Rebus volvió a encogerse de hombros.
– Sólo tenemos su palabra y no ha sido capaz de mostrarnos ningún papel.
– Bueno, podría volver a mirar.
– Podría. Pero tenga cuidado porque los cerebros de los laboratorios de la policía son unos ases analizando cuándo han sido exactamente escritos o mecanografiados los documentos, ¿lo sabía?
Mangold asintió con la cabeza.
– No sé si encontraré algo.
– Pero volverá a mirarlo, y se lo agradecemos -dijo Rebus cogiendo de nuevo el escoplo-. Así que no conoce a Stuart Bullen… ¿Nunca le ha visto?
Mangold negó con la cabeza enérgicamente. Rebus dejó que se hiciera un silencio y luego se volvió hacia Siobhan indicando que era su turno de asalto.
– Señor Mangold -empezó ella-, ¿qué puede decirme de Ishbel Jardine?
– ¿Qué sucede con ella? -replicó Mangold perplejo.
– Esa respuesta es una de mis preguntas. ¿La conoce?
– ¿Si la conozco? No… Bueno…, venía a mi club.
– ¿Al Albatros?
– Sí.
– ¿Y la conocía?
– No mucho.
– ¿Quiere hacerme creer que recuerda los nombres de todos los clientes que iban al Albatros?
Rebus lanzó un bufido para mayor intranquilidad de Mangold.
– Conozco el nombre -balbució Mangold- por lo de su hermana, que se suicidó. Escuchen…-añadió consultando su reloj de oro-, tengo que estar arriba para abrir dentro de un minuto.
– Sólo unas preguntas más -dijo Rebus resuelto sin soltar el escoplo.
– No sé qué pretenden. Primero los esqueletos, ahora Ishbel Jardine… ¿Qué tiene todo eso que ver conmigo?
– Ishbel ha desaparecido, señor Mangold -respondió Siobhan-. Iba a su club y ahora ha desaparecido.
– Al Albatros venían cientos de personas cada semana -protestó Mangold.
– Pero no todas han desaparecido, ¿verdad?
– Sabemos lo de los esqueletos del sótano -añadió Rebus, dejando caer el escoplo provocando un ruido ensordecedor-, pero ¿y los que guarda en su armario? ¿Tiene algo que decirnos, señor Mangold?
– Mire, no tengo nada que decirles.
– Stuart Bullen está detenido y es posible que quiera llegar a un acuerdo contándonos más cosas de las necesarias. ¿Qué cree que nos dirá respecto a los esqueletos?
Mangold se dirigió a la puerta pasando entre los dos, como si necesitara respirar aire, y desde el callejón Fleshmarket se volvió hacia ellos.
– Tengo que abrir -dijo con la respiración entrecortada.
– Le escuchamos -replicó Rebus.
Mangold le miró.
– De verdad que tengo que abrir el bar.
Rebus y Siobhan salieron a la calle, vieron cómo echaba el candado, salía a la calle y desaparecía por la esquina.
– ¿Qué crees? -preguntó Siobhan.
– Creo que aún formamos un buen equipo.
Ella asintió con la cabeza.
– Ése sabe más de lo que dice.
– Como todo el mundo -comentó Rebus, sacudiendo la cajetilla y decidiendo guardar el último pitillo para más tarde-. Bueno, ¿qué hacemos a continuación?
– ¿Puedes dejarme en casa? Tengo que coger mi coche.
– Desde tu casa puedes ir a pie a Gayfield Square.
– Pero no voy a Gayfield Square.
– ¿Adonde, entonces?
Ella se dio unos golpecitos con el dedo en un lado de la nariz.
– Secretos, John… Como todo el mundo.
Capítulo 27
Rebus volvió a Torphichen, donde Felix Storey discutía acaloradamente con el inspector Shug Davidson porque necesitaba un despacho, una mesa y silla.
– Y línea telefónica -añadió Storey-. Portátil tengo.
– No nos sobran mesas, y despachos, menos aún -replicó Davidson.
– En Gayfield Square tiene libre mi mesa -terció Rebus.
– Tengo que estar aquí -insistió Storey señalando el suelo.
– ¡Por lo que a mí respecta puede quedarse «ahí»! -espetó Davidson alejándose.
– Eso ha sido ingenioso -musitó Rebus.
– Qué falta de colaboración -comentó Storey resignado.
– A lo mejor tiene envidia -dijo Rebus-, por los buenos resultados que usted cosecha.
Storey hizo ademán de mostrarse ufano.
– Sí, todos esos resultados tan fáciles -añadió Rebus.
Storey le miró a la cara.
– ¿Qué quiere decir?
Rebus se encogió de hombros.
– Nada, simplemente que le debe a su misterioso confidente un par de cajas de whisky por lo bien que ha resuelto este caso.
– Eso no es asunto suyo -replicó Storey sin dejar de mirarle.
– ¿No es eso lo que suele decir el malo cuando hay algo que no quiere que se sepa?
– ¿Y qué es exactamente lo que cree que no quiero que sepa? -dijo Storey con voz más grave.
– Tal vez no lo sepa hasta que me lo diga.
– ¿Y por qué iba a decirle nada?
Rebus sonrió abiertamente.
– Tal vez porque soy el bueno -aventuró.
– Todavía no estoy muy convencido, inspector.
– ¿A pesar de que me metí en esa conejera y empujé a Bullen hacia la calle?
Storey le dirigió una fría sonrisa.
– ¿Es que tengo que darle las gracias?
– Con ello le ahorré que se manchara su elegante y costoso traje…
– No tan costoso.
– Y no he dicho ni una sola palabra sobre usted y Phyllida Hawes…
Storey le miró furioso.
– La agente Hawes era miembro de mi equipo.
– ¿Y por eso estaban los dos dentro de una furgoneta un domingo por la mañana?
– Si va a empezar a hacer acusaciones…
Rebus sonrió y le dio unas palmaditas en el brazo con el reverso de la mano.
– Era por pincharle, Felix.
Storey tardó un instante en calmarse y Rebus aprovechó para ponerle al corriente de la visita a Ray Mangold. El de Inmigración quedó pensativo.
– ¿Cree que están relacionados?
Rebus se encogió de hombros.
– No sé si eso tendrá importancia, pero hay otro aspecto que considerar.
– ¿Qué?
– Esos pisos de Stevenson House, que son del Ayuntamiento…
– ¿Y qué?
– Habría que ver los nombres del registro de alquileres.
– Continúe -dijo Storey escrutándole.
– Cuantos más nombres consigamos, más posibilidades de imputar rápido a Bullen.
– Lo que implica hacer una gestión en el Ayuntamiento.
Rebus asintió con la cabeza.
– ¿Y sabe qué? Yo conozco a alguien que puede sernos útil.
Estaban los dos sentados en el despacho de la señora Mackenzie, quien les explicaba los chanchullos del imperio delictivo de Bob Baird, que incluía al menos tres de las viviendas donde habían efectuado la redada matinal.
– Y quizá más -dijo la señora Mackenzie-. Hemos descubierto hasta ahora doce alias, porque ha utilizado nombres de parientes, nombres elegidos al azar en la guía telefónica y otros de personas fallecidas recientemente.
– ¿Van a denunciarlo a la policía? -preguntó Storey.
Le asombró el expediente de la señora Mackenzie, recopilación de un verdadero árbol genealógico en unas hojas unidas con cinta adhesiva que casi cubría la mesa. Al lado de cada nombre figuraban datos individuales.
– Ya está en marcha -contestó ella-. Quiero asegurarme de que, por lo que a nosotros respecta, se ha hecho todo lo posible.
Rebus asintió con gesto de admiración, y ella se ruborizó.
– En consecuencia -dijo Storey-, ¿casi todas las viviendas de la tercera planta de Stevenson House estaban subarrendadas por Baird?
– Creo que sí -respondió Rebus.
– ¿Y es de suponer que él estaba al corriente de que los inquilinos los aportaba Stuart Bullen?
– Es de lógica. Yo diría que la mitad del barrio sabía lo que sucedía, por eso los pandilleros no osaban ni tocar los muros.
– ¿Ese Stuart Bullen es alguien a quien teme la gente? -preguntó la señora Mackenzie.