– Así me lo agradecen -replicó Eylot meneando la cabeza-. Es lo típico…
– ¿Qué quiere decir?
– Ese refugiado al que apuñalaron… Fui yo quien les llamó por teléfono. No tendrían ninguna pista si yo no hubiera llamado. Y así me lo pagan.
– ¿Fue usted quien nos reveló el nombre de Stef Yurgii?
– Exacto, y si mi jefe se entera me echarán. Vinieron a Whitemire dos policías; un tío robusto y una mujer más joven.
– ¿El inspector Rebus y la sargento Wylie?
– No recuerdo los nombres. Yo no me metí en nada. -Se calló un momento-. Y en vez de resolver el asesinato de ese desgraciado se dedican a fisgar en el de esa basura de Cruikshank.
– Todos somos iguales ante la ley -dijo Young.
Ella le miró de tal modo que comenzó a ruborizarse y trató de disimularlo llevándose la taza a los labios.
– ¿No lo ven? -dijo ella-. Dicen frases que saben que son mentira.
– Lo que el inspector Young quiere decir -terció Siobhan- es que hay que ser objetivos.
– Lo cual tampoco es cierto, ¿no cree? -repuso Eylot levantándose y haciendo sonar las patas de la silla.
Abrió el congelador y, al darse cuenta, lo cerró de golpe. Había tres botellas de vino.
– Janet -dijo Siobhan-, ¿es Whitemire el problema? ¿No le gusta trabajar allí?
– Lo detesto.
– Pues déjelo.
Eylot soltó una carcajada seca.
– ¿Y dónde encuentro empleo? Tengo dos hijos que mantener -añadió sentándose y mirando a los campos-. Whitemire es mi único recurso.
Whitemire, dos niños y una nevera.
– ¿Qué es lo que escribió en el váter, Janet? -dijo despacio Siobhan.
Los ojos de Eylot se bañaron en lágrimas, que trató de contener parpadeando.
– Algo de juramentarse -contestó ella con voz quebrada.
– ¿Juramento de sangre? -dijo Siobhan.
Eylot asintió con la cabeza mientras las lágrimas corrían por sus mejillas.
No estuvieron mucho más. Al salir, los dos aspiraron con fruición el aire fresco.
– ¿Tiene hijos, Les? -preguntó Siobhan.
Él negó con la cabeza.
– Estuve casado, pero duró un año. Nos divorciamos hace once meses. ¿Y usted?
– Ni siquiera eso.
– Esa mujer sabe salir adelante, ¿no es cierto? -añadió él mirando hacia la casa.
– No creo que de momento haya que avisar a los servicios sociales. -Siobhan guardó silencio durante un momento-. ¿Adónde vamos?
– A la base -contestó él consultando el reloj-. Es casi la hora de cierre. Le invito a un trago si quiere.
– Mientras no sea en The Bane…
– No, yo vuelvo a Edimburgo -contestó él con una sonrisa.
– Pensé que vivía en Livingston.
– Sí, pero soy socio de un club de bridge.
– ¿De bridge? -dijo ella sin poder evitar una sonrisa.
Él se encogió de hombros.
– Comencé a jugar hace años en la universidad.
– Bridge -repitió Siobhan.
– ¿Qué tiene de malo? -replicó él con una gran carcajada que sonó a falsa.
– No tiene nada de malo. Es que trato de imaginármelo con esmoquin y pajarita.
– No es el caso.
– Pues nos vemos en Edimburgo para tomar una copa y me lo explica. ¿En The Dome de George Street a… las seis y media?
– A las seis y media -asintió él.
Maybury era una maravilla: llamó a Rebus a las cinco y cuarto. Apuntó la hora para que constara en el informe de investigación, pensando en una de las mejores canciones de The Who, Out of my brain on the five-fifteen.
– Le hice escuchar la cinta a mi colega -dijo Maybury.
– Sí que ha sido rápida.
– Encontré su número de móvil. Es extraordinario lo que ha avanzado la tecnología.
– Así que, ¿está en Francia?
– Sí, en Bergerac.
– ¿Y qué le ha dicho?
– Bueno, la calidad del sonido no es muy buena…
– Sí, lo sé.
– Y se interrumpía la comunicación.
– ¿Y?
– Pero después de oírla unas cuantas veces, me dijo que era de Senegal. No está completamente segura, pero es la conjetura más probable.
– ¿Senegal?
– Un país africano francófono.
– De acuerdo. Bueno pues… muchas gracias.
– Buena suerte, inspector.
Rebus colgó el teléfono y vio que Wylie redactaba en el ordenador el informe de las indagaciones del día para incorporarlas al expediente del crimen.
– Senegal -le dijo.
– ¿Eso dónde está?
Rebus suspiró.
– En África, mujer. Es un país francófono.
Wylie entrecerró los ojos.
– Eso se lo ha dicho Maybury, ¿verdad?
– Qué poca fe.
– Poca fe, pero grandes recursos -replicó ella.
Guardó el archivo y conectó con la red para teclear Senegal en un buscador. Rebus se sentó a su lado en una silla.
– Ahí está.
Señaló en un mapa de África la costa noroeste, una zona más bien enana comparada con Mauritania al norte y Malí al este.
– Qué pequeño -comentó Rebus.
Wylie hizo clic en un icono y apareció una página con datos.
– Doscientos tres mil setecientos noventa y tres kilómetros cuadrados -dijo ella-Creo que son unos tres cuartos de la superficie de Gran Bretaña. Capitaclass="underline" Dakar.
– ¿Como la meta del rally?
– Es de suponer. Población: seis millones y medio.
– Menos uno.
– ¿Está segura de que esa que llamó es de Senegal?
– Creo que es la conjetura más aproximada.
El dedo de Wylie recorrió la lista de datos.
– No hay información de que haya disturbios ni nada en el país.
– ¿Qué quieres decir?
Ella se encogió de hombros.
– Que a lo mejor no es una solicitante de asilo… ni una ilegal.
Rebus asintió con la cabeza, pensando en que conocía a alguien que podría saberlo, y llamó a Caro Quinn.
– ¿Se vuelve atrás?
– Ni mucho menos. Incluso le he comprado un regalo -dijo dándose unas palmaditas en el bolsillo de la chaqueta por el que asomaba el periódico, para que lo viera Wylie-. Le llamo por si podría facilitarme algún dato sobre Senegal.
– ¿El país africano?
– Exacto -respondió él mirando a la pantalla-. De población principalmente musulmana y exportador de cacahuete.
Oyó que ella reía.
– ¿Qué quiere saber?
– Si conoce algún refugiado senegalés de Whitemire, tal vez.
– Pues yo no… El comité de refugiados podría ayudarle.
– Es una idea.
– Pero mientras lo decía se le ocurrió otra: para saberlo, nadie mejor que Inmigración.
– Hasta luego -dijo cortando la comunicación.
Wylie le miró sonriente con los brazos cruzados.
– ¿Era su amiga la del descampado de Whitemire? -preguntó.
– Se llama Caro Quinn.
– Y van a verse más tarde.
– ¿Y? -replicó Rebus alzando repetidamente los hombros.
– Bien, ¿qué le contó de Senegal?
– Que no cree que haya senegaleses en Whitemire. Dice que hablemos con el comité de refugiados.
– ¿Y Mo Dirwan? Él lo sabrá, seguramente.
Rebus asintió con la cabeza.
– ¿Por qué no le llamas? -dijo.
– ¿Yo? -replicó Wylie señalándose con el índice-. Es de usted de quien es rendido admirador.
– Por favor, Ellen -espetó Rebus serio.
– Ah, sí… Olvidaba que tiene una cita esta noche y seguramente querrá ir a casa a afeitarse.
– Si me entero de que vas por ahí contándolo…
Ella alzó las dos manos en gesto paz.