Выбрать главу

– ¿Quiere decir que tuve suerte de que se contentaran con darme un aviso?

– No recordará su aspecto…

– Llevaban gorras de béisbol y capuchas -contestó ella con un encogimiento de hombros igualmente exagerado-. No los vi muy bien.

– ¿No hablaban con deje distinto al de Edimburgo?

Ella dio una palmada en el mantel.

– Por favor, desconéctese ya para el resto de la velada.

Rebus alzó las manos en gesto de rendición.

– No puedo negarme -dijo.

– Claro que no -añadió ella. En ese mismo instante Marco trajo la cuenta.

* * *

Rebus trató de ocultar su enojo. No porque Siobhan ocupara en la barra su sitio habitual, sino porque era como si acaparase el local con aquel corro de hombres que escuchaban lo que decía. Nada más abrir la puerta soltaron una carcajada por algo que acababa de contar.

Caro Quinn entró poco decidida. Habría unas doce personas en la barra, pero suficientes para llenar el reducido espacio. Se abanicó el rostro con la mano haciendo un comentario sobre el calor y el humo del tabaco, lo que a Rebus le recordó que llevaba casi dos horas sin encender un pitillo. Bien podía aguantar media hora más.

Como máximo.

– ¡El regreso del hijo pródigo! -vociferó un cliente habitual palmeándole la espalda-. ¿Qué quieres tomar, John?

– Nada, gracias, Sandy. Me basta con esas palmadas. -Y añadió preguntando a Quinn-: ¿Qué va a ser?

– Un zumo de naranja.

Durante el breve trayecto en taxi había estado a punto de quedarse adormilada con la cabeza apoyada en su hombro, y Rebus había permanecido rígido para no despertarla, pero un bache la despejó.

– Un zumo de naranja y una jarra de IPA -dijo Rebus a Harry, el camarero.

El círculo de admiradores de Siobhan se abrió para hacer sitio a los recién llegados y Rebus, tras hacer las presentaciones, pagó la consumición, no sin advertir que Siobhan bebía ginebra con tónica.

Harry cambió sucesivamente de canal con el control remoto, saltando los de deportes para dejar en pantalla el noticiario escocés. Detrás del presentador apareció una foto de Mo Dirwan en un primer plano hasta los hombros, con una gran sonrisa. El plano cambió con la voz en off del presentador y unas escenas de Dirwan delante de un edificio que debía de ser su casa. Tenía un ojo morado, unos rasguños y un esparadrapo en la barbilla. Alzó una mano enseñando una venda.

– Lo normal en Knoxland -comentó uno de los clientes.

– ¿Quiere decir que es zona excluida? -preguntó Quinn como quien no quiere la cosa.

– Me refiero a que no hay que ir por allí si tu cara «canta».

Rebus advirtió que Quinn comenzaba a irritarse y la tocó en el codo.

– ¿Qué tal está el zumo?

– Muy bien -contestó ella mirándole y, al comprender qué insinuaba, asintió con la cabeza para darle a entender que no iba a armarla… Por esta vez.

Veinte minutos después Rebus sucumbía al tabaco. Miró hacia donde charlaban Siobhan y Quinn, y, al oír que Caro preguntaba: «¿Qué tal resulta trabajar con él?», se disculpó por abandonar una discusión tripartita sobre el parlamento y cruzó por entremedias de dos clientes para acercarse a ellas.

– ¿Se ha olvidado alguien de poner un calienta orejas en la nevera?

– ¿Qué? -preguntó Quinn desconcertada.

– Quiere decir que tiene las orejas calientes de silbarle los oídos -dijo Siobhan.

Quinn se echó a reír.

– Sólo quería enterarme de algo más sobre usted, John. -Se volvió hacia Siobhan-. Él nunca cuenta nada.

– No se preocupe, yo conozco todos sus secretos vergonzantes.

Como sucedía en las noches de aglomeración en el Oxford, el tono de las conversaciones subía y bajaba, la gente se incorporaba a grupos que discutían y se separaba poco después, se oían chistes malos y de mal gusto. Caro Quinn dijo estar harta «porque ya nadie se toma nada en serio» y otro interlocutor añadió que era la época de la cultura de la incomunicación, pero Rebus le susurró a ella al oído lo que él realmente pensaba:

– Nunca se habla más en serio que cuando se dicen las cosas en tono de broma.

En el salón de atrás las mesas fueron llenándose de bulliciosos clientes, y cuando Rebus guardaba turno en la barra para pedir otra ronda advirtió que no estaban ni Siobhan ni Caro. Frunció el ceño intrigado y un cliente habitual señaló con la barbilla hacia el lavabo de señoras. Rebus asintió con la cabeza y pagó las bebidas. Se tomaría un chupito de whisky antes de irse, un traguito de Laphroaig, y se fumaría un tercer… no, cuarto cigarrillo, y fin. En cuanto Caro volviera le propondría tomar un taxi a medias. Oyó voces en lo alto de la escalera de entrada a los servicios; no era una discusión fuerte pero iba camino de serlo. La gente dejó de hablar para oír mejor de qué se trataba.

– ¡Yo lo que digo es que esa gente necesita trabajar como todo el mundo!

– ¿Y no cree que es lo mismo que alegaban los guardianes de los campos de concentración?

– ¡Por Dios bendito, no hay comparación!

– ¿Ah, no? Los dos sistemas son moralmente despreciables.

Rebus dejó las bebidas en la barra y se abrió paso entre la gente. Había reconocido las voces: Caro y Siobhan.

– Lo que intento decir es que hay una motivación económica -vociferó Siobhan-. Porque, le guste o no, Whitemire es la única oportunidad para los de Banehall.

Caro Quinn puso teatralmente los ojos en blanco.

– No puedo creer lo que oigo.

– Pues tendrá que oírlo y bastante… porque nadie que tenga los pies en la tierra puede evadirse al empíreo de la ética. Hay madres solteras que trabajan en Whitemire. ¿Qué sería de ellas si se hiciera lo que usted propugna?

Rebus llegó a lo alto de la escalera. Estaban las dos frente a frente mirándose a los ojos y Caro, algo más baja que Siobhan, de puntillas como creciéndose en su posición.

– Eh, eh -dijo Rebus tratando de apaciguarlas-, creo que se os han subido los vapores.

– ¡No necesito comentarios! -exclamó Caro furiosa, y añadió para Siobhan-: ¿Y qué me dice de Guantánamo? Me imagino que no verá nada malo en que se encierre a personas violando los derechos humanos más elementales…

– ¿No ve cómo se va por las ramas, Caro? Yo me refería exclusivamente a Whitemire.

Rebus miró a Siobhan y vio que a sus ojos asomaba la rabia de toda una semana de trabajo y la necesidad de desahogarse, y suponía que igual debía de sucederle a Caro. Aquella discusión podría haberse suscitado en cualquier circunstancia a propósito de cualquier cosa.

«Debería haberlo previsto», pensó antes de intervenir de nuevo.

– Señoras…

Esta vez le miraron las dos enfurecidas.

– Caro -añadió-, su taxi aguarda.

En Caro la mirada de cólera se transformó en el fruncido del ceño tratando de recordar cuándo lo había pedido. Rebus miró a Siobhan a los ojos y ella, comprendiendo que era una excusa, relajó los hombros.

– Podemos seguir hablando del tema en otra ocasión -añadió él para engatusar a Caro-, pero creo que por hoy debemos dejarlo.

Logró conducir a Caro escaleras abajo y, mientras se abría paso con ella entre los clientes, hizo un gesto a Harry para que pidiera un taxi por teléfono. El camarero asintió con la cabeza.

– Hasta luego, Caro -dijo uno de los clientes habituales.

– Cuidado con él -comentó otro pinchando el pecho de Rebus con el dedo índice.

– Gracias, Gordon -replicó él apartándole el dedo de un manotazo.

En la calle, ella se sentó en el bordillo con los pies en la calzada y la cabeza entre las manos.

– ¿Se encuentra bien? -preguntó Rebus.

– Creo que me he pasado un poco -dijo ella apartando las manos de la cara y aspirando el aire nocturno-. No es que estuviera borracha, es que no puedo creer que haya alguien que salga en defensa de ese centro -añadió volviéndose a mirar la puerta del pub como dispuesta a proseguir la discusión-. Quiero decir… ¿No opinará usted lo mismo? -preguntó mirándole a la cara.