– Aparecieron cuando levantaban el hormigón -dijo alguien-.
No parece que sea un suelo muy viejo, pero querrían rebajarlo por algún motivo.
– ¿Qué local es éste? -preguntó Rebus mirando de un lado a otro los montones de cajas y las estanterías con más cajas, unos barriles viejos y carteles de cerveza y licores.
– Sirve de almacén al pub de encima, que tiene el sótano pared de por medio -dijo uno con guantes señalando hacia las estanterías.
Rebus oyó crujir las planchas de madera sobre sus cabezas y el sonido amortiguado de una máquina de discos o de un televisor.
– El obrero comenzó a romper el cemento y apareció esto…
Rebus se volvió, miró al suelo y vio una calavera. Había más huesos y estaba seguro de que completarían un esqueleto en cuanto levantaran todo el cemento.
– Deben de llevar ahí bastante tiempo -dijo el oficial encargado del escenario del crimen-. Menudo trabajito a quien le toque.
Rebus y Siobhan intercambiaron una mirada. En el coche, ella había comentado que por qué les había llegado a ellos la llamada y no a Hawes o a Tibbet. Rebus levantó una ceja como diciéndole que ahora sabía el motivo.
– Un trabajito de asco -insistió el de la científica.
– Por eso estamos aquí -dijo Rebus en voz baja, que recibió una sonrisa irónica de Siobhan por el doble sentido-. ¿Dónde está el obrero del pico?
– Arriba. Dijo que iba a recuperarse con un trago -contestó el de la científica arrugando la nariz, como si hubiera sentido en ese momento el olor a menta en aquel espacio cerrado.
– Lo mejor será hablar con él -dijo Rebus.
El agente de la científica señaló con la cabeza una bolsa de basura de plástico blanco que había en el suelo junto a los trozos de hormigón. Uno de sus colegas la levantó unos centímetros; y Siobhan contuvo la respiración al ver otro esqueleto pequeñito y lanzó un silbido.
– Era lo único que teníamos a mano -dijo el agente como excusándose por la bolsa de basura.
Rebus miró también los huesecillos.
– ¿Serán madre e hijo? -comentó.
– Eso tendrán que resolverlo los profesionales -respondió otra voz.
Rebus se volvió y estrechó la mano al patólogo, el doctor Curt.
– Dios, John, ¿todavía en la brecha? Me dijeron que le habían puesto fuera de juego.
– No hago más que emularle, doctor. Voy a donde usted va.
– Lo que nos alegra sinceramente. Buenas noches, Siobhan -añadió Curt con una ligera inclinación de cabeza.
Rebus pensó que, de haber llevado sombrero, se lo habría quitado ante una dama. Era un hombre de otra época, con un traje oscuro impecable, zapatos de cuero reluciente, camisa, y corbata a rayas, que probablemente le definía como miembro de alguna venerable institución de Edimburgo. Su pelo era gris, lo que añadía distinción a su figura, y lo llevaba perfectamente peinado hacia atrás. Miró los esqueletos.
– El Profe lo va a pasar en grande -musitó-. A él le gustan estos rompecabezas -añadió irguiéndose y examinando el lugar-. Y la historia que evoquen.
– ¿Cree que son antiguos? -preguntó Siobhan, pecando de ingenua.
A Curt le brillaron los ojos.
– Desde luego estaban ahí antes de echar el cemento… pero probablemente no mucho antes. No suele echarse hormigón sobre un cadáver así por las buenas.
– Sí, claro -añadió Siobhan, cuyo sonrojo habría pasado inadvertido si la lámpara de arco voltaico no hubiera iluminado brutalmente la escena, arrojando enormes sombras sobre las paredes y el techo.
– Así, mucho mejor -dijo el agente de la científica.
Siobhan miró a Rebus y vio que se frotaba las mejillas, como si ella necesitara saber que se había ruborizado.
– Mejor será que llame al Profe para que venga -dijo Curt como para sus adentros-. Creo que querrá ver esto in situ -añadió sacando el móvil del bolsillo-. Lástima molestarle ahora que irá camino de la ópera, pero el deber es el deber, ¿no? -apostilló con un guiño dirigido a Rebus.
Éste lo acogió con una sonrisa.
– Por supuesto, doctor.
El «Profe» era el profesor Sandy Gates, colega y jefe de Curt. Ambos profesores de patología en la universidad, su presencia era frecuentemente requerida en escenarios de crímenes.
– ¿Se ha enterado de que han apuñalado a un hombre en Knoxland? -preguntó Rebus mientras el doctor pulsaba los botones del teléfono.
– Eso he oído -contestó Curt-. Seguramente lo examinaremos mañana por la mañana, pero no creo que estos nuevos clientes requieran tanta urgencia -añadió mirando otra vez el esqueleto adulto.
El del niño estaba ahora tapado, no con una bolsa sino con la chaqueta de Siobhan, que ella misma había colocado respetuosamente sobre él.
– No debería haber hecho eso -musitó Curt arrimando el teléfono al oído-, porque ahora tendremos que quedarnos su chaqueta para contrastarla con las fibras del análisis.
Rebus no pudo aguantar ver a Siobhan ruborizarse otra vez y señaló hacia la puerta. Cuando salían oyeron que Curt hablaba con el profesor Gates.
– Sandy, ¿se ha vestido ya de frac y fajín? Porque si no lo ha hecho, o aunque se lo haya puesto, creo que tengo otro espectáculo para usted ce soir.
En lugar de dirigirse hacia el pub, Siobhan se encaminó a la salida del callejón.
– ¿Adónde vas? -preguntó Rebus.
– Tengo una cazadora en el coche -respondió ella.
Cuando volvió, Rebus fumaba un pitillo.
– Es una alegría ver color en tus mejillas -dijo.
– Muy gracioso -replicó ella con un chasquido de la lengua y apoyándose en la pared-. No sé por qué es tan…
– ¿Tan qué? -dijo Rebus observando la punta roja del cigarrillo.
– No sé… -contestó ella mirando a su alrededor como buscando inspiración.
Comenzaban a deambular juerguistas haciendo la ronda de los mesones y había turistas tomándose fotos en Starbuck's con la subida al castillo como telón de fondo. Lo viejo y lo nuevo, volvió a pensar Rebus.
– Para él es como si fuera un juego -dijo al fin Siobhan-. Bueno, no es exactamente lo que quiero decir.
– Curt es uno de los hombres más serios que conozco -repuso Rebus-, pero hace el trabajo a su manera. Todos tenemos nuestra manera, ¿no?
– Todos, ¿no? -replicó ella mirándole-. Me imagino que la tuya implica cantidades de nicotina y alcohol.
– No hay que abandonar una buena combinación.
– ¿Aunque sea una combinación mortal?
– ¿Recuerdas la historia de aquel rey de la Antigüedad que tomaba a diario una dosis de veneno para inmunizarse? -dijo él expulsando humo hacia el cielo cárdeno del atardecer-. Piénsalo, y mientras lo piensas voy a invitar a un trago a ese obrero y es posible que yo me tome otro -añadió empujando la puerta del bar y dejando que se cerrara a sus espaldas.
Siobhan permaneció afuera un instante y luego siguió sus pasos.
– A ese rey, ¿no acabaron matándolo? -preguntó mientras caminaban hacia la barra.
El local se llamaba The Warlock y parecía un negocio orientado hacia los turistas cansados de caminar. Había en una de sus paredes un mural con la historia del mayor Weir, confeso en el siglo XVII de brujería y delator de su hermana como cómplice, lo que les valió a ambos la ejecución en Calton Hill.
– Precioso -fue el comentario de Siobhan.
Rebus señaló hacia una máquina tragaperras en la que jugaba un hombre fornido con mono azul polvoriento. Sobre la máquina había una copa de coñac vacía.
– ¿Quiere tomar otro? -preguntó Rebus al hombre, que volvió hacia él un rostro tan espectral como el del mayor Weir en cuestión, rematado por un cabello salpicado de yeso-. Soy el inspector Rebus y quisiera que contestara a unas preguntas. Ésta es mi colega, la sargento Clarke. Bien, ¿qué hay de ese trago? Coñac, si no me equivoco…