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El vendedor no pudo más y echó a correr dejando caer uno de los ramos, sin volver la cabeza ni detenerse. Rebus lo recogió y se lo dio a un grupo de chicas que pasaban por su lado.

– Por eso no me voy a bajar las bragas -dijo una de ellas-, pero te doy esto -añadió besándole en la mejilla.

Mientras se alejaban todas tambaleándose entre grititos y estrépito de taconeo, otra de ellas exclamó con voz chillona que tenía edad para ser su abuelo.

«Claro que la tengo, y soy consciente de ello», pensó él.

Fue mirando caras por Princes Street. Había más chinos de lo que él pensaba. Los mendigos tenían acento inglés y escocés. Se paró delante de un hotel. Hacía quince años que conocía al jefe de camareros y no importaba que fuese sin afeitar, con un traje corriente y una camisa cualquiera.

– ¿Qué va a ser, señor Rebus? -preguntó el hombre colocando un posavasos frente a él-. ¿Un whisquito?

– Un Lagavulin -dijo Rebus, que sabía que uno sencillo allí le costaría lo que vale un cuarto de botella. El camarero le puso el vaso con el whisky solo, sin necesidad de preguntarle si quería hielo o agua.

– Ted, ¿aquí tenéis personal extranjero? -preguntó Rebus.

A Ted, como buen profesional que era, no le sorprendía ninguna pregunta. Abrió la boca pensando la respuesta mientras Rebus cogía unas avellanas del cuenco que había aparecido junto a la bebida.

– En la barra tuvimos algún australiano -contestó Ted, poniéndose a secar vasos con un paño-. Viajan alrededor del mundo y se detienen aquí unas semanas. No los admitimos si no tienen experiencia.

– ¿Y en otro tipo de establecimientos? ¿En los restaurantes?

– Ah, sí hay muchos en el servicio de mesas. Y más en tareas domésticas.

– ¿Tareas domésticas?

– De criadas.

Rebus acogió la explicación con una leve inclinación de cabeza.

– Escucha, estrictamente entre nosotros…

Ted se inclinó algo más para oírlo.

– ¿Podría darse el caso de que trabajara aquí algún sin papeles?

El camarero le miró con recelo por la insinuación.

– Aquí todo es legal, señor Rebus. La dirección ni lo haría ni podría…

– Muy bien, Ted. No insinuaba nada.

Ted se tranquilizó.

– Ahora que -añadió- hay establecimientos con menos escrúpulos. Escuche, le contaré un caso. Yo suelo tomar una copa los viernes por la noche en mi pub habitual y he observado que vienen grupos de ésos; no sé de dónde son. Dos muchachos que tocan la guitarra y cantan Dame todos tus besos y cosas así, y otro mayor que toca una pandereta pasándola por las mesas para que le echen dinero, y me apostaría algo a que son refugiados -añadió meneando despacio la cabeza.

Rebus alzó su vaso.

– Es un mundo totalmente distinto -dijo-. La verdad es que no me había parado a pensarlo.

– ¿Le sirvo otro? -preguntó Ted con una mueca que le arrugó el rostro-. Por cuenta de la casa, si me lo permite.

El frío de la noche le azotó el rostro al salir del bar. Girando a la izquierda iría camino de casa, pero cruzó la calle y echó a andar hacia Leith Street hasta llegar a Leith Walk, cruzando por delante de supermercados asiáticos y tiendas de tatuajes y de comida para llevar. No sabía adónde se dirigía. En el paseo de Leith estaría quizá Cheyanne ejerciendo su profesión y tal vez John y Alice Jardine haciendo un recorrido en coche por si veían a su hija. Allí, la oscuridad ocultaba todo tipo de angustias. Iba con las manos en los bolsillos y la chaqueta bien abrochada. Pasaron seis motos estrepitosas que tuvieron que detenerse en el semáforo en rojo. Cuando se dispuso a cruzar iba ya a cambiar de color, y tuvo que dar un paso atrás porque la primera moto arrancaba.

– ¿Minitaxi, señor?

Rebus se volvió hacia la voz. Era un hombre en el umbral de una tienda iluminada en el interior que, evidentemente, se había convertido en oficina de alquiler de taxis. El hombre parecía asiático. Rebus negó con la cabeza, pero cambió de idea. El chófer le condujo hasta un Ford Escort bastante viejo; al darle la dirección, el hombre echó mano al callejero.

– Yo le indicaré el camino -dijo Rebus.

El taxista asintió con la cabeza y puso en marcha el motor.

– ¿Ha estado tomando unas copas, señor? -preguntó el hombre con acento local.

– Unas cuantas.

– Mañana tiene el día libre, ¿eh?

– No, si puedo evitarlo.

El hombre se echó a reír sin que Rebus entendiera por qué. Cuando iban por Princes Street y Lothian Road en dirección a Morningside, Rebus le dijo que parase un momento. Entró en una tienda de las que permanecen abiertas de noche, compró una botella de litro de agua mineral y nada más sentarse en el taxi echó un trago y deglutió cuatro aspirinas.

– Buena idea, señor. Más vale atacar antes para evitar la resaca por la mañana y descartar la excusa de estar enfermo.

Unos seiscientos metros después, Rebus dijo al taxista que se desviara por Marchmont para parar un momento delante de su piso. Bajó. Abrió la puerta, sacó un sobre abultado del cajón del cuarto de estar, lo abrió, cogió unos recortes de prensa y volvió al taxi.

Al llegar a Bruntsfield, Rebus le indicó que girase a la derecha y otra vez a la derecha. Estaban en el extrarradio, en una calle con poca luz de casas separadas, casi todas ocultas por setos y vallas. Las pocas ventanas que no tenían cerradas las contraventanas estaban a oscuras; sus moradores dormían plácidamente. Pero había una iluminada y allí le dijo Rebus al taxista que parara. La cancela hizo ruido al abrirse, buscó el timbre y llamó. No hubo respuesta. Retrocedió unos pasos y miró las ventanas del piso de arriba. Había luz pero estaban echadas las cortinas. Los ventanales de la planta baja a ambos lados del porche tenían cerradas las contraventanas. Le pareció oír música; miró por la ranura del buzón pero, al no ver movimiento, comprendió que la música venía de la parte de atrás de la casa. Vio un camino de grava a un lado y al internarse por él se activaron unas luces de seguridad. La música procedía del jardín, cuya única luz era un extraño fulgor rojizo. Unida por un paseo de tablas al invernadero de cristal vio una construcción en medio del césped de la que salía vapor y unas notas de música clásica. Rebus se acercó al jacuzzi.

Porque de eso se trataba: un jacuzzi al aire libre en Escocia. Y en él, sentado en el extremo de la bañera, Morris Gerald Cafferty, llamado Big Ger, con los brazos estirados sobre el borde, deleitándose con los chorros de agua que brotaban por ambos lados. Rebus miró a su alrededor, pero Cafferty estaba solo. Filtros de color rojo iluminaban el agua, que reflejaba su fulgor sobre los objetos y el espacio. Cafferty tenía la cabeza echada hacia atrás, un gesto meditativo mucho más que relajado y los ojos cerrados.

Los abrió en aquel momento y los clavó en Rebus. Sus pupilas eran pequeñas y negras y su rostro gordo. Tenía pegado al cráneo el pelo gris corto, y una mata de vello más oscuro y rizado le cubría la porción de tórax visible por encima de la superficie del agua. No mostró sorpresa al ver a un intruso delante de él a aquella hora de la noche.

– ¿Se ha traído el bañador? -preguntó-. Yo no me lo he puesto -añadió bajando la vista.

– Me enteré de que habías cambiado de casa -dijo Rebus.

Cafferty pulsó un botón del panel de control que tenía en la mano izquierda y la música bajó de volumen.

– Es un compacto; los altavoces están dentro -explicó al tiempo que tamborileaba en la bañera con los nudillos.

Pulsó otro botón y se detuvo el motor y el movimiento del agua.

– Y juegos de luces -comentó Rebus.

– Del color que quiera -replicó Cafferty.

Pulsó otro botón y el tono del agua cambió de rojo a verde y de verde a azul, a continuación blanco deslumbrante y de nuevo rojo.

– El rojo te sienta bien -dijo Rebus.

– ¿Me da aspecto mefistofélico? -preguntó Cafferty conteniendo la risa-. Me gusta estar aquí a esta hora de la noche. Rebus, ¿oye el viento en los árboles? Esos árboles llevan aquí mucho más tiempo que nosotros y seguirán ahí cuando nosotros hayamos pasado.