La puerta seguía entreabierta y, aunque un peatón se detuvo a mirar cómo discutían, Siobhan no hizo caso.
– Conoció a Ishbel en el Albatros -añadió-. Y comenzaron a verse y la recogió varias veces en el trabajo. Tengo un testigo presencial y me apostaría algo a que si enseño fotos suyas y del coche en Banehall habrá más de uno que lo recuerde. Bien, Ishbel ha desaparecido y usted tiene contusiones en la cara.
– ¿Cree que yo le he hecho algo? -preguntó él acercándose a las puertas para cerrarlas.
Siobhan no se lo consintió y dio un puntapié a una de las hojas para que permaneciera abierta. Pasaba un autobús de turistas que miraron la escena. Siobhan les saludó con la mano y se volvió hacia Mangold.
– Hay muchos testigos -dijo a modo de advertencia.
Mangold abrió aún más los ojos.
– Dios… Escuche…
– Le escucho.
– ¡Yo no he tocado a Ishbel!
– Demuéstrelo -replicó Siobhan cruzando los brazos-. Dígame qué le ha ocurrido.
– ¡No le ha ocurrido nada!
– ¿Sabe dónde está?
Mangold la miró con los labios apretados, moviendo la mandíbula a ambos lados. Finalmente habló como quien explota.
– Pues sí, sé dónde está.
– ¿Dónde?
– Se encuentra bien… Está viva y está bien.
– Pero no contesta las llamadas al móvil.
– Porque son de sus padres -Ahora que había decidido hablar, era como si se hubiera liberado de un peso y se recostó en el guardabarros del Jaguar-. Se marchó a causa de ellos.
– Demuéstrelo y dígame dónde está.
Él consultó el reloj.
– Probablemente estará en el tren.
– ¿En el tren?
– De vuelta a Edimburgo. Fue de compras a Newcastle.
– ¿A Newcastle?
– Por lo visto hay más y mejores tiendas.
– ¿A qué hora espera que llegue?
Mangold negó con la cabeza.
– Por la tarde. No sé a qué hora llega el tren.
Siobhan le miró.
– Yo sí -dijo sacando el móvil.
Llamó al DIC de Gayfield. Contestó Phyllida Hawes.
– Phyl, soy Siobhan. ¿Está Col? Que se ponga, por favor. -Aguardó sin quitar ojo de Mangold-. ¿Col? Soy Siobhan. Oye, tú que tienes los horarios, ¿a qué hora llegan los trenes de Newcastle?
Rebus estaba sentado en el Departamento de Investigación Criminal de Torphichen mirando una vez más los papeles que tenía en la mesa.
Eran un trabajo concienzudo. Habían contrastado los nombres de la lista de turnos encontrada en el coche de Peter Hill con los de los detenidos en la playa de Cramond y los de los inquilinos de los pisos de Stevenson House. La oficina estaba tranquila después de conducir los interrogatorios y salir los coches celulares hacia Whitemire con su carga de nuevos detenidos. Que él supiera, la capacidad del centro de detención no daba para más y se imaginaba de sobra cómo iban a arreglárselas para alojar a tanto inmigrante; tal como había dicho Storey:
– Es una empresa privada y con beneficio a la vista, seguro que se las ingenian.
La lista que Rebus tenía en la mesa no era obra de Felix Storey; él no había prestado casi atención cuando se la enseñaron porque andaba ya diciendo que regresaba a Londres, donde otros casos requerían su presencia. Volvería de vez en cuando, naturalmente, para seguir el caso de Stuart Bullen.
«Estaría al tanto», había dicho.
Alzó la vista al entrar Reynolds Culo de Rata, que miró como buscando a alguien. Llevaba una bolsa marrón de papel y tenía cara de contento.
– ¿Qué se te ofrece, Reynolds?
Reynolds sonrió.
– He traído un regalo de despedida para su amigo -contestó sacando un racimo de plátanos de la bolsa- y estoy buscando el mejor sitio para dejarlo.
– ¿Porque no tienes agallas para dárselo? -dijo Rebus levantándose despacio.
– Es en plan de guasa, John.
– Para ti tal vez. Pero, no sé por qué, a Felix Storey no le va a hacer tanta gracia.
– Pues es cierto -se oyó decir al propio Storey, que entraba en la sala ajustándose el nudo de la corbata y alisándosela sobre la camisa.
Reynolds metió los plátanos en la bolsa y la apretó contra el pecho.
– ¿Son para mí? -preguntó Storey.
– No -contestó Reynolds.
Storey se arrimó a él cara a cara.
– Como soy negro, soy un mono. Esa es su lógica, ¿verdad?
– No.
Storey abrió la bolsa.
– Pues da la casualidad de que me gustan los plátanos… si son buenos. Pero éstos parecen pasados. Un poco como usted, Reynolds, que está rancio -añadió cerrando la bolsa-. Ahora lárguese y haga de policía para variar. Averigüe cómo le llaman a sus espaldas -apostilló Storey dándole a Reynolds una palmadita en la mejilla izquierda y cruzando los brazos como dando a entender que había acabado.
Cuando se hubo marchado, Storey se volvió hacia Rebus y le hizo un guiño.
– Le voy a decir otra cosa divertida -dijo éste.
– Siempre estoy dispuesto a reírme.
– Esto es más curioso que chistoso.
– ¿De qué se trata?
– Hay ciertos nombres que no tienen su cuerpo correspondiente -dijo Rebus dando una palmadita en una de las hojas que tenía en la mesa.
– Quizá nos oyeron llegar y escaparon.
– Quizás.
Storey recostó su trasero en el borde de la mesa.
– A lo mejor estaban en un turno de trabajo cuando hicimos la redada y si se han enterado me imagino que no volverán a aparecer por Knoxland, ¿no cree?
– No -contestó Rebus-. La mayoría de los nombres parecen chinos… pero hay uno africano: Chantal Rendille.
– ¿Rendille? ¿Cree que eso es africano? -preguntó Storey frunciendo el ceño y estirando el cuello para ver la lista-. Rendille es francés, ¿no?
– El francés es el idioma oficial en Senegal -dijo Rebus.
– ¿Cree que será un testigo renuente?
– Es lo que me pregunto. Se lo enseñaré a Kate.
– ¿Quién es Kate?
– Una estudiante senegalesa a quien, de todos modos, tengo que preguntarle otra cosa.
Storey se apartó de la mesa, irguiéndose.
– Que tenga suerte.
– Un momento -dijo Rebus-. Hay otra cosa.
Storey lanzó un suspiro.
– ¿Qué?
Rebus dio una palmadita sobre otra hoja.
– El autor de esto era muy concienzudo -explicó.
– No me diga.
Rebus asintió con la cabeza.
– A todos los interrogados se les preguntó su dirección anterior a Knoxland -añadió Rebus levantando la vista, pero Storey se encogió de hombros-. Y muchos dieron la de Whitemire.
– ¿Cómo? -exclamó Storey con auténtico interés.
– Porque salieron con un aval.
– ¿Un aval de quién?
– Hay diversos nombres, probablemente falsos. Y las direcciones de contacto son también falsas.
– ¿Bullen? -aventuró Storey.
– Es lo que estaba pensando. Es perfecto: los avala y los pone a trabajar. Y si alguno protesta sabe que pende sobre su cabeza la amenaza de Whitemire. Y si eso no da resultado, recurre a los esqueletos.
– Tiene lógica -comentó Storey asintiendo con la cabeza.
– Creo que habrá que hablar con alguien en Whitemire.
– ¿Para qué?
Rebus se encogió de hombros.
– Es mucho más sencillo tratar una cosa así con un amigo que… ¿cómo decirlo? -añadió Rebus fingiendo buscar las palabras-… que esté al tanto -espetó finalmente.
Storey le miró con odio.
– Tal vez tenga razón -dijo-. ¿Y con quién tendríamos que hablar?
– Con un tal Alan Traynor. Pero antes de hacer nada…
– ¿Hay algo más?
– Sí, algo -contestó Rebus, que seguía mirando las hojas en las que había trazado líneas que unían ciertos nombres con nacionalidades y lugares-. Los detenidos en Stevenson House y los de la playa…