o Gary.

– ¿No recuerda el apellido?

– Seguramente ni me lo dijo.

– ¿Dónde le conoció?

Greenlaw volvió a pensar.

– Casi con toda seguridad en un bar… o en alguna fiesta o lanzamiento de campaña de algún cliente -dijo sonriente como pidiendo disculpas-. Fue un ligue de una noche y era bastante guapo como acompañante. En realidad, ahora creo que me acuerdo. Sí, a Lex debió de chocarle.

– Chocarle ¿en qué sentido?

– Pues… porque era un poco rudo.

– Rudo ¿hasta qué extremo?

– Dios, no digo que fuera uno de esos moteros, sino que era un poco… -añadió sin encontrar la palabra adecuada-. Era más «proleta» que los que yo suelo ligar.

Volvió a encogerse de hombros disculpándose y se reclinó en el asiento, balanceándolo suavemente con las manos unidas por la yema de los dedos.

– ¿Tiene idea de dónde era, dónde vivía o de qué trabajaba?

– Creo recordar que tenía un piso en Corstorphine… aunque no estuve en él. Era… -Cerró los ojos un instante-. No, no recuerdo de qué trabajaba, pero presumía de dinero.

– ¿Y su aspecto físico?

– Llevaba el pelo descolorido con vetas oscuras. Era fuerte, presumía de paquete… Lleno de energía en la cama, pero sin finura. Ni tampoco muy dotado.

– Bueno, creo que es suficiente.

Ambas intercambiaron una mirada.

– Parece cosa de hace mil años -comentó Greenlaw.

– ¿No ha vuelto a verle?

– No.

– No habrá conservado su número de teléfono…

– El día de Año Nuevo hago una pira funeraria con esos papelitos con números e iniciales de gente a quien nunca más vas a llamar y de algunos que ni recuerdas cómo los conociste. Todos esos hipócritas insoportables y horteras que te tocan el culo bailando o que en los cócteles te soban una teta como si por trabajar en relaciones públicas fueses una mujer pública… -añadió Greenlaw con un gruñido.

– ¿Ha bebido por casualidad algo en la reunión que ha tenido esta tarde?

– Champán.

– ¿Y ha vuelto en el Porsche?

– Por Dios, ¿me va a hacer la prueba de alcoholemia, agente?

– La verdad es que estoy impresionada porque no me he percatado hasta ahora.

– Lo malo del champán es que me pone sedienta -dijo consultado el reloj-. ¿Le apetece tomar algo?

– Zara tiene café -replicó Siobhan.

Greenlaw arrugó la nariz.

– Tengo que hablar con Bill. Pero luego se acabó la jornada.

– Suerte la suya.

Greenlaw avanzó el labio inferior.

– ¿Y más tarde? -dijo.

– Le diré un secreto: Lex estará a las nueve en el Opal Lounge.

– ¿Ah, sí?

– Estoy segura de que le invitará a una copa.

– Pero aún faltan muchas horas -protestó Greenlaw.

– Piénselo -añadió Siobhan poniéndose en pie-. Y gracias por atenderme.

Iba a marcharse ya cuando Greenlaw le hizo una seña para que se sentara y rebuscó en los cajones de la mesa hasta encontrar una libreta y un bolígrafo.

– ¿De qué marca era esa metralleta que mencionó? -preguntó.

* * *

En Knoxland una grúa cargaba ya la caseta en un camión. Se veía gente tras los cristales de las ventanas de los pisos observando la maniobra. Habían hecho nuevas pintadas en la caseta desde la última vez que había estado Rebus, la ventana tenía aún más destrozos y había señales de fuego en la puerta.

– Y en el techo -añadió Shug Davidson-. Tiraron un neumático viejo y periódicos impregnados con fluido de encendedor.

– Me sorprende.

– ¿El qué?

– Lo de los periódicos. ¿Tú crees que en Knoxland alguien los lee?

Davidson reaccionó con una breve sonrisa y cruzó los brazos.

– A veces me pregunto por qué nos esforzamos tanto.

Mientras hablaba vieron que del bloque más próximo salían los dos agentes con Gareth Baird. Los tres tenían cara de aturdidos y cansados.

– ¿Nada? -preguntó Davidson.

Uno de los agentes negó con la cabeza.

– Hemos llamado a cuarenta o cincuenta viviendas y nada.

– ¡Yo no vuelvo! -protestó Gareth.

– Volverás si te lo mandamos -le advirtió Rebus.

– ¿Le llevamos a su casa? -preguntó el agente.

Rebus negó con la cabeza mirando a Gareth.

– Que vaya en autobús. Hay uno cada media hora.

– ¿Después de todo lo que he hecho? -protestó Gareth estupefacto.

– No, hijo -replicó Rebus-. «Por» todo lo que has hecho. Apenas has comenzado a pagar las consecuencias. Allí tienes la parada del autobús -añadió señalando hacia la carretera de dos carriles-. Puedes atajar por el pasaje subterráneo, si tienes valor.

Gareth miró a su alrededor y no vio más que caras hostiles.

– Bueno, pues muchísimas gracias, ¿eh? -murmuró echando a andar.

– Vuelvan a la comisaría, muchachos -dijo Davidson-. Lamento que no hayan sacado nada en limpio.

Los agentes asintieron con la cabeza y se dirigieron al coche patrulla.

– Verás qué sorpresa se llevan -comentó Davidson-. Les han estampado un paquete de huevos en el parabrisas.

Rebus balanceó la cabeza de un lado a otro.

– ¿Tú crees que en Knoxland compran alimentos frescos? -dijo.

Davidson no sonrió porque sonó el móvil; Rebus oyó el soniquete del Scots Wha Hae y Davidson se encogió de hombros.

– Uno de mis hijos lo toqueteó anoche y se me olvidó cambiarlo -dijo al tiempo que respondía a la llamada, mientras Rebus escuchaba-. Ah, sí, señor Allan -añadió poniendo los ojos en blanco-. Sí, eso es. ¿Eso hizo? -inquirió mirando fijamente a Rebus-. Muy interesante. ¿Podría hablar personalmente con usted? -preguntó consultando el reloj-. Hoy mismo si puede ser. En este momento estoy libre, si le viene bien… Estaríamos ahí en unos veinte minutos. Sí, desde luego. Gracias. Adiós.

Davidson cortó la comunicación y permaneció mirando el teclado.

– ¿Señor Allan? -preguntó Rebus.

– Rory Allan -dijo Davidson distraídamente.

– ¿El director del Scotsman?

– Un periodista del departamento de noticias dice que recibieron una llamada hará una semana de alguien con acento extranjero que dijo llamarse Stef.

– ¿Stef Yurgii?

– Es probable… Dijo que era periodista y que tenía un tema para escribir un artículo.

– ¿Sobre qué?

Davidson se encogió de hombros.

– Por eso voy a hablar con Rory Allan.

– ¿Quieres que te acompañe, muchacho? -dijo Rebus con su mejor sonrisa.

Davidson reflexionó un instante.

– En realidad, debería venir Ellen…

– Pero no está.

– Podría llamarla.