– Escuche, esto es demasiado… Yo no recuerdo haber dicho eso.
– Yo creo que sí, y el único motivo que se me ocurre para que mintiera es que tiene algo que ocultar y no quería que yo supiera nada de esas personas, porque las habríamos localizado y habríamos averiguado los nombres y direcciones falsos de sus avalistas. A menos que usted me dé otra explicación -añadió Rebus alzando la mano.
Traynor dio un golpe con la palma de la mano sobre la mesa y se puso en pie sonrojado.
– No tiene derecho a hacer esas acusaciones.
– Demuéstrelo.
– No creo que haga falta.
– Yo creo que sí, señor Traynor -terció Felix Storey con voz pausada-. Porque son imputaciones graves y habrá que hacer indagaciones, lo que significa que mis hombres examinarán sus archivos para comprobar nombres. Irrumpirán en su despacho e investigarán su vida privada para inspeccionar en las cuentas bancarias y sus últimas adquisiciones por si hay algún coche nuevo o vacaciones de lujo. Tenga la seguridad de que se hará de forma exhaustiva.
Traynor agachó la cabeza y, al sonar el teléfono, lo tiró de un manotazo, arrastrando con ello una foto enmarcada, cuyo cristal se rompió, dejando deslizar la foto de una mujer sonriente abrazada por una niña. Se abrió la puerta y entró Janet Eylot.
– ¡Fuera! -vociferó Traynor.
Eylot se retiró con un chillido.
Se hizo un silencio, que rompió Rebus.
– Otra cosa -dijo pausadamente-. Bullen no sale de ésta, eso está claro. ¿Cree que va a cerrar la boca respecto al resto de implicados? Imputará lo que sea a quien sea. Y si tiene miedo a algunos, a usted no, Traynor. En cuanto se le proponga un arreglo, seguro que lo primero que pronuncia es su nombre.
– No puedo ocuparme de eso… ahora-replicó Traynor con voz quebrada-. Con tantos ingresos por atender -añadió alzando la vista hacia Rebus casi con lágrimas en los ojos-. Esa gente me necesita.
Rebus se encogió de hombros.
– ¿Hablará con nosotros más tarde?
– Tengo que pensarlo.
– Si habla -añadió Storey- no habrá necesidad de que investiguemos su situación económica.
Traynor le dirigió una sonrisa torva.
– ¿Mi situación económica? En cuanto hagan pública esta imputación me quedaré sin empleo.
– Quizás habría debido pensarlo antes.
Traynor no replicó. Se apartó de la mesa, recogió el teléfono, lo puso en su sitio, e inmediatamente comenzó a sonar, pero se agachó a recoger la foto y no contestó a la llamada.
– ¿Quieren marcharse, por favor? Hablaremos más tarde.
– Pero no muy tarde -le advirtió Storey.
– Tengo que atender los nuevos ingresos.
– ¿Mañana por la mañana? -insistió Storey.
Traynor asintió con la cabeza.
– Que compruebe Janet en su agenda si tengo compromisos.
Storey le miró satisfecho, se levantó y se abrochó la chaqueta.
– Pues bien, le dejamos; pero recuerde, señor Traynor, que esto no puede aplazarse. Es mejor que hable con nosotros antes de que lo haga Bullen -añadió Storey tendiendo la mano.
Como Traynor no se la estrechó, se dirigió a la puerta y salió del despacho. Rebus quedó rezagado un instante y luego siguió sus pasos. Janet Eylot pasaba las hojas de una agenda grande.
– Tiene una reunión a las diez y cuarto.
– Anúlela -dijo Storey-. ¿A qué hora viene al despacho?
– Hacia las ocho y media.
– Anótelo para esa hora. Necesitaremos como mínimo dos horas.
– A las doce tiene otra reunión. ¿La anulo también?
Storey asintió con la cabeza. Rebus miraba a la puerta del despacho.
– John -dijo Storey-, vendrá conmigo mañana, ¿verdad?
– Pensé que iba a Londres.
Storey se encogió de hombros.
– Así atamos todos los cabos -contestó.
– En ese caso, vendré.
El vigilante que les había recibido en el aparcamiento aguardaba para acompañarlos a la salida. Rebus tocó el brazo de Storey.
– ¿Puede esperar un momento en el coche?
– ¿Qué sucede ahora? -dijo Storey mirándole.
– Voy a ver a una persona. Es un minuto.
– Me deja en blanco -comentó Storey.
– Tal vez, pero ¿le importa quedarse?
Storey lo pensó un instante, luego accedió.
Rebus pidió al vigilante que le llevara al comedor, sin embargo, cuando estaban lejos de Storey, cambió la petición:
– En realidad, quiero ir al ala de familias -dijo.
Al llegar al sitio vio lo que quería: los hijos de Stef Yurgii entretenidos con los juguetes que les había comprado, aunque ellos no se dieron cuenta de su presencia, absortos como estaban en su mundo infantil. No vio a la viuda, pero pensó que no era necesario. Hizo una seña al guardián y éste le acompañó al patio.
Iba camino del coche cuando sonaron los gritos. Procedían del interior del edificio principal y se aproximaban cada vez más. La puerta se abrió de golpe y dio paso a una mujer que cayó de rodillas: Janet Eylot, que no paraba de gritar.
Rebus echó a correr, consciente de que Storey le seguía.
– Janet, ¿qué ocurre? ¿Qué ha pasado?
– Se ha…, se ha…
Incapaz de expresarse, la joven se tendió de lado en el suelo gimiendo en posición fetal, fuertemente abrazada a sus rodillas.
– ¡Oh, Dios mío! ¡Dios mío! -exclamó entre gemidos.
Echaron a correr hacia el interior y cruzaron el pasillo hasta las oficinas. La puerta del despacho de Traynor estaba abierta y el personal se apiñaba en el umbral. Rebus y Storey se abrieron paso. Una vigilante estaba arrodillada junto a un cuerpo en el suelo. Había sangre por todas partes, en la alfombra y en la camisa de Traynor. La mujer presionaba con la palma de la mano sobre una herida en la muñeca izquierda de Traynor. Otro vigilante hacía lo propio en la muñeca derecha. Traynor estaba consciente y miraba con los ojos muy abiertos, tenía la respiración entrecortada y el rostro cubierto de sangre.
– Llamad a un médico.
– Una ambulancia.
– No dejéis de presionar.
– Traed toallas.
– Vendas…
– ¡No dejes de presionar! -gritó la vigilante a su compañero.
No dejar de presionar, pensó Rebus. ¿No era eso lo que había hecho Storey?
En la camisa de Traynor había trozos de vidrio de la foto enmarcada: los fragmentos con que se había cortado las venas. Rebus advirtió que Storey le miraba y él le devolvió la mirada.
«Lo sabías, ¿verdad? -parecía decir Storey con los ojos-. Sabías que sucedería esto y no hiciste nada. Nada.»
Nada.
La mirada de Rebus era muda.
Cuando llegó la ambulancia, Rebus estaba dentro del perímetro exterior fumando un cigarrillo. Al abrirse las puertas salió afuera, cruzó por delante de la garita y bajó hasta donde estaba Caro Quinn mirando cómo entraba la ambulancia.
– ¿No será otro suicidio? -preguntó espantada.
– Un intento -dijo Rebus-. Pero no es un detenido.
– ¿Quién es?
– Alan Traynor.
– ¿Qué? -inquirió perpleja.
– Intentó cortarse las venas de las muñecas.
– ¿Está vivo?
– Pues no lo sé. Pero es una buena noticia para usted.
– ¿Qué quiere decir?
– Caro, dentro de poco comenzará a salir mierda de ese centro, y tanta que a lo mejor lo cierran.
– ¿Y a eso le llama una buena noticia?
– Es lo que usted reivindicaba -replicó Rebus frunciendo el ceño.
– ¡Pero no de esta manera! ¡A costa de una vida, no!
– No quise decir eso -respondió Rebus.
– Yo creo que sí.
– No sea paranoica.
Ella retrocedió un paso.
– ¿Es eso lo que soy?
– Escuche, me refiero a…
– No me conoce, John. No me conoce en absoluto…
Rebus guardó silencio pensando qué responder.