Выбрать главу

– ¿El del tatuaje de la tela de araña?

Young asintió con la cabeza.

– Cumplió tres años de una condena de cinco por abusos deshonestos, salió un mes antes que Cruikshank y regresó a su pueblo.

– ¿No a Banehall?

Young negó con la cabeza.

– A Bo'ness, quince kilómetros al norte.

– ¿Le han detenido allí?

Young volvía a asentir y no pudo evitar pensar en los perros de juguete que llevan algunos coches en la bandeja trasera.

– ¿Y ha confesado que mató a Cruikshank?

Young dejó de asentir bruscamente.

– Sí, claro, sería demasiado -añadió ella.

– Pero el caso es que no se presentó al saber la noticia de la muerte -replicó Young.

– O sea, que tiene algo que ocultar. ¿No será que cree que se lo queremos cargar por las buenas?

Young frunció el ceño.

– Eso precisamente alegó él.

– ¿Le has interrogado tú?

– Sí.

– ¿Le preguntaste sobre la filmación?

– ¿Por qué lo dices?

– ¿Para qué la hizo?

Young cruzó los brazos.

– El pobre cree que se convertirá en un capitoste del negocio pornográfico vendiendo a través de Internet.

– Desde luego, en la cárcel dio rienda suelta a sus fantasías.

– Fue donde aprendió informática y programación.

– Me alegra saber que ofrecemos estudios prácticos a los delincuentes sexuales.

– ¿Tú no crees que él lo mató? -preguntó Young hundiendo los hombros.

– Dime un móvil y te contestaré.

– Esos tipos… siempre andan peleándose.

– Yo me peleo con mi madre cada vez que hablo con ella por teléfono y no creo que vaya a pegarle un martillazo.

Young advirtió que su expresión cambiaba.

– ¿Qué ocurre? -preguntó.

– Nada -mintió ella-. ¿Dónde está detenido?

– En Livingston. Vuelvo a interrogarle dentro de una hora aproximadamente. ¿Quieres venir?

Siobhan negó con la cabeza.

– Tengo cosas que hacer.

– Podríamos vernos más tarde -propuso Young mirándose los zapatos.

– Tal vez -dijo ella.

Young se disponía ya a marcharse, pero recordó algo.

– A los Jardine también vamos a interrogarles.

– ¿Cuándo?

– Esta tarde. Es inevitable, Siobhan -añadió, encogiéndose de hombros.

– Lo sé. Es tu trabajo. Pero trátalos bien.

– No te preocupes, mis tiempos de represor son cosa del pasado -dijo él, complacido al ver que ella sonreía-. Y también vamos a interrogar a esas amigas de Tracy Jardine cuyos nombres nos diste.

Susie, Angie, Janet Eylot y Janine Harrison.

– ¿Crees que ocultan algo? -preguntó ella.

– Bueno, la gente de Banehall no coopera mucho que digamos.

– Nos han prestado la biblioteca.

– Es cierto -dijo Young sonriendo a su vez.

– Es curioso -añadió Siobhan-. Donny Cruikshank ha muerto en un pueblo lleno de enemigos y la única persona que hemos detenido era seguramente su único amigo.

Young se encogió de hombros.

– Tú misma lo has visto, Siobhan, hay amigos que cuando rompen llegan a ser terribles.

– Es cierto -repuso ella asintiendo con la cabeza.

Les Young jugueteó con su reloj.

– Tengo que irme -dijo.

– Yo también, Les. Buena suerte con Spiderman. Espero que cante.

– Pero no lo asegurarías -añadió él frente a ella.

Ella volvió a sonreír y negó con la cabeza.

– Todo es posible -dijo.

Él, más animado, le hizo un guiño y se dirigió a la puerta. Siobhan aguardó hasta que oyó el ruido del motor del coche y fue a recepción, donde Roy Brinkley miraba la pantalla del ordenador buscando el título de un libro que solicitaba una mujer pequeña y de aspecto frágil, que se apoyaba con ambas manos en un bastón y movía la cabeza imperceptiblemente. Se volvió hacia Siobhan y le dirigió una gran sonrisa.

– Señora Shields, es Odio a los polis el que quiere, ¿verdad? -preguntó Brinkley-. Se lo pido por el servicio Interbibliotecas.

La señora Shields asintió satisfecha y empezó a alejarse arrastrando los pies.

– La llamaré cuando lo tenga -dijo Brinkley-. Es una de las lectoras habituales -añadió.

– ¿Y odia a la policía?

– Es una novela de Ed McBain. A la señora Shields le gustan los argumentos duros -contestó él tecleando el pedido y rematando la maniobra con gesto florido-. ¿Deseaba algo? -añadió levantándose.

– Es que he visto que tienen prensa -dijo Siobhan, señalando con la cabeza hacia una mesa redonda donde cuatro jubilados se intercambiaban tabloides.

– Recibimos casi todos los periódicos y algunas revistas.

– ¿Y qué hacen con ellos una vez que los han leído?

– Nos deshacemos de ellos. En las bibliotecas más grandes los conservan.

– ¿Aquí no?

Él negó con la cabeza.

– ¿Buscaba algo?

– Un Evening News de la semana pasada.

– Pues tiene suerte -dijo el bibliotecario saliendo del mostrador-. Venga conmigo.

La condujo hasta una puerta cerrada con un letrero que advertía «Sólo personal», en la que pulsó unos números de un teclado para abrirla. Era un cuarto con fregadero, hervidor y microondas. Había una puerta que daba paso a un váter, pero Brinkley abrió la de al lado.

– Nuestro almacén -dijo.

Era el cementerio de los libros viejos; había estanterías llenas, algunos sin portada y con páginas sueltas.

– De vez en cuando intentamos venderlos, y si no podemos los entregamos a tiendas dedicadas a causas benéficas. Pero incluso éstas rechazan algunos ejemplares -explicó Brinkley, abriendo uno al que le faltaban las últimas páginas-. Éstos los reciclamos con las revistas y periódicos viejos -añadió dando un golpecito con el pie a una gran bolsa junto a otras llenas de periódicos-. Ha tenido suerte porque mañana vienen a recogerlos.

– ¿Suerte, dice? -replicó Siobhan escéptica-. Supongo que no tendrá ni idea de en qué bolsa están los de la semana pasada.

– La detective es usted -dijo él en el momento en que sonaba un zumbador indicando que había alguien en el mostrador-. La dejo aquí con su trabajo -agregó con una sonrisa.

– Gracias -dijo Siobhan.

Miró las bolsas con las manos en las caderas lanzando un suspiro. Mientras se hacía una composición de lugar, notó que olía a cerrado. Había diversas alternativas, pero todas ellas suponían ir en el coche a Edimburgo y regresar a Banehall.

Se agachó sin pensarlo más, sacó un periódico de la primera bolsa y miró la fecha. Lo dejó a un lado y probó con otro de más abajo e hizo lo mismo. Repitió el proceso con la segunda bolsa. En la tercera había periódicos de hacía dos semanas, hundió las manos y sacó todo el montón para verificar las fechas. Ella tenía costumbre de volver a casa con un Evening News, que a veces hojeaba por la mañana durante el desayuno. Era un buen método para enterarse de lo que hacían concejales y políticos. Ahora casi todos aquellos titulares le resultaban viejos y apenas los recordaba, pero finalmente encontró lo que quería; arrancó la página, la dobló y se la guardó en el bolsillo. Metió lo mejor que pudo los periódicos en la bolsa, fue al fregadero y bebió un vaso de agua. Al salir miró a Brinkley, alzó los dos pulgares y se dirigió al coche. En realidad el Salón no quedaba tan lejos, pero tenía prisa. Aparcó en doble fila a sabiendas de que sería un instante. Empujó la puerta de la peluquería, y vio que estaba cerrada. En el escaparate, un letrero con el horario rezaba: «Cerrado miércoles y domingos»; sin embargo, era martes. En ese momento advirtió otro aviso escrito a mano apresuradamente en una bolsa de compra, caído del vidrio al que estaba pegado: «Cerrado por imprevisto».