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– No tenían derecho a llamarla así -dijo ella furiosa-. Tenía que sobrevivir y a veces los hombres sólo entienden lo que pueden usar y poseer. Has dicho que había sido esclava. ¿Cómo se podía esperar que…? ¿Imaginas lo duro que debió ser para ella sobrevivir?

– No. -Hizo una pausa-. ¿Tú sí?

– Puedo imaginármelo. Palizas y hambre y… -Se calló al darse cuenta de que su reacción era demasiado exagerada-. Lo siento. Siempre he odiado a las personas que condenan primero e intentan comprender después. O quizá nunca.

– Te lo estás tomando de una forma muy personal.

– Tengo razón. Supongo que esa mujer tenía mi cara. No puede ser más personal que eso.

Trevor asintió.

– Touché. Y, sí, se parecía a ti. El parecido es asombroso.

– ¿Cómo lo sabes?

– En la biblioteca había varias esculturas de Cira. Era evidente que Julio había encargado a los mejores artistas de su tiempo que le hicieran retratos.

– ¿Y tú las viste? Sólo mencionaste la presencia de Aldo y de su padre en aquel túnel. ¿Tú estabas en la biblioteca?

– Sí.

– Eso es muy escueto. No me voy a enfadar, Trevor, pero no quiero que me digas las cosas a medias. Quiero conocer toda la historia.

Trevor se rió.

– Lo quieres todo. Tienes algo más que una semejanza física con Cira. Ella también lo quería todo.

– ¿Cómo lo sabes?

– Leí algunos manuscritos. Estuve varado en el yacimiento durante semanas y tenía que hacer algo mientras esperaba a que encontraran el oro de sus sueños.

– ¿El oro?

– Julio había mencionado un arcón lleno de oro que le había regalado a Cira para que se quedara con él unas semanas más. Se suponía que estaba escondido en una habitación de uno de los túneles y sólo él y Cira sabían dónde. Ella encontró otro amante e iba a abandonarle y él estaba desesperado.

Es el oro lo que quieres.

«No recuerdes las palabras que Cira le había dicho a Antonio. Concéntrate en el presente: Trevor, Aldo».

– Esos manuscritos debían estar escritos en latín. ¿Cómo los tradujiste?

– Estaba motivado. Además, contaba con los servicios de un erudito que había contratado Guido cuando descubrió la biblioteca. De hecho, fui yo quien le puso en contacto con Pietro Tatligno. Pietro era muy inteligente y tenía el entusiasmo de un niño. Estaba más interesado en el hallazgo histórico que en el dinero que Guido le había prometido. Los manuscritos se habían conservado en sus cartuchos de bronce. Pero Pietro tuvo que ir con sumo cuidado al abrirlos y traducirlos para no dañarlos. Hizo que Guido pagara una fortuna para comprar el sofisticado equipo que se requería para su conservación.

– Pero a ti no te importaba el increíble descubrimiento histórico.

– Me gusta el dinero. Me gustan las antigüedades, pero al final me he dado cuenta de que hasta los museos las utilizan para hacer trueques. Además, no creo que a Cira le hubiera gustado que sus posesiones estuvieran expuestas al público.

– ¡Caramba!, ¡qué creencia más conveniente!

– Pero cierta. Yo mismo empecé a tener una relación muy personal con Cira durante esas semanas. Todos la tuvimos. Puede que ni siquiera Guido pretendiera traicionarme cuando me llevó al yacimiento. Tanto él como su hijo se obsesionaron y no querían compartir.

– ¿El oro?

– No, en realidad no. No tardé en descubrir qué era lo que más les obsesionaba. Guido estaba totalmente obsesionado por encontrar los restos de Cira. De joven había descubierto una estatua de Cira en las ruinas del teatro y dedicó el resto de su vida a intentar encontrarla.

– ¿Salió alguna noticia en la prensa?

– No, ya te lo dije, estaba completamente obsesionado. Hablaba de ella como si estuviera viva, incluso antes de encontrar los manuscritos. Créeme, no quería que nadie descubriera nada sobre Cira antes que él.

Jane se sintió decepcionada. Por un momento había pensado que había hallado una forma de saber algo sobre Cira.

– ¿Y Aldo también estaba obsesionado con ella?

– De un modo distinto. Empezó a quedarse muy callado cuando su padre hablaba de ella, pero siempre estaba leyendo. Para él, ella también estaba viva. Pero no quería que así fuera; quería matarla y enterrarla para siempre.

– ¿Por qué?

– Para que el tormento finalizara algún día.

– ¿Tormento?

– Imagínate a Aldo a los cinco años cuando su padre descubrió el busto de Cira. Su padre era todo su mundo y ese mundo se había enfocado por completo en una mujer muerta, pasando por alto las necesidades de Aldo; eso debió ser devastador. Lo bastante como para perturbarle.

– Entonces, ¿por qué ayudaba a su padre a descubrirla?

– Estaba totalmente dominado por él. Y quizá también quería encontrar el oro.

– ¿Lo encontraste tú?

– No, pero eso no significa que no esté allí. Apenas había empezado a abrirse camino picando piedra, y ya había decidido que no quería compartir. Tenía que ir con mucho cuidado. Las paredes de los túneles estaban debilitadas por las explosiones volcánicas y sólo podían avanzar unos pocos metros al día sin arriesgarse a un derrumbamiento.

– ¿Y entre tanto tú estabas sentado leyendo los manuscritos?

– El trabajo físico no formaba parte del trato.

– ¿En qué consistía tu trabajo?

– Yo estaba en Milán trabajando en otro proyecto cuando Manza contactó conmigo.

– Contrabando.

– Bueno, sí. Es igual. Manza me dijo que había localizado un antiguo yacimiento que nos proporcionaría millones. Él encontraría las antigüedades y yo me encargaría de sacarlas de contrabando del país y de buscar compradores. Él trabajaba en una excavación cercana a Herculano y descubrió unas cartas antiguas que le condujeron a la finca de Julio situada a las afueras de la ciudad. No mencionó el busto de Cira. Yo era bastante escéptico. Se han hecho excavaciones en Herculano desde mil setecientos cincuenta. Estaba seguro de que ya se habían encontrado todos los yacimientos.

– Pero fuiste de todos modos.

– Estaba interesado. Manza llevaba muchos años trabajando en los yacimientos de Herculano. Aldo había pasado la mitad de su infancia recorriendo esos túneles que se habían excavado durante siglos debajo de la ciudad. Cabía la posibilidad de que Manza hubiera encontrado un tesoro. De todos modos, pensé que no arriesgaba nada. Me equivoqué. Terminé en el hospital durante dos meses.

– ¿Por qué?

– Guido decidió volar el túnel con todas las personas implicadas dentro. Planeó sellar la entrada y regresar más adelante cuando ya no quedara nadie con quien compartir el botín o nadie que supiera que había encontrado los restos de Cira.

– ¿Y tú estabas en el túnel?

– Pietro, yo y seis trabajadores que había contratado en Córcega. Yo fui el único que consiguió salir de ese agujero. Pero sólo porque estaba saliendo en el momento de la explosión. Me rompí una pierna y tardé tres días en llegar a la superficie. Encontré muerto a Guido en la entrada de la cueva.

– ¿No sobrevivió nadie más?

– Estaban en una zona más profunda del túnel. La carga explosiva prácticamente los redujo a pedacitos y quedaron allí enterrados. No quería destruir la biblioteca, por lo que allí colocó menos explosivos.

Se estremeció.

– Todas esas muertes…

– Aldo evidentemente heredó sus tendencias homicidas. Aunque nunca había oído nada acerca de que Guido fuera peligroso. Había sido profesor de arqueología en Florencia antes de empezar a negociar con antigüedades.

– ¿Y dónde estaba Aldo cuando saliste del túnel?

– Se había marchado. Era evidente que había intentado sacar a su padre de los escombros: le había cubierto con una manta y se había largado de allí.