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– ¿Qué cree? -preguntó.

Siobhan abrió los ojos.

– Ya se lo advertí.

– Me refiero a Mangold.

Siobhan se encogió de hombros.

– Asume la culpabilidad.

– Sí, pero ¿lo hizo él?

– Él o Ishbel.

– Él la quiere, ¿verdad?

– Me da esa impresión.

– Podría estar encubriéndola.

Siobhan se encogió de nuevo de hombros.

– Me pregunto si acabará en la misma galería que Stuart Bullen. En cierto modo sería una especie de justicia, ¿no?

– Tal vez -replicó Young en tono escéptico.

– Anímese, Les -dijo Siobhan-. Lo hemos resuelto.

– ¿Sabe una cosa, Siobhan? -añadió él mirando exageradamente el panel de la máquina expendedora.

– ¿Qué?

– Es la primera vez que llevo un caso de homicidio. Quiero resolverlo.

– Eso no sucede siempre en la realidad, Les -dijo ella dándole una palmadita en el hombro-. Pero al menos ha metido un pie en el agua.

– Pero usted se ha mojado del todo -replicó él sonriendo.

– Sí… y por poco no salgo -añadió ella bajando la voz.

Capítulo 32

El Royal Infirmary de Londres quedaba lejos del centro, en una zona llamada Little France.

De noche Rebus le encontraba parecido con Whitemire por la escasa iluminación del alumbrado del aparcamiento. El estilo del edificio tenía una fuerza que le confería carácter propio. Al salir del Saab notó que el aire era distinto al del centro de Edimburgo; más limpio pero más frío. No tardó en encontrar la habitación de Alan Traynor, porque él mismo había sido paciente no hacía mucho en una de las salas del hospital. Se preguntó quién pagaría la habitación individual de Traynor; tal vez la empresa norteamericana.

O el Servicio de Inmigración del Reino Unido.

Felix Storey dormía sentado junto a la cama, con una revista femenina en el regazo. A juzgar por los bordes manoseados, Rebus pensó que debía de haberla cogido de algún montón de otro lugar del hospital. Storey había puesto la chaqueta en el respaldo de la silla y, aunque con corbata, tenía desabrochado el último botón de la camisa. Cuando Rebus entró roncaba suavemente, al contrario de Traynor, que estaba despierto aunque dopado. Tenía las muñecas vendadas y un brazo entubado. Sus ojos apenas miraron a Rebus al entrar, pero él le dirigió una inclinación de cabeza como saludo al tiempo que daba un puntapié a la pata de la silla. Storey dio un respingo con un ronquido.

– Despierte, hombre -dijo Rebus.

– ¿Qué hora es? -preguntó Storey restregándose la cara.

– Las nueve y cuarto. Mala guardia hace.

– Quería estar presente cuando se despierte.

– Me da la impresión de que lleva un buen rato despierto -dijo Rebus señalando con la cabeza a Traynor-, pero bajo los efectos de los analgésicos.

– Una buena dosis, según el médico. Mañana le examinará un psiquiatra.

– ¿Ha podido preguntarle algo?

Storey negó con la cabeza.

– Oiga -dijo-. Me dejó en la estacada.

– ¿Por qué? -inquirió Rebus.

– Me prometió que me acompañaría a Whitemire.

– Casi nunca cumplo lo que prometo -respondió Rebus encogiéndose de hombros-. Además tenía que reflexionar.

– ¿Sobre qué?

Rebus le miró.

– Mejor será que se lo enseñe.

– No creo que… -replicó Storey mirando a Traynor.

– En ese estado no puede hablar, Felix. Cualquier declaración la rechazará el tribunal.

– Sí, pero yo no voy a dejar…

– Creo que es lo mejor.

– Alguien tiene que vigilar.

– ¿Por si intenta matarse otra vez? Mírele, Felix, está inconsciente.

Storey lo miró y se rindió a la evidencia.

– No nos llevará mucho tiempo -añadió Rebus.

– ¿Qué quiere que vea?

– Si se lo digo no hay sorpresa. ¿Tiene coche? -Storey asintió con la cabeza-. Entonces, siga al mío.

– Seguirle, ¿adónde?

– ¿Lleva bañador?

– ¿Bañador? -preguntó Storey frunciendo el ceño.

– Es igual -dijo Rebus-. Improvisaremos.

* * *

Rebus condujo con cuidado, sin dejar de mirar por el retrovisor los faros de Storey. No dejaba de pensar que improvisación era precisamente lo que iba a hacer. A mitad de camino llamó a Storey por el móvil para decirle que ya llegaban.

– Más vale -contestó Storey irritado.

– De verdad -añadió Rebus. Cruzaron las afueras de chalés que bordeaban la carretera y bloques de viviendas detrás, fuera del alcance de la vista. Las visitas verían chalés, pensó Rebus, convencidos de que Edimburgo era un lugar bonito y elegante. Pero la realidad estaba más allá, lejos de su vista, dispuesta a no dejar escapar ninguna oportunidad.

No había mucho tráfico en el extrarradio sur. Morningside era el único indicio de que Edimburgo tenía cierta vida nocturna: bares, tiendas de comida para llevar, supermercados y estudiantes. Rebus puso el intermitente izquierdo, comprobando por el retrovisor si Storey hacía lo propio. Al sonar el móvil supo que sería Storey; estaba más irritado aún preguntando si faltaba mucho.

– Ya hemos llegado -musitó Rebus, aparcando junto al bordillo, secundado por el oficial de Inmigración, que fue el primero en bajar del coche.

– Ya está bien de juegos -dijo.

– Y que lo diga -replicó Rebus mirando hacia otro lado. Estaban en un barrio residencial de grandes casas recortadas contra el cielo. Rebus empujó una cancela, seguro de que Storey seguiría sus pasos, y, sin tocar el timbre, echó a andar por el camino de coches a buen paso.

El jacuzzi seguía allí, sin tapa y exhalando vapor. Y Big Cafferty dentro del agua, con los brazos abiertos estirados sobre el borde. De fondo se oía música de ópera.

– ¿Te pasas el día sentado en el agua? -preguntó Rebus.

– Rebus -dijo Cafferty con voz cansina-. Ah, qué detalle, ha traído un amigo -añadió pasándose la mano por el vello del pecho.

– Ah, sí, olvidaba que no se conocen personalmente, ¿verdad? -admitió Rebus-. Felix Storey, le presento a Morris Gerald Cafferty.

Rebus estaba atento a la reacción de Storey. El londinense metió las manos en los bolsillos.

– Okay -dijo-. ¿A qué viene esto?

– A nada -respondió Rebus-. Pensé que le gustaría ver el rostro de la voz misteriosa.

– ¿Qué?

Rebus no se molestó en contestar de inmediato y optó por dirigir la mirada al cuarto de encima del garaje.

– Cafferty, ¿no está Joe esta noche?

– Tiene la noche libre cuando considero que no lo necesito.

– Con tantos enemigos como te has hecho, me cuesta creer que te sientas seguro un solo momento.

– Hay que correr riesgos de vez en cuando -respondió Cafferty manipulando el panel de control para apagar los chorros y la música.

Pero las luces siguieron funcionado y cambiando de color cada diez o quince segundos.

– Oiga, ¿yo que pinto aquí? -preguntó Storey.

Rebus, que miraba a Cafferty, no contestó.

– Sé que hacía tiempo que le guardabas rencor. ¿Cuándo regañaste con Rab Bullen? ¿Hace quince, veinte años? Pero el rencor lo heredan los hijos, ¿verdad Cafferty?

– Yo no tengo nada contra Stu -gruñó Cafferty.

– Pero no desdeñarías una parte de su tarta, ¿verdad? -Rebus hizo una pausa y encendió un pitillo-. Ha sido una buena jugada -añadió expulsando humo hacia el cielo, que se mezcló con el vapor.

– No quiero saber nada de esa historia -anunció Storey, dándose la vuelta para marcharse.

Rebus no dijo nada, pensando en que no lo haría. Tras dar unos pasos, Storey se detuvo y volvió sobre ellos.

– A ver, ¿qué tiene que decir? -espetó desafiante.