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– Lo siento si se lo ha parecido…

– Me lo parece. Y aquí nos tiene, compartiendo el whisky-añadió Rebus moviendo la cabeza de un lado a otro.

– Conozco su reputación, inspector, y nada de lo que me han dicho me impulsa a pensar que esté en connivencia con Stuart Bullen.

– Quizá porque no ha hablado con quien tenía que hablar -replicó Rebus sirviéndose más whisky sin ofrecerle a Storey-. Bien, ¿qué espera encontrar espiando en The Nook? Aparte de polis corruptos.

– Socios, indicios y alguna pista.

– ¿Porque las antiguas no llevan a ninguna parte? ¿Qué pruebas de convicción tiene?

– Su nombre ha salido a relucir…

Rebus aguardó a que dijera algo más, pero, al ver que callaba, lanzó un bufido.

– ¿Una delación anónima? Podría tratarse de cualquiera de la competencia del triángulo púbico para hundirle.

– Ese club es una buena tapadera.

– ¿Ha estado en él?

– Aún no.

– ¿Por temor a llamar la atención?

– ¿Lo dice por mi color de piel? -Storey se encogió de hombros-. Tal vez. No se ven muchos negros por Edimburgo, pero eso cambiará. Que quieran verlos o no es otro cantar -añadió echando otra mirada al cuarto-. Bonito piso.

– Se repite.

– ¿Hace mucho que vive aquí?

– Unos veinte años.

– Son muchos años… ¿Y soy yo la primera persona negra que invita a entrar?

Rebus reflexionó un instante.

– Probablemente -contestó.

– ¿Algún chino, algún asiático? -Rebus optó por no responder-. Lo que pretendo decir…

– Escuche -le interrumpió Rebus-. Ya estoy muy harto. Acabe el whisky y puerta… y no es porque sea racista, sino porque estoy harto -añadió poniéndose en pie.

Storey hizo lo propio y le tendió el vaso.

– Era muy buen whisky -dijo-. ¿No ve? Me ha enseñado a no decir «escocés». -Metió la mano en el bolsillo interior de la chaqueta y le dio una tarjeta-. Por si cree que necesita ponerse en contacto conmigo.

Rebus la cogió sin leerla.

– ¿En qué hotel está? -preguntó.

– En uno cerca de Haymarket, en Grosvenor Street.

– Ya sé cuál.

– Pase alguna noche y le invitaré a una copa.

Rebus no contestó al ofrecimiento y se limitó a decir:

– Le acompaño.

Le despidió, apagó las luces al volver al cuarto de estar y se quedó de pie ante el ventanal mirando a la calle. Sí, le vio salir; y en ese momento un coche se detuvo y él subió al asiento de atrás. Rebus no acertó a ver al conductor ni la matrícula. Era un coche grande, tal vez un Vauxhall, que giró a la derecha al fondo de la calle. Volvió a la mesa, cogió el teléfono fijo, pidió un taxi y bajó a esperarlo a la calle. En el momento en que llegaba sonó el móvil. Era Siobhan.

– ¿Has acabado con el visitante misterioso?

– De momento.

– ¿Qué demonios era ese asunto?

Se lo explicó lo mejor que pudo.

– ¿ Y ese gilipollas arrogante se cree que Bullen nos tiene metidos en el bolsillo?

Una pregunta que a Rebus le pareció de más.

– A lo mejor quiere hablar contigo.

– Descuida, le espero en guardia.

De una bocacalle salió una ambulancia haciendo sonar la sirena.

– ¿Estás en el coche?

– Voy en taxi -contestó él-. Lo único que me faltaba era una denuncia por ir bebido.

– ¿Adónde vas?

– A dar una vuelta -dijo en el momento en que el taxi pasaba por el cruce de Tollcross-. Mañana hablamos.

– Que te diviertas.

– Lo procuraré.

Cortó la comunicación. El taxista se desvió por detrás de Earl Grey Street aprovechando la dirección única; cruzaron Lothian Road y Morrison Street camino de Bread Street. Rebus le dio una propina y le pidió un recibo. Trataría de cargar el gasto al caso Yurgii.

– No creo que los locales de destape desgraven, amigo -comentó el taxista.

– ¿Le parezco un cliente habitual?

– No sé qué decirle -replicó el hombre, al tiempo que arrancaba.

– Es la última vez que le doy propina -musitó Rebus guardándose el recibo.

Aún no eran las diez. Se veían hombres por las calles adyacentes yendo de un pub a otro. A la entrada, en la penumbra, montaban guardia gorilas en chaquetón tres cuartos o con cazadora. Independientemente de la vestimenta, a Rebus le parecían clonados. No tanto porque fueran idénticos, sino por su modo de ver el mundo, dividido en amenazas y víctimas.

Sabía que no podía detenerse junto a la tienda cerrada, porque si a uno de los porteros de The Nook le resultaba sospechosa su presencia, la operación de Storey se iría al agua. Cruzó la calle en la misma acera del club pero a diez metros de la entrada. Se detuvo, se llevó el móvil al oído y fingió hablar como si estuviera borracho.

– Sí… Soy yo… ¿Dónde estás? Habíamos quedado en el Shakespeare… No, estoy en Bread Street…

Daba igual lo que dijera. Para quien le viera u oyera era un noctámbulo de tantos hablando con la lengua pastosa de los borrachos. Pero él no se perdía detalle de la tienda. No había luces ni se advertía movimiento, ni una sombra. Si la vigilancia era de veinticuatro horas los siete días de la semana, era perfecta. Sabía que estarían filmando, pero no veía cómo. Cualquier pequeña porción cuadrada que faltase en el blanco del escaparate permitiría ver desde fuera y se detectaría algún reflejo en el objetivo. Pero no había ni una ranura. Cubría la puerta una rejilla metálica y una persiana por dentro, también sin ningún agujero. Pero, un momento… Encima de la puerta había como un ventanuco, de noventa por sesenta aproximadamente, tapado también con blanco salvo un pequeño cuadrado en una esquina. Era ingenioso; ningún peatón dirigiría la vista allá arriba. Claro que eso implicaba que quien se ocupara de la vigilancia tendría que subirse a una escalera o algo parecido cámara en mano. Nada cómodo, pero perfecto.

Concluyó la llamada imaginaria y se alejó del club de vuelta hacia Lothian Road. Los sábados por la noche era mejor no pasar por allí. Pero incluso en un día entre semana como aquél se oían cantos y gritos y había gente que daba patadas a las botellas de la calzada y cruzaba por entremedias de los coches, más las risas estridentes de pandillas femeninas, chicas en minifalda con cintas parpadeantes para la cabeza. Había un hombre vendiéndolas que ofrecía también bastoncillos centelleantes. Llevaba un puñado en cada mano y paseaba de arriba abajo. Rebus le miró y recordó las palabras de Storey: «Que quiera o no verlos…». Era un hombre fuerte y joven, de piel oscura. Rebus se detuvo frente a él.

– ¿Cuánto cuestan?

– Dos libras.

Rebus fingió rebuscar despacio las monedas en los bolsillos.

– ¿De dónde eres?

El hombre, sin responder, miró para todos lados.

– ¿Cuánto tiempo llevas en Escocia?

El hombre comenzó a alejarse.

– ¿No me vendes una?

Era evidente que no; el hombre seguía alejándose. Rebus siguió caminando en dirección opuesta hacia el extremo oeste de Princes Street. Del pub Shakespeare salió un vendedor de flores con unos ramitos de rosas en el brazo.

– ¿Cuánto cuestan? -preguntó Rebus.

– Cinco libras -dijo el chico de apenas quince años y rostro oscuro, quizá de Oriente Medio.

Rebus rebuscó en los bolsillos.

– ¿De dónde eres?

El chico hizo como si no le oyera.

– Cinco -repitió.

– ¿Está por aquí cerca tu jefe? -insistió Rebus.

El chico miró a derecha e izquierda como pidiendo ayuda.

– ¿Qué edad tienes, hijo? ¿A qué colegio vas?

– No entiendo.

– No me digas.

– ¿Quiere rosas?

– A ver si encuentro el dinero… Es un poco tarde para que andes trabajando, ¿no? ¿Tus padres saben que vendes rosas?