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– Pues no la conoceré -dijo al fin, volviendo la cabeza hacia la entrada.

Storey, que le aguardaba junto al coche, comentó:

– Sí que conoce a gente aquí.

Rebus lanzó un resoplido y los dos vieron llegar corriendo a un enfermero que iba hacia la ambulancia a recoger algo que había olvidado.

– Deberíamos haber pedido dos ambulancias -comentó Storey.

– ¿Otra para Janet Eylot? -preguntó Rebus.

Storey asintió con la cabeza.

– Están preocupados; la han llevado a otra oficina y la tienen allí en el suelo envuelta en una manta, tiritando.

– Yo le dije que no tenía que preocuparse -musitó Rebus casi para sus adentros.

– Yo no me fiaría mucho de su opinión de especialista.

– No -dijo Rebus-, haría muy bien.

Capítulo 29

El tren llegó con un cuarto de hora de retraso.

Siobhan y Mangold, que esperaban al principio del andén, vieron abrirse las puertas de los vagones; comenzaron a bajar los viajeros, casi todos turistas con equipaje, cansados y perplejos. De los de primera clase se apeaban hombres de negocios que se dirigían sin perder tiempo hacia la fila de taxis. No faltaban madres con niños y cochecitos, parejas de ancianos, hombres solos de andar tambaleante, mareados de tres o cuatro horas en el vagón bar.

A Ishbel no se la veía por ninguna parte.

El andén era largo con muchas salidas, y Siobhan estiró el cuello para ver mejor sin preocuparse por las miradas y comentarios que suscitaba entre los viajeros que tenían que esquivarla.

Mangold le dio un golpecito en el brazo.

– Ahí está -dijo.

La tenía allí, más cerca de lo que ella creía, cargada de bolsas. Al ver a Mangold, las levantó y sonrió satisfecha, ufana de sus compras. No había visto a Siobhan, quien, de no haber sido por Mangold, tampoco se habría percatado de su presencia porque ahora era la Ishbel de antes, sin pelo teñido y con un nuevo peinado. No un calco de su hermana, sino la auténtica Ishbel Jardine. Echó los brazos al cuello de Mangold y le dio en los labios un beso prolongado con los ojos cerrados; pero Mangold los mantenía abiertos mirando por encima de su hombro hacia Siobhan. Finalmente, Ishbel retrocedió un paso y Mangold le puso la mano en el hombro y la hizo volverse hacia Siobhan.

– Dios mío. Usted…

– Hola, Ishbel.

– ¡No pienso volver! ¡Dígaselo!

– ¿Por qué no se lo dices tú?

Ishbel negó con la cabeza.

– Ellos me… Serían capaces de convencerme. No sabe cómo son. ¡Demasiado les he dejado controlar mi vida!

– Vamos a la sala de espera para hablar-dijo Siobhan señalando hacia el andén ya más desalojado.

Al fondo se veían taxis subiendo por la rampa de salida hacia el puente de Waverley.

– No hay nada de qué hablar.

– ¿Ni siquiera de Donny Cruikshank?

– ¿Y bien?

– ¿Sabes que ha muerto?

– ¡Qué descanso!

Toda su actitud, la voz, los gestos, eran más duros que la última vez que Siobhan la había visto. Estaba curtida y endurecida por la experiencia, sin temor a mostrar su indignación. Muy capaz también de recurrir a la violencia.

Siobhan centró su atención en Mangold. Mangold, con sus contusiones en la cara.

– Hablemos en la sala de espera -dijo en tono autoritario.

Pero la sala de espera estaba cerrada y volvieron sobre sus pasos hacia el bar de la estación.

– Estaríamos mejor en The Warlock -declaró Mangold mirando la decoración anticuada y la clientela más anticuada aún-. De todos modos, tengo que volver allí.

Siobhan no hizo caso de lo que decía y pidió las bebidas. Mangold sacó un fajo de billetes, negándose a que pagara, y ella no discutió. Nadie hablaba en el local, pero había ruido suficiente para amortiguar lo que ellos hablasen, porque el televisor retransmitía el programa de una cadena deportiva y sonaba una música de fondo de gaitas, el zumbido del extractor y una máquina tragaperras. Estaban en una mesa en un rincón; Ishbel había dejado las bolsas en el suelo.

– Buen cargamento -comentó Siobhan.

– Unas cosillas -repuso Ishbel mirando de nuevo a Mangold y sonriéndole.

– Ishbel, tienes a tus padres muy preocupados -comentó Siobhan sin preámbulos-. Lo que implica que también la policía anda preocupada.

– ¿Acaso tengo yo la culpa? Yo no le pedí que metiera la nariz en mis asuntos.

– La sargento Clarke cumple con su deber -terció Mangold en tono apaciguador.

– Y yo digo que no tenía por qué molestarse… y ya está -replicó Ishbel llevándose el vaso a los labios.

– En realidad, no es totalmente cierto -explicó Siobhan-. En los casos de homicidio hay que interrogar a todos los sospechosos.

Sus palabras causaron el efecto deseado, pues Ishbel miró por encima del borde del vaso y, sin beber, lo dejó en la mesa.

– ¿Sospechan de mí?

Siobhan se encogió de hombros.

– ¿Hay alguna persona que tuviera mayor motivo para matar a Donny Cruikshank?

– ¡Pero si yo me fui de Banehall porque él me daba miedo!

– Creí que habías dicho que fue por tus padres.

– Bueno, también por eso… Querían que yo fuese como Tracy.

– Lo sé. He visto fotos tuyas, y pensé que era idea tuya, pero el señor Mangold me lo explicó.

Ishbel dio un apretón en el brazo a Mangold.

– Ray es mi mejor amigo.

– ¿Y tus amigas, Susie, Janet y las demás? ¿Crees que no están preocupadas?

– Tenía pensado llamarlas -respondió Ishbel en tono más hosco.

Siobhan dedujo que, a pesar de lo que aparentaba, seguía siendo una jovencita de dieciocho años, quizá la mitad de la edad de Mangold.

– ¿Y mientras, tú te dedicabas a gastar el dinero de Ray?

– No me importa que lo gaste -replicó Mangold-. Ha tenido una vida desgraciada y ya es hora de que se divierta un poco.

– Ishbel -añadió Siobhan-, ¿has dicho que Cruikshank te daba miedo?

– Exacto.

– ¿Por qué exactamente?

– Por lo que veía en sus ojos cuando me miraba -respondió ella bajando la vista.

– ¿Porque le recordabas a Tracy?

Ishbel asintió con la cabeza.

– Y me daba cuenta de lo que él pensaba… Recordaba lo que le había hecho a mi hermana -añadió tapándose la cara con las manos.

Mangold le pasó el brazo por los hombros.

– A pesar de ello le escribiste en la cárcel -continuó Siobhan- diciéndole que te había arrebatado la vida igual que a Tracy.

– Porque mis padres querían «convertirme» en Tracy -dijo con voz entrecortada.

– Tranquilízate, nena -intervino Mangold bajando la voz, y añadió para Siobhan-: ¿No ve lo que yo le decía? Ha sido muy duro.

– No lo dudo, pero debe contestar a las preguntas de la investigación.

– Ahora necesita que la dejen en paz.

– ¿En paz y con usted, quiere decir?

Mangold entrecerró los ojos tras sus gafas color naranja.

– ¿Qué insinúa?

Siobhan se encogió de hombros fingiendo fijar su atención en la bebida.

– Es lo que te dije, Ray-aseguró Ishbel-. Nunca me libraré de Banehall -añadió meneando la cabeza despacio-. Ni yendo al otro extremo del mundo. Tú dijiste que no pasaría nada, pero ya ves… -terminó cogiéndose de su brazo.

– Lo que a ti te hace falta son unas vacaciones, con copas al borde de la piscina, desayuno en la cama y una bonita playa.

– Ishbel, ¿qué has querido decir con que no pasaría nada? -terció Siobhan.

– No quería decir nada -espetó Mangold abrazando más fuerte a la joven por los hombros-. Si quiere hacer más preguntas, hágalo en plan oficial -añadió poniéndose en pie y cogiendo unas bolsas-. Vámonos, Ishbel.

Ella recogió las bolsas que quedaban y miró si dejaba algo.

– Lo haremos de forma oficial, señor Mangold -dijo Siobhan amenazadora-. Los esqueletos en el sótano son una cosa, pero el homicidio es otra.