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Siobhan se había acercado a ellos.

– ¿El club?

– El de Falkirk. Si es que sólo tenía uno.

– Tenía el nombre de Albatros. Por la canción de Fleetwood Mac.

– ¿No conocía entonces el poema? -añadió Siobhan.

– No, me enteré después -contestó Mangold sonriendo forzadamente.

Rebus le dio las gracias sin ofrecerle la mano. Una vez en la calle, miró a un lado y a otro como sin saber dónde tomarse la próxima copa.

– ¿Qué poema? -preguntó.

– Rime of the Ancient Mariner. Un marinero que dispara a los albatros y hace que recaiga una maldición sobre el barco.

Rebus asintió despacio con la cabeza.

– ¿Como un albatros encima de ti?

– Algo así… -respondió ella sin mucho entusiasmo-. ¿Qué te ha parecido el hombre?

– Un poco estrambótico.

– ¿Crees que busca parecerse al protagonista de Matrix con ese abrigo?

– Dios sabe. Tenemos que seguir acosándole. Quiero saber quién hizo ese suelo y cuándo.

– Podría ser un truco publicitario para el local, ¿no?

– Planeado con mucha anticipación.

– Quizás el hormigón no lleva echado tanto tiempo como dicen.

Rebus la miró.

– ¿Has estado leyendo últimamente novelas de conspiraciones? ¿Los monárquicos cargándose a la princesa Diana, o la mafia a Kennedy?

– Vaya, pareces el gruñón señor Grumpy de la tele.

El rostro de Rebus comenzaba a relajarse cuando oyó protestas en el extremo del callejón. Habían apostado allí a un policía de uniforme para impedir el acceso al sótano, pero como a ellos les conocía les dio paso. Cuando Rebus se disponía a cruzar la puerta, alguien bien trajeado estuvo a punto de chocar con él.

– Buenas noches, profesor Gates -dijo Rebus esquivándolo.

El patólogo se paró en seco y le clavó una mirada capaz de fulminar a un estudiante a cinco metros, pero Rebus era hueso duro de roer.

– Ah, John -dijo Gates reconociéndole-. ¿Participa también en esta puñetera broma?

– Participaré en cuanto usted me diga de qué se trata.

– ¡Este cabrito me ha hecho perder el primer acto de La bohème! -dijo Gates refiriéndose a su colega el doctor Curt, que trataba de escurrirse discretamente hacia la salida-. ¡Y todo por una maldita travesura de estudiantes!

Rebus miró sorprendido a Curt.

– ¿Son falsos? -aventuró Siobhan.

– Claro que lo son -respondió Gates más calmado-. Mi estimado amigo aquí presente les dará los pormenores… aunque eso tampoco creo que pueda hacerlo. Bien, si me disculpan… -añadió dirigiéndose hacia la salida del callejón, donde el policía de uniforme le abrió paso ceremoniosamente.

Curt hizo señas a Rebus y a Siobhan para que le siguieran adentro. Había aún dos agentes de la científica abochornados tratando de disimularlo.

– Podríamos pretextar -comenzó a decir Curt- la falta de luz o el hecho de que se trata de dos simples esqueletos, más que de carne y sangre, materia sin duda mucho más interesante…

– ¿Por qué dice «podríamos»? -preguntó Rebus irónico-. Bueno, ¿es que son de plástico? -añadió agachándose junto a los esqueletos.

El profesor Gates había apartado a un lado la chaqueta de Siobhan, y Rebus se la tendió a ella.

– El del niño, sí; de plástico o de un material compuesto. Lo noté nada más tocarlo.

– Naturalmente -dijo Rebus, advirtiendo que Siobhan trataba de no dejar traslucir el menor indicio de regocijo por el fallo de Curt.

– Pero el de adulto es un esqueleto auténtico -prosiguió el patólogo-, seguramente muy antiguo, de los que utilizábamos en las clases de anatomía -precisó agachándose junto a Rebus, al tiempo que Siobhan se agachaba también.

– ¿Ah, sí?

– Lo delatan esas pequeñas perforaciones en los huesos. ¿Las ven?

– Cuesta un poco; aun con esta luz.

– Cierto.

– ¿Para qué son?

– Para la inserción y unión de elementos articulatorios como tornillos o alambres -explicó cogiendo un fémur y señalando dos pequeños agujeros-. Tal como se ve en los museos.

– ¿O en las facultades de medicina? -aventuró Siobhan.

– Exactamente, sargento Clarke. En la actualidad es una técnica en desuso, obra antaño de unos especialistas llamados articuladores -dijo Curt poniéndose de pie y restregándose las manos como queriendo borrar todo rastro de su previo error-. Antes los usábamos mucho en las clases, pero ahora no tanto. Y, desde luego, no se emplean esqueletos auténticos, porque los ficticios son de gran realismo.

– Como bien acaba de demostrarse -dijo Rebus sin poder evitarlo-. Bien, entonces ¿en qué quedamos? ¿Es una especie de broma de mal gusto como dice el profesor Gates?

– Si se trata de eso, alguien ha dedicado una ingente tarea de varias horas a eliminar tornillos y alambres.

– ¿Ha habido alguna denuncia por robo de esqueletos en la universidad? -preguntó Siobhan.

Curt vaciló un instante.

– No, que yo sepa.

– Pero es un artículo para especialistas, ¿cierto? No se pueden comprar en cualquier supermercado.

– Eso diría yo… Hace tiempo que no voy a ningún supermercado.

– Es algo muy enrevesado, de todos modos -masculló Rebus irguiéndose también, mientras que Siobhan seguía en cuclillas contemplando el esqueleto infantil.

– Qué cosa tan siniestra -comentó.

– Quizás es lo que tú dices, Shiv. Hace cinco minutos dijo que a lo mejor era un truco publicitario -añadió Rebus volviéndose hacia Curt.

– Pero como acaba usted de explicar -dijo Siobhan negando con la cabeza-, es tomarse demasiada molestia. Tiene que haber algo más -añadió apretando la chaqueta contra su pecho como quien acuna a un niño-. ¿No podrían examinar el esqueleto adulto? -preguntó mirando a Curt, quien se encogió de hombros.

– ¿Para buscar qué, exactamente?

– Cualquier cosa que nos dé una pista sobre de quién es y de dónde procede… y cuántos años tiene.

– ¿Para qué? -inquirió Curt entornando los ojos para manifestar su intriga.

Siobhan se puso en pie.

– Quizá no sea el profesor Gates el único aficionado a los rompecabezas con algo de historia.

– Más le valdrá ceder, doctor -dijo Rebus sonriente-. Es la única manera de quitársela de encima.

– Eso me recuerda a alguien -dijo Curt mirándole.

Rebus abrió los brazos y hundió los hombros.

SEGUNDO DÍA: MARTES

Capítulo 3

A falta de otra cosa que hacer, Rebus fue por la mañana al depósito donde ya estaba en marcha la autopsia del cadáver no identificado. En la galería de observación había tres bancos separados por una mampara de cristal de la sala de autopsias. Era un lugar que a ciertas personas les revolvía el estómago, quizá por el diseño clínico de sus mesas de acero inoxidable con tubos de drenaje, los tarros y frascos con muestras, o el modo en que el procedimiento se asemejaba al del oficio de carnicero, sustituido en este caso por patólogos con delantal y botas de goma. Un local, memento de la mortalidad y al mismo tiempo de la naturaleza animal del cuerpo, un ser humano reducido a una masa de carne sobre una plancha de acero.

Había otros dos espectadores -un hombre y una mujer- que saludaron a Rebus con una inclinación de cabeza. La mujer se rebulló ligeramente al sentarse éste a su lado.

– Buenos días -dijo Rebus, saludando.

Curt y Gates trabajaban hombro con hombro al otro lado del cristal en cumplimiento del requisito legal de que dos patólogos realizasen la autopsia, reglamento que entorpecía aún más un servicio ya de por sí saturado.

– ¿Qué te trae por aquí? -preguntó el hombre.

Era Hugh Davidson, a quien todos llamaban Shug, inspector de la comisaría de West End en Torphichen Place.

– Tú, por lo visto, Shug. Por alguna razón derivada de la escasez de agentes de altos vuelos.