Rebus sonrió.
– No tardarás mucho en tener a un colega más joven sentado frente a ti.
– No es una mala idea para acabar la noche…
– Voy a pedirte un taxi. A menos que quieras ocupar la habitación de invitados.
Siobhan se puso el abrigo.
– No, que luego se sueltan las malas lenguas, ¿no crees? Voy andando hasta los Meadows y allí lo tomaré.
– ¿Tú sola a esta hora de la noche?
Siobhan cogió el bolso y se lo colgó al hombro.
– No soy una niña, John. Sé valerme sola.
Él se encogió de hombros, la acompañó hasta el vestíbulo y, después de cerrar la puerta, volvió a la ventana, viéndola alejarse acera adelante.
«No soy una niña…», pero sí timorata respecto al qué dirán.
DÉCIMO DÍA: MIÉRCOLES
Capítulo 30
– Ahora tengo una clase -dijo Kate.
Rebus la esperaba fuera de la residencia. La muchacha, sin más palabras, se alejó camino del aparcamiento de bicicletas.
– La llevo en coche -dijo Rebus.
Ella no contestó y abrió el candado de la cadena de su bici.
– Tenemos que hablar -insistió Rebus.
– No hay nada de qué hablar.
– Bueno, podría ser cierto…
Ella alzó la mirada hacia él.
– Pero sólo si optamos por no mencionar a Barney Grant y a Howie Slowther.
– Yo, sobre Barney, no tengo nada que decirle.
– Le ha prevenido él, ¿verdad?
– No tengo nada que decir.
– Sí, claro. ¿Y de Howie Slowther?
– No sé quién es.
– ¿No?
Ella meneó la cabeza en actitud desafiante agarrando el manillar de la bicicleta.
– Perdone… pero llego tarde.
– Sólo otro nombre -replicó Rebus alzando el dedo índice-. Chantal Rendille… Quizá lo pronuncio mal.
– No conozco ese nombre.
Rebus sonrió.
– Es muy mentirosa, Kate… Le brillaron los ojos cuando le pregunté por ella la primera vez. Claro que entonces yo no sabía el nombre, pero ahora sí. Con Stuart Bullen encerrado, no necesita seguir escondiéndose.
– Stuart no mató a ese hombre.
– De todos modos -replicó Rebus encogiéndose de hombros- me gustaría que me lo dijese ella -añadió metiendo las manos en los bolsillos-. Últimamente hay mucha gente asustada por ahí. ¿No crees que es hora de poner fin a esta situación?
– Mi intervención no cuenta para nada -dijo ella en voz muy baja.
– ¿Es una decisión de Chantal? Pues hable con ella y dígale que no hay por qué tener miedo. Todo está a punto de acabar.
– Ojalá tuviera yo su misma confianza, inspector.
– Puede que yo sepa cosas que usted ignora…, cosas que Chantal debería saber.
Kate miró a su alrededor. Sus compañeros pasaban camino de la clase, algunos con ojos de sueño, pero otros observando con curiosidad al hombre con quien hablaba; era evidente que no se trataba de un estudiante ni un amigo.
– Kate -insistió Rebus.
– Primero tengo que hablar con ella a solas.
– Muy bien. ¿Vamos en coche -añadió señalando con la cabeza- o está cerca?
– Depende de lo que le guste caminar.
– Francamente, ¿le parece que tengo pinta de caminante?
– Pues no -replicó ella casi sonriendo pero aún nerviosa.
– Pues, entonces, vamos en el coche.
A pesar de que finalmente aceptó ocupar el asiento delantero, Kate tardó un instante en cerrar la portezuela y más aún en abrocharse el cinturón de seguridad, por lo que Rebus temió que fuera a echarse atrás.
– ¿Qué dirección tomamos? -preguntó Rebus en un tono casi intrascendente.
– Es en Bedlam -contestó ella apenas en un susurro que dejó indeciso a Rebus-. Al teatro de Bedlam -añadió Kate-. Es una iglesia en desuso.
– ¿Enfrente de Greyfiars Kirk? -preguntó Rebus arrancando.
Ella asintió con la cabeza. Por el camino la joven le explicó que Marcus, el estudiante de la habitación enfrente de la suya, era muy activo en el grupo de teatro universitario con sede en Bedlam. Rebus dijo que había visto los carteles en la habitación de Marcus y le preguntó cómo había conocido a Chantal.
– Edimburgo es como un pueblo a veces -respondió ella-. Un día que la vi venir hacia mí por la calle, me di cuenta enseguida.
– ¿Se dio cuenta, de qué?
– Del país del que era… Es difícil de explicar. Dos senegalesas en pleno Edimburgo -añadió encogiéndose de hombros-. Nos echamos a reír y comenzamos a hablar.
– ¿Y cuando le pidió ella ayuda?
La joven le miró como si no entendiera.
– ¿Qué pensó? ¿Le contó ella lo que sucedió?
– Por encima… -respondió Kate mirando por la ventanilla-. Ella misma se lo explicará si quiere.
– ¿Queda claro que yo estoy de parte de ella? Y, vamos, también de parte de usted.
– Lo sé.
El teatro Bedlam estaba en el cruce diagonal formado por Forrest Road y Bristo Place, frente al amplio espacio del puente George IV. Años atrás era la parte de Edimburgo preferida de Rebus, con sus librerías raras y el mercado de discos de segunda mano. Ahora dominaban la zona los establecimientos de las cadenas Subway y Starbucks, y el mercado de discos era un bar de franquicia. Tampoco había mejorado el aparcamiento, y Rebus finalmente dejó el coche en raya amarilla, confiando en la buena suerte de volver antes de que avisaran a la grúa.
La puerta principal estaba cerrada, pero Kate le condujo hacia un lateral del edificio y sacó una llave del bolsillo.
– ¿Se la ha dejado Marcus? -aventuró Rebus.
Ella asintió con la cabeza, abrió la modesta puerta y se volvió hacia él.
– ¿Quiere que espere aquí? -añadió.
La joven le miró a los ojos y suspiró.
– No -dijo-. Ya que ha venido, entre.
Había poca luz dentro. Subieron un tramo crujiente de escalera y entraron en la parte alta del auditorio, que dominaba un escenario provisional. Había filas de bancos, casi todos llenos de cajas de cartón vacías, decorados y elementos de iluminación.
– ¿Chantal? ¿Estás ahí?-dijo Kate alzando la voz-. C'est moi.
Un rostro surgió de detrás de una fila de asientos. La joven, despertada de su sueño en un saco de dormir, parpadeó y se restregó los ojos, y, al ver que Kate estaba acompañada, se quedó boquiabierta.
– Calme-toi, Chantal. Il est policier.
– ¿Por qué lo traes? -replicó Chantal con voz chillona, asustada.
Al levantarse y salir del saco de dormir, Rebus vio que estaba vestida.
– Soy oficial de policía, Chantal, y quiero hablar con usted -dijo Rebus despacio.
– ¡No! ¡No hablamos! -replicó ella agitando las manos como si aventara humo.
Sus brazos eran delgados, llevaba el cabello muy corto y su cabeza parecía desproporcionada para aquel cuello tan fino.
– ¿Sabe que hemos detenido a los hombres? -preguntó Rebus-. Los hombres que pensamos que mataron a Stef. Van a ir a la cárcel.
– Ellos me matarán.
Rebus la miró a los ojos, mientras ella negaba con la cabeza.
– Van a estar mucho tiempo en la cárcel, Chantal. Han hecho muchas cosas malas. Pero si queremos castigarles por lo que hicieron a Stef… creo que será imposible si no nos ayuda.
– Stef era buen hombre -dijo ella con el rostro contraído de dolor al recordarlo.
– Sí, lo era -dijo Rebus-. Y tienen que pagar por su muerte -añadió sin dejar de acercarse despacio hasta casi medio metro de ella-. Stef se lo pide, Chantal, como un último esfuerzo.
– No -replicó ella, pero sus ojos lo desmentían.
– Necesito que me lo cuente usted misma, Chantal -añadió él en voz baja-. Tengo que saber qué es lo que vio.
– No -repitió ella, mirando a Kate, implorante.
– Oui, Chantal -dijo Kate-. Tienes que hacerlo.