Lanzó una maldición. ¿No se lo había dicho Les Young? Estaban interrogándolas oficialmente. Lo que quería decir en Livingston. Volvió al coche y se encaminó hacia allí.
Tardó poco porque no había mucho tráfico y, además, encontró aparcamiento frente al cuartel general de la División F. Entró en el edificio y preguntó al sargento del mostrador dónde efectuaban los interrogatorios del caso Cruikshank. El sargento se lo indicó y al llegar al cuarto en cuestión llamó a la puerta y abrió. Les Young y un agente uniformado del DIC estaban sentados frente a un individuo lleno de tatuajes.
– Lo siento -dijo disculpándose y maldiciéndose otra vez para sus adentros.
Aguardó en el pasillo un instante para ver si Young salía a preguntarle qué hacía allí, pero no salió. Lanzó un suspiro y probó en la siguiente puerta con el mismo resultado: dos agentes uniformados la miraron molestos por su intrusión.
– Perdonen que les moleste -dijo Siobhan entrando en el cuarto.
Angie alzó la vista hacia ella.
– ¿Saben dónde puedo encontrar a Susie?
– En la sala de espera -contestó uno de los agentes.
Dirigió a Angie una sonrisa tranquilizadora y salió. A la tercera va la vencida, se dijo antes de abrir la siguiente puerta.
Efectivamente, allí estaba Susie sentada con las piernas cruzadas, limándose las uñas, mascando chicle y asintiendo con la cabeza a algo que le decía Janet Eylot. Estaban las dos solas, segregadas de Janine Harrison. Siobhan comprendió la estrategia de Les Young, dejándolas juntas para que hablaran y quizá se pusieran nerviosas, porque para nadie es agradable estar en una comisaría. Advirtió el nerviosismo de Janet Eylot y recordó las botellas de vino que había visto en su nevera. Seguro que Janet no diría que no a un trago en aquel momento.
– Hola -dijo Siobhan-. Susie, ¿podemos hablar un momento?
Eylot se puso aún más seria, preguntándose tal vez por qué a ella la policía la dejaba sola para hablar con las demás.
– Es sólo un minuto -añadió Siobhan.
Susie no tenía ninguna prisa en salir del cuarto: primero abrió el bolso de bandolera, de leopardo de imitación, sacó el estuche de maquillaje y colocó la lima de uñas bajo la gomita elástica. Luego se puso en pie y la siguió al pasillo.
– ¿Me toca comparecer ante el inquisidor? -preguntó.
– No -contestó Siobhan desdoblando la hoja de periódico y enseñándosela-. ¿Le reconoces? -preguntó.
Era la foto que acompañaba al artículo sobre el callejón Fleshmarket: Roy Mangold delante del mesón con los brazos cruzados y sonriendo afablemente al lado de Judith Lennox.
– Se parece… -dijo Susie interrumpiendo la masticación de chicle.
– ¿A quién?
– Al que venía a esperar a Ishbel.
– ¿Tienes idea de quién es?
Susie negó con la cabeza.
– Era el dueño del Albatros -añadió Siobhan.
– Nosotras íbamos allí alguna vez -dijo Susie examinando con más atención la foto-. Sí, ahora que lo dice…
– ¿Es el misterioso amigo de Ishbel?
– Puede ser -respondió Susie asintiendo con la cabeza.
– ¿Sólo «puede ser»?
– Ya le dije que nunca lo vi bien. Pero así, de cerca… sí que puede ser él -declaró asintiendo con la cabeza-. ¿Y sabe lo más gracioso?
– ¿Qué?
Susie señaló el titular.
– Que había visto este periódico, pero ni se me ocurrió pensarlo. No es más que una foto, ¿no cree? Una no piensa…
– Claro, Susie, una no piensa -dijo Siobhan doblando la página-. Una no piensa.
– Oiga -replicó Susie bajando la voz-, ¿cree que nos van a echar la culpa de algo en el interrogatorio?
– ¿De qué? No habéis matado a Donny Cruikshank, ¿verdad?
Susie torció el gesto.
– Pero como escribimos esas cosas en el váter… Eso es vandalismo, ¿no?
– Susie, por lo que he visto en Banehall, un buen abogado alegaría que es diseño de interiores -dijo Siobhan, y esperó a que Susie sonriera-. Así que no te preocupes… no os preocupéis. ¿De acuerdo?
– Okay.
– Y díselo a Janet.
– ¿Ha visto cómo está? -preguntó Susie mirándola a la cara.
– Me da la impresión de que necesita a sus amigas en este momento.
– Ella, siempre -dijo Susie en tono pesaroso.
– Reconfórtala lo mejor que puedas, ¿eh? -añadió Siobhan tocándola en el brazo.
La muchacha asintió por fin con la cabeza; después le sonrió y se volvió para marcharse.
– La próxima vez que quiera cambiar de peinado, venga al Salón. Se lo haremos por cuenta de la casa.
– A esa clase de sobornos sí me presto -contestó Siobhan, diciéndole adiós con la mano.
Capítulo 28
Encontró sitio para aparcar en Cockburn Street y se dirigió al callejón Fleshmarket. Dobló a la izquierda en High Street y otra vez a la izquierda, y entró en The Warlock. Había una clientela variada de trabajadores en su turno de descanso, oficinistas leyendo el periódico y turistas hojeando planos y guías.
– No está -dijo el camarero-. A lo mejor vuelve dentro de unos veinte minutos, si quiere esperarle.
Siobhan asintió con la cabeza, pidió un refresco; cuando quiso pagar, el camarero negó con la cabeza, pero ella dejó el dinero en la barra. Había gente de la que prefería no aceptar invitaciones. Al ver que él no cogía las monedas, las echó en el bote de una asociación benéfica.
Se acomodó en un taburete y dio un sorbo a la bebida.
– ¿Sabe adónde ha ido? -preguntó.
– Por ahí.
Siobhan dio otro sorbo.
– Tiene coche, ¿verdad?
El barman la miró.
– No se preocupe, no estoy interrogándole -dijo-. Es que como por aquí el aparcamiento es una pesadilla, me preguntaba cómo se las arregla.
– ¿Conoce las cocheras de Market Street?
Iba a decir que no, pero asintió con la cabeza.
– ¿Esas puertas de arco en el muro?
– Pues son garajes, y él tiene uno allí. A saber lo que pagará.
– Ah, ¿y guarda allí el coche?
– Lo deja allí y viene aquí andando, así hace ejercicio. Nunca le he visto…
Siobhan iba ya camino de la puerta.
Market Street estaba frente a la línea del ferrocarril del sur con origen en la estación de Waverley, a espaldas de la cual Jeffrey Street trazaba una curva cuesta arriba hacia Canongate. Las cocheras formaban una hilera escalonada en la pendiente. Había algunas demasiado pequeñas para un coche, pero todas menos una estaban cerradas con candado. Siobhan llegó en el momento en que Ray Mangold iba a cerrar la suya.
– Bonita máquina -comentó.
Él tardó un instante en reconocerla y a continuación dirigió la vista hacia donde ella miraba: un Jaguar rojo descapotable.
– A mí me gusta -dijo Mangold.
– Siempre me habían intrigado estos locales -continuó Siobhan mirando las bóvedas de ladrillo-. Son fantásticos, ¿verdad?
– ¿Quién le dijo que yo tenía uno? -replicó él mirándola.
– Soy policía, señor Mangold -respondió ella sonriendo y dando una vuelta al Jaguar.
– No encontrará nada -espetó él.
– ¿Qué es lo que cree que busco? -preguntó Siobhan que, efectivamente, miraba el interior detenidamente.
– Dios sabe… A lo mejor sus malditos esqueletos.
– No se trata de esqueletos, señor Mangold.
– ¿Ah, no?
Siobhan negó con la cabeza.
– Estoy pensando en Ishbel -dijo situándose frente a él, cara a cara-. Me pregunto qué ha hecho con ella.
– No sé de qué habla.
– ¿Cómo se hizo esas contusiones?
– Ya le dije que fue…
– ¿Tiene algún testigo? Por lo que yo recuerdo, cuando le pregunté al camarero, él afirmó que no sabía nada. Tal vez con una hora o dos de interrogatorio en comisaría podríamos averiguar la verdad.
– Escuche…
– ¡No, escuche usted! -replicó ella irguiendo la espalda y aupándose casi a su altura.