– Creo que tú has estado demasiado tiempo, Cafferty. Se te está arrugando el cerebro.
– Simplemente me voy haciendo viejo, Rebus… Igual que usted.
– ¿Demasiado viejo para prescindir de guardaespaldas? ¿Ya has enterrado a todos tus enemigos?
– Joe acaba a las nueve, pero nunca anda demasiado lejos. -Hizo una breve pausa-. ¿Verdad, Joe?
– No, señor Cafferty.
Rebus se volvió hacia el guardaespaldas. Iba descalzo y en calzoncillos y camiseta.
– Joe duerme en la habitación de encima del garaje -dijo Cafferty-. Déjanos, Joe. Seguro que con el inspector no corro peligro.
Joe dirigió una mirada fulminante a Rebus y se alejó por el césped.
– Este barrio está muy bien -dijo Cafferty-, y no se cometen delitos.
– Seguro que contigo cambia.
– Yo ya lo he dejado, Rebus, igual que hará usted pronto.
– No me digas -repuso Rebus.
Esgrimió los recortes de prensa que había cogido en su casa con fotos de Cafferty del año anterior en compañía de malhechores conocidos de Manchester, Birmingham y Londres.
– ¿Me está vigilando o qué? -dijo Cafferty.
– Quizá.
– No sé si tomármelo como una lisonja… -replicó Cafferty poniéndose en pie-. Deme ese albornoz, haga el favor.
Rebus así lo hizo. Cafferty salió del agua apoyando los pies en un escalón de madera, se envolvió en el albornoz de algodón blanco y se calzó unas sandalias de playa.
– Ayúdeme a poner la tapadera -dijo Cafferty-. Después entramos y me cuenta qué demonios quiere de mí.
Rebus hizo como decía.
En una época, Big Ger Cafferty había sido prácticamente el amo del mundo delictivo de Edimburgo, desde drogas y saunas hasta estafas de altura. Pero desde su última estancia en la cárcel lo había dejado. No es que Rebus creyera ni mucho menos que se hubiera jubilado, porque la gente como Cafferty nunca abandona. Para Rebus, Cafferty se había vuelto con la edad más astuto y más avisado sobre los métodos de la policía para investigar sus asuntos.
Cafferty tendría unos sesenta años y había conocido a casi todos los gángsteres famosos a partir de la década de los sesenta. Se decía que había trabajado con los Kray y con Richardson en Londres, y también con los malhechores más conocidos de Glasgow. En pasadas investigaciones habían tratado de vincularle a bandas de narcotraficantes holandeses y de trata de blancas de Europa del Este, pero sin grandes resultados. Muchas veces era por falta de presupuesto del cuerpo o de pruebas decisorias para que actuase el fiscal del Estado. En ocasiones, también, porque desparecían los testigos.
Siguió a Cafferty, cruzaron el invernadero y entraron en una cocina con suelo de piedra caliza. Rebus miró aquella ancha espalda pensando, y no por primera vez, cuántas ejecuciones habría ordenado aquel hombre, de cuántas muertes era responsable.
– ¿Toma té o algo más fuerte? -preguntó Cafferty arrastrando los pies con sus sandalias.
– Té.
– Dios, debe de ser algo serio… -comentó Cafferty con una sonrisita, enchufando el hervidor y echando tres bolsitas en la tetera-. Bueno, será mejor que me ponga algo. -Y añadió-: Venga, pase al estudio.
Era un salón de la parte delantera de la casa con grandes ventanales y una imponente chimenea de mármol. De unos rieles de exposición colgaban diversos cuadros. Rebus no sabía gran cosa de pintura, pero los marcos eran caros. Cafferty subió al piso de arriba y Rebus aprovechó para echar una ojeada al salón, pero no había nada que llamara su atención: nada de libros, aparato de música o mesa de despacho, ni siquiera adornos en la repisa de la chimenea.
Sólo el sofá, los sillones, una enorme alfombra oriental y los cuadros. No era un cuarto acogedor. Quizá Cafferty celebraba allí reuniones para impresionar con su colección pictórica. Rebus rozó con los dedos el mármol con la ilusa esperanza de que fuera de imitación.
– Aquí tiene -dijo Cafferty entrando con dos tazas y tendiéndole una a Rebus.
– Con leche y sin azúcar -informó Cafferty, y vio que Rebus sonreía-. ¿De qué se ríe?
Rebus señaló con la barbilla, en un rincón del techo junto a la puerta, una cajita blanca en la que parpadeaba una lucecita roja.
– De que tienes alarma antirrobos -dijo.
– ¿Y qué?
– Que… tiene gracia.
– ¿Cree que aquí no pueden entrar ladrones? En la puerta no hay ningún cartel proclamando quién vive.
– Sí, claro -comentó Rebus tratando de ser agradable.
Cafferty se había puesto unos pantalones de chándal y una sudadera con cuello de pico. Estaba bronceado y relajado, y Rebus pensó que debía de tener una lámpara de cuarzo en casa.
– Siéntese -dijo Cafferty.
– Me interesa alguien -dijo Rebus acomodándose- y creo que puedes conocerle: Stuart Bullen.
– El pequeño Stu -dijo Cafferty arrugando el labio superior-. Conocía mejor a su padre.
– No lo dudo, pero ¿qué sabes de las actividades recientes del hijo?
– ¿Es que se porta mal?
– No estoy seguro -contestó Rebus tomando un sorbo de té-. ¿Sabes que está en Edimburgo?
Cafferty asintió despacio con la cabeza.
– Tiene un club de striptease, ¿no?
– Exacto.
– Y por si eso fuera poco, ahora usted le toca los huevos.
Rebus negó con la cabeza.
– Se trata de que una joven se ha ido de casa y la madre sospecha que podría estar trabajando para Bullen.
– ¿Y es así?
– No, que yo sepa.
– Pero fue a ver al pequeño Stu y le cabreó.
– Sólo le hice unas preguntas.
– ¿Como cuáles?
– Qué es lo que hace en Edimburgo.
Cafferty sonrió.
– No me diga que no sabe que muchos tipos duros de la costa oeste se trasladaron al este.
– Sé de algunos.
– Vienen aquí porque en Glasgow no pueden dar dos pasos y no les dejan respirar. Es la moda, Rebus -añadió Cafferty encogiéndose exageradamente de hombros.
– ¿Quieres decir que busca la oportunidad de empezar de nuevo?
– Él es hijo de Rab Bullen y siempre lo será.
– ¿Lo que significa que alguien ha puesto precio a su cabeza?
– No anda por ahí escondiéndose, si es eso lo que está pensando.
– ¿Cómo lo sabes?
– Porque Stu no es de ésos. Quiere destacar por mérito propio, apartarse de la sombra de su padre… Ya sabe a qué me refiero.
– ¿Y lo va a conseguir con un puticlub?
– Quién sabe -comentó Cafferty mirando la superficie del té-. Pero quizá tenga otros planes.
– ¿Por ejemplo?
– No lo conozco lo suficiente para dar una respuesta. Yo soy viejo, Rebus; la gente ya no me cuenta tantas cosas como antes. Y aunque yo supiera algo… ¿por qué iba a molestarme en decírselo?
– Por rencor hacia él -comentó Rebus dejando la taza medio vacía en el suelo de madera-. ¿No te engañó Rab Bullen en cierta ocasión?
– De eso hace mucho tiempo, Rebus, mucho tiempo.
– Por lo que tú sabes, ¿el hijo está limpio?
– No sea idiota; nadie está limpio. ¿Es que últimamente va por el mundo sin mirar? Claro que en Gayfield Square no hay mucho que ver. Pero ¿no huele las cloacas en los pasillos? -Cafferty sonrió al ver que callaba-. Sí, algunos aún me cuentan cosas… de vez en cuando.
– ¿Quiénes?
– «Conoce a tu enemigo», se dice -replicó Cafferty sonriendo aún más-. Por eso seguramente guarda recortes de prensa con mis fotos.
– No es por tu aspecto de artista pop, desde luego.
Cafferty dio un gran bostezo.
– Después del baño caliente siempre me entra sueño -dijo como disculpa mirando a Rebus-. Me he enterado también de que trabaja en el caso de ese emigrante de Knoxland. El pobre desgraciado tenía… ¿cuántas puñaladas? ¿Doce? ¿Quince? ¿Qué les habrá parecido a los señores Curt y Gates?