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El policía asintió.

—Un mal tipo, ese Hanratty. Estaba metido en un grupo neonazi llamado el Reich Milenario. Actúan sobre todo en San Francisco, por la zona de la Bahía, pero también han estado reclutando aquí en Berkeley —contempló los edificios de los alrededores—. ¿Tienen su coche por aquí?

—Íbamos a pie.

—Bien… mire, es más de medianoche y, francamente, su amigo parece un poco ido. ¿Qué les parece si la oficial Granatstein y yo les acercamos a casa? Pueden pasar mañana por la comisaría para hacer su declaración —le dio una tarjeta.

—¿Por qué iba a querer atacarme un neonazi? —preguntó Pierre, reaccionando por fin.

El policía se encogió de hombros.

—Ningún misterio. Quería su cartera y el bolso de su amiga.

Pero Molly sabía que no era cierto. Tomó la mano sucia de sangre de Pierre y le guió hacia el coche patrulla.

Pierre entró en la ducha, lavándose la sangre del pecho y los brazos y tiñendo el agua de rojo. Se frotó hasta quedar en carne viva. Después de secarse, se metió en la cama junto a Molly, y ambos se abrazaron.

—¿Por qué iba a atacarme un neonazi? —preguntó en la oscuridad, bufando ruidosamente—. Demonios, ¿por qué iba a tomarse nadie la molestia de matarme? Al fin y al cabo…

Se calló, la frase en inglés formada ya en su mente. Pero Molly sabía lo que había estado a punto de decir, y le atrajo hacia ella, abrazándole con fuerza.

Al fin y al cabo, había pensado Pierre Tardivel, pronto estaré muerto de todas formas.

Libro Uno

Vivamos en la adversidad, luchando con brío; arriesguémonos a agotarnos antes que a herrumbrarnos.

—Theodore Roosevelt,
Premio Nobel de la Paz 1906

CAPÍTULO 1

Agosto de 1943

Los gritos sonaban como el maíz en la sartén: al principio uno o dos, y después cientos de ellos amontonándose, hasta que por fin iban disminuyendo y se apagaban por completo, y entonces todo había terminado.

Jubas Meyer intentaba no pensar en ello. Incluso muchos de los bastardos al mando lo intentaban. A sólo cuarenta metros, una banda de músicos judíos tocaba a punta de pistola para acallar con sus canciones los gritos de los moribundos, pues el rumor del motor diesel en la Maschinehaus no bastaba para ocultarlos.

Finalmente, mientras Jubas y los otros esperaban ya preparados, los dos operadores ucranianos abrieron trabajosamente las enormes puertas. Un humo azul salió de la abertura.

Como solía ocurrir, los cadáveres desnudos aún se mantenían en pie. La gente había sido apiñada de tal forma —hasta quinientos en aquella pequeña cámara— que no había espacio para que cayera. Pero al abrirse las puertas, los muertos más próximos a la salida se desplomaron bajo el cálido sol del verano, con los rostros moteados e hinchados por el monóxido de carbono. La peste a sudor, orina y vómito llenaba el aire.

Jubas y su compañero Shlomo Malamud avanzaron llevando su camilla de madera, con ella podían cargar a dos niños o un adulto en cada viaje. No tenían fuerzas para llevar más. Jubas podía contarse fácilmente las costillas a través de la piel, y los piojos atormentaban su cuero cabelludo.

Empezaron por una mujer de unos cuarenta años: su pecho izquierdo tenía una larga cuchillada. Llevaron el cadáver hasta el puesto dental; allí, un hombre pálido de poco más de treinta años llamado Yehiel Reichman le echó la cabeza hacia atrás abriéndole la boca. Vio un brillo de oro, cogió unas tenazas manchadas de sangre y extrajo el diente.

Shlomo y Jubas arrojaron el cadáver a la fosa junto con los demás, intentando ignorar el zumbido de las moscas y el hedor de la carne podrida y las evacuaciones postmortem. Volvieron a la cámara y…

No…

¡No!

Dios, no.

Rachel no…

Pero lo era. La propia hermana de Jubas, yaciendo desnuda entre los muertos, mirándole con unos ojos tan verdes y vacíos de vida como las esmeraldas.

Él había rezado por que escapase, por que estuviese a salvo, por…

Jubas retrocedió tambaleándose, tropezó y cayó al suelo, con lágrimas en los ojos que al resbalar por sus mejillas abrían surcos en la mugre que le cubría el rostro.

Shlomo acudió en ayuda de su amigo.

—Vamos —susurró—. Deprisa, antes de que vengan…

Pero Jubas estaba llorando ahora, incapaz de controlarse.

—Nos pasa a todos —dijo Shlomo para tranquilizarle.

Jubas sacudió la cabeza. Shlomo no lo entendía. Tragó aire, y por fin pudo forzarse a hablar.

—Es Rachel —dijo estremeciéndose entre sollozos mientras señalaba el cadáver. Las moscas ya estaban caminando sobre la cara de su hermana.

Shlomo puso una mano en el hombro de Jubas: le habían separado de su hermano Saúl, y lo único que le mantenía con vida era la esperanza de que él estuviese a salvo.

—¡Levanta! —gritó una voz familiar. Un alto y robusto ucraniano calzado con botas se acercaba a ellos. Llevaba un rifle con una bayoneta calada… la misma bayoneta que Jubas le había visto afilar frecuentemente hasta dejarla como un escalpelo.

Jubas alzó la mirada. Podía distinguir aquel rostro incluso a través de las lágrimas: una cara redonda de unos treinta años, de orejas protuberantes, labios finos y calvicie incipiente.

Shlomo se acercó al ucraniano, arriesgándolo todo. Pudo oler el licor barato en el aliento del hombre.

—Un momento, Iván, ten compasión… es la hermana de Jubas.

La ancha boca de Iván se abrió en una mueca terrible. Inclinándose, cortó el pezón derecho de Rachel con su bayoneta, haciéndolo saltar de la hoja con un golpe del dedo. El pezón cayó girando hasta acabar con el lado sangrante sobre el regazo de Jubas.

—Quédatelo de recuerdo —dijo Iván.

Era un monstruo.

Un demonio.

El mal hecho carne.

Su nombre era Iván. Nadie sabía su apellido, y los judíos le apodaban Iván el Terrible. Había llegado al campo un año antes, en julio de 1942. Algunos decían que había recibido una buena educación antes de la guerra: hablaba mejor que los demás guardias. Unos pocos llegaban a afirmar que había sido médico, viendo la precisión con que cortaba la carne humana. Pero lo que hubiese hecho en la vida civil había quedado atrás.

Jubas Meyer había calculado cuántos cadáveres sacaban de las cámaras cada día él y Shlomo, cuántos otros pares de judíos eran obligados a hacer lo mismo, cuántos trenes de carga habían llegado hasta la fecha.

Los resultados eran estremecedores. Allí, en aquel pequeño campo, se ejecutaba cada día a entre diez y doce mil personas; algunos días, la cifra alcanzaba las quince mil. Hasta el momento se habría exterminado a más de medio millón de personas. Y había rumores de otros campos: uno en Belzac, otro en Sobibor, quizá otros más.

No cabía duda: los nazis pretendían matar a todos los judíos, borrarlos de la faz de la tierra.

Y allí en Treblinka, a ochenta kilómetros al nordeste de Varsovia, Iván el Terrible era el principal agente de tal destrucción. Sí, tenía un compañero llamado Nikolai que le ayudaba a operar las cámaras, pero era Iván el sádico más allá de lo creíble, quien violaba a las mujeres antes de gasearlas, quien les hacía cortes —sobre todo en los pechos— mientras marchaban desnudas hacia las cámaras, quien obligaba a los judíos a copular con cadáveres mientras soltaba una fría risa gutural y les golpeaba con una cañería de plomo.

Iván disfrutaba de ello, y sus frecuentes borracheras no hacían sino incrementar su crueldad natural. Como ucraniano, probablemente había sido un prisionero de guerra, pero se había presentado como Wachmann voluntario, demostrando una notable pericia técnica que le hizo quedar a cargo de las cámaras de gas. Los alemanes confiaban tanto en él que le dejaban salir del campo. Jubas le había oído fanfarroneando con Nikolai sobre la puta a la que frecuentaba en el cercano pueblo de Wolga Okranik. “Si crees que los judíos chillan mucho,” había dicho Iván, “tendrías que oír a mi María”.