– Estoy seguro de que se lo agradece -dijo Mangold.
Young musitaba algo sobre reflejo automático, como había oído en cierta ocasión.
Pero Ishbel Jardine no dijo nada; agachó la cabeza y vomitó una mezcla de bilis y agua sobre la tierra llena de plumas blancas.
– La verdad es que estaba ya harto de ustedes.
– ¿Y ése es su pretexto, señor Mangold? -replicó Les Young-. ¿Esa es la explicación que nos da?
Estaban sentados en el cuarto de interrogatorios número 1 en la comisaría de St. Leonard, muy cerca del parque de Holyrood. Algunos agentes uniformados comentaban extrañados el regreso de Siobhan a su antigua demarcación, pero su malhumor aumentó con la llamada que recibió en el móvil del inspector jefe Macrae de Gayfield Square preguntándole dónde demonios estaba. Al responderle, Macrae inició un sermón sobre el talante respecto al trabajo en equipo y el poco apego aparente de algunos ex oficiales de St. Leonard a su nuevo destino.
Mientras Macrae hablaba, Siobhan se arropaba con una manta y sostenía en su mano una taza caliente de sopa de sobre, mirando los zapatos que había puesto a secar sobre un radiador.
– Perdone, señor, ¿cómo decía? -dijo al acabar el jefe la parrafada.
– Sargento Clarke, ¿lo encuentra gracioso?
– No, señor -contestó, pensando que en cierto modo sí que lo era, pero no creía que Macrae compartiera su sentido del absurdo.
Se embutió una camiseta prestada, sin sujetador, y unos pantalones de uniforme tres tallas más grandes, con calcetines masculinos blancos de deporte y las chanclas de plástico preceptivas en los escenarios de homicidios, más la manta modelo oficial de los calabozos para detenidos. No había ninguna posibilidad de lavar allí aquel pelo apelmazado, sucio y maloliente del agua del lago.
Mangold estaba también envuelto en una manta, aferrando en sus manos un vaso de plástico de té caliente. Había perdido las gafas color naranja y sus ojos eran como dos ranuras bajo la luz de los tubos fluorescentes. Siobhan no pudo por menos de advertir que la manta era del mismo color que el té. Les separaba una mesa. Les Young, sentado al lado de Siobhan, puso encima un cuaderno formato A4.
Ishbel estaba en una celda para ser interrogada después.
Quien más les interesaba era Mangold. Mangold, que llevaba dos minutos sin abrir la boca.
– Y bien, ¿se corrobora en esa explicación? -preguntó Les Young comenzando a garabatear en el cuaderno.
Siobhan se volvió hacia él.
– Es muy libre de decir lo que quiera, pero eso no altera los hechos.
– ¿Qué hechos? -dijo Mangold, fingiendo no sentir el menor interés.
– Los del sótano -respondió Les Young.
– Dios, ¿otra vez con eso?
Fue Siobhan quien le replicó:
– A pesar de lo que me dijo la última vez, señor Mangold, yo creo que conoce a Stuart Bullen. Y creo que le conoce hace tiempo. De él fue la idea de ese falso enterramiento para hacer ver a los inmigrantes a lo que se arriesgaban si no obedecían.
Mangold se reclinó en el respaldo elevando las patas delanteras de la silla y miró al techo con los ojos cerrados. Siobhan siguió hablando con voz tranquila.
– Tras cubrir los esqueletos con cemento el asunto había concluido, pero no fue así, porque su local está en la Royal Mile, donde hay turistas todos los días. Y no hay nada que les encante más que un poco de ambiente histórico, por eso son tan concurridas las rutas de fantasmas. Y usted quiso que The Warlock se beneficiara.
– Sí, claro -dijo Mangold-, por eso estaba rehabilitando el sótano.
– Exacto… Pero obtendría un aluvión de turistas si se desenterraban un par de esqueletos. Una buena publicidad gratuita, y más con una historiadora atizando el fuego.
– Sigo sin entender a dónde quiere ir a parar.
– La cuestión estriba en que no calibró bien el asunto, Ray. Lo que menos le interesaba a Stuart Bullen es que aparecieran los esqueletos, porque comenzarían a plantearse interrogantes y esos interrogantes conducirían hacia él y su negocio de esclavos. ¿Es ése el motivo por el que le dio unos tortazos? O quizá lo hizo por él el irlandés.
– Ya le expliqué de qué son estas contusiones.
– Bueno, pues no me lo creo.
Mangold se echó a reír sin dejar de mirar al techo.
– Ha aludido a hechos, pero yo no oigo nada que pueda demostrar.
– Lo que yo me pregunto…
– ¿Qué?
– Míreme y se lo diré.
Las patas de la silla volvieron despacio a tocar el suelo y Mangold clavó en Siobhan la ranura de sus ojos.
– Lo que no acabo de saber -prosiguió ella- es si lo hizo por indignación, porque Bullen le había pegado y gritado, y quería descargar en otro esa indignación… -Hizo una pausa-. O fue más bien una especie de obsequio para Ishbel, no un regalo envuelto con un lazo, pero un regalo de todos modos… para eliminar un pesar de su vida.
Mangold se volvió hacia Les Young.
– Por favor, explíqueme a qué se refiere, si usted lo entiende.
– Mire -continuó Siobhan, rebulléndose ligeramente en la silla-, cuando el inspector Rebus y yo fuimos a verle la última vez, estaba en el sótano.
– ¿Y bien?
– El inspector Rebus estuvo manoseando un escoplo. ¿Lo recuerda?
– Pues no.
– Estaba en la caja de herramientas de Joe Evans.
– Primera noticia.
Siobhan sonrió sin ningún esfuerzo.
– Y había también un martillo, Ray.
– Un martillo en una caja de herramientas. A ver, ¿qué más?
– Ayer tarde fui al sótano y cogí ese martillo y les dije a los forenses que era urgente. Estuvieron analizándolo por la noche, y, aunque los resultados de ADN tardarán algo más, encontraron restos de sangre, Ray. Sangre del mismo grupo que la de Donny Cruikshank. Ésos son los hechos -añadió encogiéndose de hombros y esperando la réplica de Mangold. Pero éste callaba-. Bien -prosiguió ella-, el caso es que si ese martillo se utilizó para matar a Donny Cruikshank, yo creo que existen tres posibilidades. Evans, Ishbel o usted -apostilló alzando tres dedos sucesivamente-. Ha de ser uno de los tres. Pero yo creo que, lógicamente, podemos descartar a Evans -dijo bajando un dedo-. Y nos quedan usted o Ishbel, Ray. ¿Quién de los dos?
Les Young dejó de nuevo el bolígrafo sobre el cuaderno.
– Tengo que verla -dijo Ray Mangold con voz seca y quebrada-. Quiero estar a solas con ella. Sólo cinco minutos.
– No puede ser, Ray -replicó Young con firmeza.
– No hablaré si no me dejan verla.
Young meneó con firmeza la cabeza, y Mangold miró a Siobhan.
– El jefe es el inspector Young -dijo ella.
Mangold se inclinó hacia delante, con los codos en la mesa y el rostro entre las manos, y al hablar sus palabras fueron casi inaudibles.
– No lo he captado, Ray -dijo Young.
– ¿No? Pues capte esto -replicó Mangold lanzándose por encima de la mesa con el puño cerrado.
Young esquivó el golpe echándose hacia atrás, al tiempo que Siobhan se levantaba, agarraba a Mangold por el brazo y se lo retorcía. Mientras Young dejó caer el bolígrafo, dio la vuelta a la mesa y le hizo una llave en el cuello.
– ¡Hijos de puta! -gritó Mangold-. ¡Son todos unos hijos de puta!
Pero un par de minutos más tarde, con la llegada de refuerzos dispuestos a intervenir, dijo:
– De acuerdo… Fui yo. ¿Están contentos, cerdos? Le sacudí con el martillo en la cabeza. ¿Y qué? Lo que hice fue un favor para todos.
– Tendrá que repetirlo -dijo Siobhan entre dientes.
– ¿Qué?
– Cuando le soltemos, tiene que repetirlo -añadió soltándole y dejando que los uniformados se acercaran.
– Si no -añadió-, la gente pensará que le retorcí un brazo.
Salieron a tomar un café, y Siobhan se inclinó sobre la máquina con los ojos cerrados. Les Young, pese a las advertencias de ella, había optado por una sopa y ahora olfateaba el recipiente torciendo el gesto.