Rebus puso cara de ofendido.
– ¿Me marginas, Shug?
Davidson se mostró indeciso un momento antes de guardarse el móvil en el bolsillo.
– Sólo si te portas bien -dijo.
– Por el honor de Escocia -respondió Rebus con un saludo militar.
– Que Dios me ayude -comentó Davidson, como arrepintiéndose de haber consentido.
El periódico de gran formato de Edimburgo tenía su sede en un edificio nuevo en Holyrood Road frente a la BBC, con una buena panorámica de las grúas que cubrían el cielo sobre las obras en marcha del nuevo parlamento escocés.
– Me pregunto si estará terminado antes de que el coste nos hunda -musitó Davidson al entrar en el edificio del Scotsman.
El vigilante de seguridad les franqueó el torniquete, indicándoles que tomaran el ascensor hasta el primer piso; al salir vieron más abajo a los periodistas en la planta diáfana. El fondo era una pared de cristal con vistas a los riscos de Salisbury. Afuera, en la terraza, había fumadores en acción, lo que recordó a Rebus que no se podía fumar allí dentro. Rory Allan vino a su encuentro.
– Inspector Davidson… -dijo dirigiéndose instintivamente a Rebus.
– Yo soy el inspector Rebus y, a pesar de mi aspecto, el jefe es él.
– Me confieso culpable de discriminación por edad -dijo Allan estrechando la mano a Rebus antes que a Davidson-. Hay una sala de reunión libre; vengan por aquí.
Pasaron a un cuarto largo y estrecho con una mesa oval en medio.
– Huele a nuevo -comentó Rebus mirando el mobiliario.
– Es que lo usamos poco -dijo el editor.
Rory Allan tenía algo más de treinta años, una alopecia prematura, ya con canas, y usaba gafas tipo John Lennon. Había dejado la chaqueta en su despacho y lucía corbata roja de seda sobre una camisa azul claro, que llevaba arremangada como un trabajador cualquiera.
– Siéntense, por favor. ¿Quieren un café?
– No, muchas gracias, señor Allan.
Allan asintió con satisfacción.
– Pues, vamos al grano… Comprenderán que podríamos haber publicado el asunto, dejándoles a ustedes las averiguaciones.
Davidson asintió levemente con la cabeza. Llamaron a la puerta.
– ¡Adelante! -vociferó Allan.
Entró una versión en pequeño del director, con el mismo peinado, las mismas gafas, y camisa con las mangas remangadas.
– Les presento a Danny Watling. Es nuevo en la plantilla. Le he convocado a la reunión para que él mismo se lo explique -dijo Allan, haciendo una seña al periodista para que se sentara.
– No hay mucho que explicar -dijo Danny Watling en voz tan baja que a Rebus, que estaba sentado en el extremo contrario de la mesa, le costó oírlo-. Estaba en recepción y atendí una llamada de alguien que dijo ser periodista y que tenía un tema para escribir un artículo.
Shug Davidson apoyó las manos entrelazadas en la mesa.
– ¿Dijo de qué tema se trataba?
Watling negó con la cabeza.
– Hablaba con cautela… y en un inglés poco claro. Como si estuviera sacando las palabras del diccionario.
– O las leía, tal vez -apuntó Rebus.
Watling reflexionó un instante.
– Sí, quizá las leía.
Davidson preguntó a Rebus que por qué lo decía.
– Podría habérselas escrito su amiga, que habla mejor inglés -contestó él.
– ¿Le dijo cómo se llamaba? -preguntó Davidson al periodista.
– Sí; Stef.
– ¿No dijo el apellido?
– Tengo la impresión de que no quería decírmelo -contestó Watling mirando al director-. La verdad es que recibimos docenas de llamadas de perturbados…
– Quizá Danny no lo tomó tan en serio como debía -comentó Allan quitándose una mota imaginaria del pantalón.
– No, es que… -dijo Watling ruborizándose-. Yo le dije que normalmente no trabajamos con periodistas por cuenta propia, pero que si quería contárselo a alguien podríamos incluir su nombre en la firma.
– ¿Y él qué dijo? -inquirió Rebus.
– Creo que no lo entendió. Eso me hizo sospechar.
– ¿No sabía qué quería decir «por cuenta propia»? -dijo Davidson.
– No. Yo creo que antes quería hablar personalmente conmigo.
– ¿Y usted se negó?
– Oh, no -replicó Watling irguiéndose-. Le dije que de acuerdo, y quedamos citados a las diez de la noche frente a Jenner's.
– ¿Los grandes almacenes? -preguntó Davidson.
Watling asintió con la cabeza.
– Era el único lugar que conocía; yo señalé varios pubs, incluso los más famosos, que hasta los turistas saben donde están, pero me dio la impresión de que no conocía Edimburgo.
– ¿Le pidió usted que diera él algún lugar de cita?
– Le dije que nos viésemos donde él quisiera, pero no se le ocurría nada y entonces le señalé Princes Street, me dijo que sabía dónde estaba y le cité en el punto más visible.
– ¿Y no se presentó? -aventuró Rebus.
El periodista negó despacio con la cabeza.
– Probablemente debió de ser la noche antes de su muerte.
Se hizo un silencio.
– Puede ser algo o nada -comentó Davidson sin poder evitarlo.
– Podría ser un móvil -añadió Rory Allan.
– Otro móvil, querrá decir -replicó Davidson-. Los periódicos, creo que incluido el suyo, señor Allan, de momento se contentan con presentarlo como un crimen racista.
– Es una simple especulación -comentó el director encogiéndose de hombros.
Rebus miró al periodista.
– ¿Conserva notas de la conversación? -preguntó.
Watling asintió, ladeó la cabeza y miró a su jefe, quien, a su vez, dio el visto bueno con otra inclinación de cabeza. Watling tendió a Davidson una hoja de libreta doblada. Davidson la examinó unos segundos y se la pasó a Rebus a través del tablero de la mesa.
Stef… ¿Europeo del este?
Periodista. Artículo
22 h. Jenner's.
– No nos procura lo que yo llamo una nueva perspectiva -dijo Rebus con voz queda-. ¿No volvió a llamar?
– No.
– ¿A nadie más de la plantilla?
El joven negó con la cabeza.
– Y cuando habló con usted, ¿era la primera llamada que hacía?
El periodista asintió con la cabeza.
– Supongo que no le pediría un número de teléfono ni averiguó desde dónde llamaba.
– Me pareció una cabina por el ruido de tráfico.
Rebus pensó en la parada de autobús en un extremo de Knoxland, a cincuenta metros de la cual había una cabina junto a la calzada.
– ¿Sabemos desde dónde se hizo la llamada del nueve nueve nueve? -preguntó a Davidson.
– Desde la cabina próxima al paso subterráneo -dijo Davidson.
– Tal vez la misma -comentó Watling.
– Casi es tema para un nuevo artículo. «Descubierta en Knoxland una cabina telefónica que funciona» -dijo el director en broma.
Shug Davidson miró a Rebus, quien alzó un hombro para darle a entender que no tenía nada más que preguntar, y ambos se pusieron en pie.
– Bien, gracias por avisarnos, señor Allan. Ha sido muy amable.
– Sé que no es gran cosa…
– No deja de ser otra pieza del rompecabezas.
– ¿Y cómo va el rompecabezas, inspector?
– Tenemos terminados los bordes pero nos falta llenarlo, por así decirlo.
– Lo más difícil -comentó Allan en tono simpático.
Se dieron la mano unos a otros, Watling volvió a su mesa y Allan les dijo adiós con la mano cuando entraron en el ascensor. En la calle, Davidson señaló un café en la otra acera.
– Invito yo -dijo.
Rebus encendió un pitillo.
– Estupendo; espera un minuto que me lo fume -dijo aspirando con ganas, echando el humo por la nariz y quitándose una hebra de tabaco de la lengua-. Así que un rompecabezas, ¿eh?
– Las personas como Allan piensan con arreglo a estereotipos… pero yo le daría uno para resolver.