– ¿Fotomontajes? -preguntó Rebus haciendo una bola en el puño con la octavilla húmeda.
Los acompañantes del repartidor, que estaban detrás cerca de él, eran mucho más jóvenes y desaliñados, y vestían prendas de moda para gamberros: zapatillas de deporte, pantalones de gimnasia, gorras de béisbol bien encasquetadas con la visera bajada y cazadoras con la cremallera subida hasta la nariz. Difíciles de identificar en fotografías.
– Reivindicamos los genuinos derechos británicos -exclamó el mayor casi ladrando la palabra británicos-. ¿Hay algo malo en ello?
Rebus tiró la bola de papel al suelo y le dio un puntapié.
– Me da la impresión de que es una definición un poco restringida.
– No puede saberlo si no se acerca a nuestros medios -replicó el hombre estirando la mandíbula.
«Dios, y pretendía ser amable», pensó Rebus. Era como un gorila que ve por primera vez un ramo de flores. En el interior sonaban aplausos y abucheos.
– Qué animación -comentó Rebus empujando la puerta.
Había una zona de recepción con otra serie de puertas de doble hoja que daban entrada a la sala. No había escenario propiamente dicho, pero sí un sistema de altavoces, lo que implicaba que quien tuviera el micrófono jugaba con ventaja; pero muchos del público se resistían. Había hombres de pie gritando a sus adversarios y manos que se agitaban airadas. Y mujeres de pie gritando con no menos entusiasmo. Las hileras de sillas estaban casi todas llenas, y frente a las sillas Rebus vio una mesa de caballete con cinco figuras cariacontecidas. Se imaginó que sería una representación de vecinos importantes. Mo Dirwan no estaba entre ellos, pero Rebus lo localizó de pie en la primera fila haciendo unos aspavientos semejantes al vuelo de las aves instando al público a sentarse. Tenía la mano vendada y un esparadrapo en la barbilla.
Uno de los notables no aguantaba más; metió de mala manera unos papeles en una mochila, se la colgó al hombro y se encaminó hacia la salida, ante lo cual arreciaron los abucheos, sin que Rebus supiera si era porque el hombre se rajaba o porque le obligaban a irse.
– Es un gilipollas, señor McCluskey -gritó uno.
No se disiparon las dudas de Rebus. Unos cuantos más siguieron el ejemplo del interpelado, mientras, en la mesa, una mujer regordeta asía el micrófono; pero sus buenos modales innatos y su razonable tono de voz no iban a servir para restablecer el orden. Rebus vio que el público era una mezcla heterogénea: caras blancas a un lado y caras de color al otro. La edad también era variada. Había una mujer con su niño en un carrito, otra blandía enfurecida un bastón, obligando a agacharse a los que estaban a su lado. Al fondo de la sala vio a media docena de policías uniformados, uno de los cuales hablaba por el walkie-talkie, pidiendo refuerzos seguramente, y unos jóvenes con evidente intención de centrar su protesta en los policías. Ambos grupos, situados a dos o tres metros, iban reduciendo distancias.
Rebus vio que Mo Dirwan, agotados sus recursos, hacía un gesto de consternación como si acabara de comprender que no era Superman sino un ser humano y que la situación se le escapaba de las manos porque su poder estaba en función de la buena voluntad de los demás para escuchar sus razonamientos, y allí nadie escuchaba nada. Rebus pensó que ni Martin Luther King en persona habría sido capaz de hacerse oír con un megáfono. Un joven que miraba perplejo a todos lados clavó en él la mirada. Era asiático, pero vestía igual que sus coetáneos blancos, llevaba un aro en el lóbulo y tenía el labio inferior hinchado y con costras; Rebus advirtió que estaba de pie incómodo, como si no pudiera apoyar bien la pierna izquierda. Le dolía. ¿Sería eso la causa de su perplejidad? ¿Era él la última víctima, la razón de la convocatoria de la reunión? El joven parecía más bien atemorizado… Atemorizado de que por él se hubiera organizado semejante pandemónium.
Rebus habría intentado tranquilizarle de haber podido, pero en aquel preciso momento se abrieron las puertas y en la sala irrumpieron más policías de uniforme. Vio un rostro veterano con más plata en las solapas y una gorra distinta. Y también pelo plateado bajo la gorra.
– ¡Un poco de orden! -gritó.
Caminó con decisión hacia la mesa y el micrófono, y se lo arrebató sin miramientos a la mujer, que ya balbucía consternada.
– ¡Un poco de orden, por favor! -tronó la voz a través de los altavoces-. A ver si se calman. Creo que hoy es mejor suspender la reunión, de momento -añadió mirando a uno de los que estaban sentados a la mesa.
El hombre en quien fijaba la vista asintió imperceptiblemente con la cabeza. Tal vez fuese el concejal; en cualquier caso, alguien a quien el policía consideraba representativo, pensó Rebus.
Ahora era él quien mandaba.
Una mano palmoteo el hombro de Rebus. Dio un respingo, pero era Mo Dirwan sonriente, que debía de haberle visto y se había acercado sin que él se diera cuenta.
– Mi buen amigo, ¿qué es lo que le trae por aquí?
Rebus veía ahora de cerca que las contusiones de Dirwan eran como las que se producen en una pelea entre borrachos cualquier fin de semana: arañazos y rasguños; y de pronto le entraron dudas sobre el esparadrapo de la barbilla y la venda de la mano.
– Quería ver qué tal se encontraba.
– ¡Ja! -exclamó Dirwan palmeándole el hombro de nuevo; el hecho de que lo hiciera con la mano vendada reforzó las sospechas de Rebus-. ¿No se sentiría un poquito culpable?
– También quería saber qué ocurrió.
– Demonios, es fácil de explicar. Se me echaron encima. ¿No ha leído el periódico? Creo que lo publicaban todos.
Rebus no dudaba que los periódicos en cuestión alfombrarían el cuarto de estar del abogado.
Pero ahora Mo Dirwan fijaba su atención en el desalojo del local, y se abrió paso entre la gente hasta el oficial de policía, le estrechó la mano y ambos se dijeron algo. A continuación habló con el concejal, que, a juzgar por su consternación, con otro sábado como aquél, presentaría su dimisión, pensó Rebus. Dirwan le interpelaba agriamente, sin embargo cuando trató de agarrarle del brazo, el hombre se zafó con una furia que seguramente había estado reprimiendo a lo largo de la reunión. Dirwan alzó un dedo, le dio una palmadita en el hombro y volvió hacia Rebus.
– Maldita sea, ¡qué jaleo!
– Los he visto peores.
Dirwan le miró.
– ¿Por qué me da la impresión de que siempre dice eso?
– Porque es cierto -replicó Rebus-. Bueno, ¿lo hablamos ahora?
– ¿El qué?
Rebus, sin decir nada, plantó la mano en el hombro de Dirwan y le encaminó hacia la calle. Uno de los jóvenes del BNP intercambiaba golpes con otro asiático y Dirwan fue a intervenir, pero Rebus le retuvo en el momento en que hicieron acto de presencia unos agentes de uniforme. El del BNP cruzó la calle hasta un talud de césped y estiró el brazo a modo del saludo nazi. A Rebus le pareció ridículo, lo que no significaba que no fuera peligroso.
– ¿Vamos a mi casa? -propuso Dirwan.
– A mi coche -dijo Rebus. Subieron al coche y, como aún continuaba la gresca delante del edificio, Rebus encendió el motor con idea de entrar en una bocacalle para hablar con más tranquilidad. Al pasar por delante del joven del BNP pisó un poco el acelerador, acercó el coche al bordillo y lo salpicó de agua, para gran deleite de Dirwan.
Rebus dio marcha atrás y aparcó junto a la acera, apagó el contacto y se volvió hacia el abogado.
– Bien, ¿qué fue lo que ocurrió? -preguntó.
Dirwan se encogió de hombros.
– No hay mucho que contar… Estaba haciendo tal como me dijo, preguntando a los vecinos de Knoxland que accedían a hablarme…
– ¿Había quien se negaba?