—¡Posmotree! —gritó—. ¡Mírame!
Demjanjuk le miró a los ojos y ofreció su mano.
—Shalom.
Rosenberg retrocedió tambaleándose.
—¡Asesino! ¿Cómo te atreves a ofrecerme la mano? —Avi Meyer vio cómo Adina, la esposa de Rosenberg, se desmayaba en la tercera fila. Su hija la cogió en brazos. Rosenberg volvió airado a su asiento.
—Se le ha pedido que mire de cerca al acusado —dijo el Juez Dov Levin—. ¿Qué ha visto?
La voz de Rosenberg temblaba.
—Es Iván —musitó intentando recobrar la compostura—. Lo digo sin vacilar y sin la menor duda. Es Iván de Treblinka… Iván el de las cámaras de gas. Nunca olvidaré esos ojos… esos ojos de asesino.
Demjanjuk gritó algo. Avi Meyer no lo entendió bien, y O'Connor, entorpecido por el audífono traductor, tampoco pareció captarlo. Se quitó los auriculares y se dio la vuelta para mirar a su cliente.
Avi aguzó el oído.
—¿Qué ha dicho? —preguntó el abogado.
Demjanjuk, con la cara roja, cruzó los brazos sin contestar. El abogado israelí, Yoram Sheftel, se acercó a O'Connor y tradujo.
—Ha dicho Atah shakran, “es un mentiroso”.
—¡Estoy diciendo la verdad! —gritó Rosenberg—. ¡Es Iván el Terrible!
CAPÍTULO 6
Molly Bond se sentía… bueno, no estaba segura de cómo se sentía. Barata, pero excitada; llena de miedo, pero también de esperanza.
Había cumplido veintiséis años aquel verano, e iba camino de doctorarse en psicología del comportamiento. Pero esa noche no estaba estudiando. Estaba sentada en un bar a unas manzanas del campus de la Universidad de Minnesota, y el aire lleno de humo le picaba en los ojos. Ya había tomado té helado de Long Island, intentando hacer acopio de valor. Llevaba una ajustada blusa roja de seda, sin sujetador debajo. Si se miraba el pecho, podía ver los puntos de los pezones apretados contra la tela. Se había desabrochado un botón antes de entrar, e hizo lo mismo con el segundo. Además llevaba una falda negra de cuero que no le llegaba ni a medio muslo, medias oscuras, y zapatos negros de tacón de aguja. El pelo rubio le caía suelto sobre los hombros, y se había puesto sombra de ojos verde, y un pintalabios tan rojo como su blusa de seda.
Vio a un tío que entraba en el bar: no estaba mal, moreno, de unos veinticinco años, ojos marrones y abundante pelo oscuro. Italiano, quizá. Llevaba una cazadora de la UM, con las letras MED en una manga. Perfecto.
Molly notó que la miraba. Su estómago se agitó. Le devolvió la mirada con una pequeña sonrisa y apartó la vista.
Bastó con eso. Él se acercó y ocupó el taburete junto al suyo, dentro de su zona.
—¿Puedo invitarte a una copa?
—Té helado de Long Island —asintió ella, señalando su vaso vacío. Él hizo señas al camarero.
Los pensamientos del tío eran pornográficos. Cuando creía que no le miraba, Molly pudo verle estudiando su escote. Cruzó las piernas sobre el taburete, haciendo botar sus pechos.
No tardaron en ir a su casa. Era el típico apartamento de estudiante, no lejos del campus: cajas vacías de pizza en la cocina, libros de texto por encima de los muebles. Él se disculpó por el desorden y empezó a despejar el sofá.
—No es necesario —dijo Molly. Sólo había dos puertas, y ninguna estaba cerrada: se dirigió a la que daba al dormitorio.
Él se aproximó, sus manos encontrando los pechos a través de la blusa, y bajo ella, y después ayudando a Molly a quitársela. Ella le desabrochó el cinturón, y se quitaron el resto de la ropa de camino a la cama, bastándoles con la luz que llegaba del salón. Él sacó un paquete de tres condones de la mesita de noche y miró a Molly.
—Odio estas cosas —dijo tanteando las aguas, esperando que ella estuviese de acuerdo—. Matan la sensación.
Molly le acarició el pecho peludo y musculoso brazo hasta llegar a la mano, cogiendo los condones y dejándolos de nuevo en el cajón de la mesilla.
—¿Para qué molestarse, entonces? —dijo sonriente. Le acarició el pene hasta que estuvo completamente erecto.
Avi Meyer estaba sentado en su apartamento, con la boca abierta.
Demjanjuk había sido declarado culpable, por supuesto, y sentenciado a muerte. Había estado claro desde el comienzo del juicio. Habría una apelación, tal y como exigía la ley de Israel. Avi no sería enviado de nuevo para el segundo juicio: sus jefes de la OIE estaban seguros de que nada cambiaría. Seguro que todas las declaraciones que llegaban a la prensa eran sólo astutas jugadas de los abogados de altos vuelos de Demjanjuk. Como la entrevista emitida en 60 minutos con María Dudek, una flaca mujer de setenta años, con el pelo blanco cubierto con un pañuelo, ropas raídas y sólo unos pocos dientes, una mujer que había sido prostituta en los años 40 en el pueblo de Wolga Okranik, cerca de Treblinka, una mujer que había tenido un cliente regular que operaba las cámaras de gas, una mujer que había gritado de pasión comprada por él… Estaba claro que aquella anciana se equivocaba al decir que el nombre de su cliente no era Iván Demjanjuk sino Iván Marchenko.
Pero no. Avi Meyer contempló en la CNN cómo se deshacía el trabajo de la OIE. El Tribunal Supremo israelí, presidido por Meir Shamgar, había revocado la condena de John Demjanjuk.
Demjanjuk llevaba cinco años y medio prisionero en Israel. Su apelación se había retrasado tres años debido a un ataque cardíaco del Juez Zvi Tal. Y durante esos tres años, la Unión Soviética había caído, saliendo a la luz antiguos archivos secretos.
Como decía María Dudek, el operario de la cámara de gas de Treblinka había sido Iván Marchenko, un ucraniano que se parecía a Demjanjuk. Pero el parecido era sólo pasajero. Demjanjuk había nacido el 3 de abril de 1920, y Marchenko el 2 de febrero de 1911. Demjanjuk tenía los ojos azules, mientras que los de Marchenko eran marrones.
Marchenko había estado casado antes de la guerra. El yerno de Demjanjuk, Ed Nishnic, había ido a Rusia, encontrando a la familia de Marchenko en Seryovka, un pueblo del distrito de Dnepropetrovsk. La familia no había visto a Marchenko desde que se alistó en el Ejército Rojo en julio de 1941. La esposa abandonada de Marchenko había muerto apenas un mes antes de la visita de Nishnic, y su hija se derrumbó entre lágrimas al saber de los horrores cometidos por su padre en Treblinka. “Me alegro de que madre muriese sin saberlo,” se dijo que había explicado.
Al oír aquellas palabras, Avi sintió que el corazón le daba un vuelco. Era el mismo sentimiento que había tenido al saber que Iván había obligado a su padre a violar a una niña.
Los archivos de la KGB tenían una declaración jurada de Nikolai Shelaiev, el otro operador de la cámara de gas de Treblinka, que había sido, bastante literalmente, el menor de dos males. Capturado por los soviéticos en 1950, Shelaiev había sido juzgado y ejecutado como criminal de guerra en 1952. Su declaración contenía la última referencia a Marchenko, visto saliendo de un burdel de Fiume en 1945. Le había dicho a Nikolai que no tenía ninguna intención de volver a casa con su familia.
Antes incluso de que María Dudek hablase con Mike Wallace, antes de que Demjanjuk fuese despojado de su ciudadanía americana, Avi había sabido que el apellido usado por Iván el Terrible en Treblinka podía haber sido Marchenko. Pero aquello no tenía importancia, se había dicho: el apellido Marchenko estaba de todas formas íntimamente ligado a Demjanjuk. En un formulario cumplimentado por Demjanjuk para pedir la condición de refugiado, lo había dado como apellido de soltera de su madre.