– Que podría ayudar.
– Bien, es muy amable, pero creo que no es necesario, si le parece bien.
– Es que resulta… -replicó bajando la mirada hacia el cadáver. Sintió como un puñetazo en el estómago, pero su expresión sólo reflejaba interés profesional- que sé quién es. Sé bastantes cosas sobre él.
– Bueno, nosotros sabemos también quién es. Gracias de nuevo…
Claro que sabían quién era; por la fama y aquel rostro con cicatrices. Era Donny Cruikshank muerto en el suelo de su dormitorio.
– Pero yo sé cosas que ustedes no saben -insistió ella.
Young entornó los ojos y Siobhan comprendió que se lo había ganado.
– Hay mucha más pornografía ahí -dijo uno del equipo de la policía científica.
Se refería al cuarto de estar, donde habían encontrado un montón de DVD y vídeos en el suelo junto al televisor. Había igualmente un ordenador ante el cual estaba sentado otro agente manipulando el ratón. Buena labor tenía por delante.
– No olvides que es un trabajo -le advirtió Young.
Para estar a solas, llevó a Siobhan a la cocina.
– Por cierto, me llamo Les -dijo con actitud más amable ahora, al saber que ella tenía más información.
– Y yo Siobhan -repuso ella.
– Bien… -añadió él apoyándose en la encimera y cruzando los brazos-. ¿De qué conocía a Donald Cruikshank?
– Era un violador convicto en cuyo caso trabajé. La víctima se suicidó, era una joven de aquí cuyos padres siguen viviendo en Banehall. Hace unos días vinieron a verme porque otra hija suya se marchó de casa.
– Ah.
– Me dijeron que habían hablado de ello con alguien de Livingston -añadió Siobhan en tono neutro.
– ¿Y algo le hace pensar?
– ¿Qué?
Young se encogió de hombros.
– ¿Que esto tenga algo que ver? ¿Que haya alguna relación?
– Es lo que me pregunto y lo que me impulsó a venir.
– Si hace el favor de redactar un informe…
– Hoy mismo -contestó Siobhan asintiendo con la cabeza.
– Gracias. -Young se apartó de la encimera decidido a subir otra vez al piso, pero se detuvo en la puerta-. ¿Tiene trabajo en Edimburgo?
– No mucho.
– ¿Quién es su jefe?
– El inspector Macrae.
– Yo podría quizá hablar con él… por si puede cedérnosla unos días. -Hizo una pausa-. Suponiendo que esté usted de acuerdo.
– Encantada -dijo Siobhan, quien habría jurado que él salió al pasillo ruborizándose.
Volvió al cuarto de estar y casi tropezó con un recién llegado: el doctor Curt.
– Anda usted por todas partes, sargento Clarke -dijo el patólogo, mirando a derecha e izquierda para asegurarse de que nadie escuchaba-. ¿Alguna novedad en el callejón Fleshmarket?
– No mucho. Encontré a Judith Lennox.
Curt hizo una mueca.
– No le diría nada…
– Claro que no. Guardo su secreto. ¿Piensan volver a exhibir a Mag Lennox?
– Supongo que sí -contestó Curt apartándose para dejar paso a un agente de la científica-. Bueno, creo que será mejor… -añadió dirigiéndose a la escalera.
– No se preocupe, que no se le va a escapar.
Curt la miró.
– Siobhan, perdone que le diga, pero ese comentario dice mucho sobre usted.
– ¿Qué, por ejemplo?
– Que lleva demasiado tiempo con John Rebus -replicó el patólogo ascendiendo la escalera con su maletín de cuero negro.
Siobhan oyó cómo le crujían las rodillas al subir los peldaños.
– ¿Qué hay de interesante, sargento Clarke? -gritó alguien afuera.
Miró hacia el cordón y vio a Steve Holly saludándola con la libreta.
– Está un poco lejos de su demarcación, ¿no?
Siobhan musitó algo y cruzó el camino, abrió la cancela y pasó por debajo del cordón. Holly se pegó a su lado por el camino hacia el coche.
– Usted trabajó en el caso, ¿verdad? -dijo-. Me refiero al caso de violación. Recuerdo que le pregunté…
– Corte el rollo, Holly.
– Oiga, no voy a citarla en mi crónica… -Se había situado ya frente a ella andando hacia atrás para verle la cara-. Pero seguro que piensa lo mismo que yo… Lo mismo que muchos…
– ¿Y qué es lo que piensan? -replicó ella sin poder evitarlo.
– Que nos hemos librado de una basura. Quiero decir que quien lo haya hecho merece una medalla.
– Los bailarines de comparsa no se rebajan tanto como usted.
– Eso mismo dice su compañero Rebus.
– La gente genial tiene las mismas ideas.
– Vamos, no me…
No dijo más porque chocó con el coche de Siobhan y cayó al suelo. Ella subió al vehículo, lo puso en marcha antes de que él tuviera tiempo de levantarse, y mientras hacía marcha atrás hasta el fondo de la calle vio que el periodista se sacudía el polvo y miraba el bolígrafo aplastado.
No fue muy lejos; paró el coche después del cruce con la calle Mayor y no tardó en encontrar la casa de los Jardine, que la hicieron pasar.
– ¿Se han enterado? -preguntó ella.
Ellos asintieron con la cabeza sin pesar ni alegría.
– ¿Quién habrá sido? -preguntó la señora Jardine.
– Cualquiera -dijo el marido mirando a Siobhan-. A nadie le gustó que volviera a Banehall; ni a su propia familia.
Lo que explicaba por qué Cruikshank vivía solo en la casa.
– ¿Ha averiguado algo? -preguntó Alice Jardine tratando de coger las manos de Siobhan entre las suyas.
Era como si ya hubiese borrado de su mente el asesinato.
– Fuimos a ese club -contestó ella-, pero nadie conocía a Ishbel. ¿No han sabido nada de ella?
– Se lo habríamos dicho antes que a nadie -contestó John Jardine-. Ay, pero qué modales los nuestros. ¿Quiere tomar un té?
– La verdad, no tengo tiempo. -Siobhan guardó silencio un instante-. Lo que sí querría…
– ¿El qué?
– Una muestra de la escritura de Ishbel.
– ¿Para qué? -inquirió Alice Jardine abriendo mucho los ojos.
– Para nada en concreto… Puedo pasar más tarde.
– Veré qué encuentro -dijo John Jardine yendo hacia la escalera y dejándolas solas.
Siobhan metió las manos en los bolsillos para evitar que Alice se las apresara.
– Cree que no la encontraremos, ¿verdad?
– Ella misma se dejará encontrar… cuando quiera -dijo Siobhan.
– ¿Qué cree que le habrá pasado?
– ¿Y usted?
– Pienso lo peor -contestó Alice Jardine, restregándose las manos como si quisiera limpiarse algo.
– Tendremos que interrogarles -añadió Siobhan en voz baja-, y les harán preguntas sobre Cruikshank y su muerte.
– Sí, claro.
– Y también les harán preguntas sobre Ishbel.
– Dios mío, no pensarán… -exclamó la mujer.
– Forma parte de la investigación.
– ¿Nos interrogará usted, Siobhan?
Ella negó con la cabeza.
– No, porque tengo relación con el caso. Lo hará un policía llamado Young. Es buena persona.
– Bien, si usted lo dice…
El marido regresó.
– No hay mucho, la verdad.
Le tendió una agenda de direcciones con nombres y números de teléfono, anotados casi todos con rotulador verde. En la guarda, Ishbel había escrito su nombre y dirección.
– Me servirá -dijo Siobhan-. Se lo devolveré cuando acabe.
Alice Jardine cogió a su marido por el codo.
– Dice Siobhan que la policía hablará con nosotros… sobre él -añadió, incapaz de mencionar el nombre.
– ¿Ah, sí? -preguntó él, volviéndose hacia Siobhan.
– Es algo rutinario para reconstruir la vida de la víctima -dijo ella.
– Ya, comprendo -comentó el hombre no muy convencido-. Pero no será… No pensarán que Ishbel tiene algo que ver.
– ¡No seas idiota, John! -espetó su esposa entre dientes-. ¡Ishbel es incapaz de una cosa así!