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Bullen sonreía de oreja a oreja.

—Gracias —dijo cuando cesaron los aplausos—. Muchas gracias. Ha sido un año espectacular, ¿no es cierto?

Más aplausos.

—Nuestro jefe financiero, Garrett Sims, les dirá algunas cosas sobre eso más adelante, pero dejen que les hable de nuestros progresos. Empezaré por presentarles a los interventores…

Se sucedieron los informes habituales y fueron planteadas tres mociones, aunque estaba claro que la junta tenía los votos suficientes para decidir lo que quisiese. Algunos miembros del público hicieron preguntas. Un joven protestó por el hecho de que el informe anual no estuviese impreso en papel reciclado. Pierre sonrió: el espíritu del radicalismo californiano seguía vivo.

Bullen volvió al estrado.

—Por supuesto, el mayor impacto en nuestra cuenta de beneficios ha sido el proyecto de ley once cuarenta y seis del senador Patrick Johnston, que entró en vigor el uno de enero de hace tres años. Esa ley nos ha impedido negar pólizas a quienes tienen serios trastornos genéticos basándonos en sus pruebas, siempre que no hayan manifestado los síntomas. Las compañías aseguradoras de California han presionado intensamente en Sacramento oponiéndose a esa ley, y de hecho habían conseguido que el Gobernador Wilson la vetase, pero el senador Johnston siguió presentándola hasta que Wilson tuvo que firmarla. —Miró al público—. Ésas son las malas noticias. Las buenas son que seguimos presionando en los estados de Oregón y Washington para asegurarnos de que no se introduce ningún proyecto similar. Hasta ahora, la ley de California sigue siendo la única de su tipo en el país… y pretendemos que siga siéndolo.

El público aplaudió. Pierre se sintió irritado.

Al final de las presentaciones formales, Bullen, cuya voz grave sonaba notablemente ronca, preguntó si había algún otro asunto. Pierre tocó con el codo a Molly, que levantó la mano por él. No quería que le viesen agitar el brazo como un pelota de sexto curso. Otras dos personas fueron escuchadas primero, y entonces Bullen señaló a Molly.

Ella se levantó un momento.

—En realidad —dijo en voz alta— es mi marido quien quiere hablar. —Lenta, trabajosamente, Pierre se levantó apoyándose sobre su bastón. Anduvo hasta el micrófono que había en el centro del pasillo. Sus pies vacilaban al moverse, y el brazo que no sujetaba el bastón se alzaba y caía continuamente. Algunas personas boquearon sorprendidas. Alguien de unas filas más atrás dijo a su acompañante que aquel tipo debía de estar borracho; Molly se dio la vuelta y le lanzó una mirada asesina.

Pierre llegó por fin al micrófono. Estaba demasiado bajo para él, pero sabía que le faltaba coordinación para mover la pieza que le permitiría estirar una de las secciones telescópicas. Se agarró al soporte con la mano izquierda mientras se apoyaba en el bastón con la derecha.

—Hola —dijo—. No sólo soy un accionista; también soy ingeniero genético. —Bullen se irguió en su asiento, reconociendo quizá el acento de Pierre. Hizo señas a alguien entre bastidores—. He oído que el señor Bullen les dice lo mala que es la ley contra la discriminación genética. Pero eso no es cierto: es algo maravilloso. Yo procedo de Canadá, donde creemos que el derecho a la atención médica es algo tan inalienable como la libertad de expresión. La ley del senador Johnston reconoce que ninguno de nosotros puede controlar su composición genética.

Hizo una pausa para tomar aliento, su diafragma sufría espasmos a veces. Vio que dos guardias de seguridad habían aparecido en la sala; ambos iban armados.

—Trabajo en el Proyecto Genoma Humano. Estamos secuenciando todo el ADN que forma al ser humano. Ya conocemos la localización del gen de la enfermedad de Huntington, que es lo que yo tengo, así como los de algunas formas de Alzheimer, el cáncer de pecho y ciertas enfermedades cardíacas. Pero en el futuro sabremos dónde está cada gen y qué es lo que hace. Puede que lo consigamos mientras muchos de ustedes siguen vivos. Hoy sólo podemos hacer pruebas genéticas para unas cuantas cosas, pero mañana podremos decir quién va a ser obeso, quién desarrollará mucho colesterol, quién tendrá cáncer de colon. Entonces, si no fuera por leyes como la del senador Johnston, podrían ser ustedes o sus hijos o nietos quienes se quedasen sin red de seguridad, en nombre del beneficio. —Su instinto natural era extender los brazos en un gesto implorante, pero no podía hacerlo sin perder el equilibrio—. No deberíamos oponernos a que otros estados adopten leyes como la de California, sino que deberíamos ayudarles a aceptar los mismos principios. Deberíamos…

Craig Bullen habló con firmeza por su propio micrófono.

—Los seguros son un negocio, doctor Tardivel.

Pierre se sorprendió ante el uso de su nombre. Las cartas estaban boca arriba.

—Sí, pero…

—Y esta buena gente —Bullen abrió los brazos, y Pierre se preguntó por un momento si estaba burlándose del gesto que él no había podido hacer— también tiene derechos. El derecho de ver que su dinero duramente ganado rinde beneficios. El derecho de beneficiarse con el sudor de su frente. Invierten su dinero aquí, en esta compañía, porque quieren seguridad financiera… seguridad para jubilarse cómodamente, seguridad para capear los malos tiempos. Ha dicho usted que es genetista, ¿no?

—Sí.

—¿Pero por qué no dice también a estas personas que tiene una póliza? ¿Por qué no les dice que solicitó el seguro un día después de que la ley del senador Johnston entrase en vigor? ¿Por qué no les habla de los miles de dólares que ha reclamado a esta compañía, para pagar desde los fármacos para combatir su corea hasta el bastón que lleva? Es usted una carga, señor… una carga para cada uno de los aquí reunidos. Su seguro representa la caridad que nos impone el estado.

—Pero yo…

—Y hay un lugar para la caridad, estoy de acuerdo. Le sorprenderá saber, doctor Tardivel, que el año pasado doné personalmente, de mi propio bolsillo, diez mil dólares a un hospital de SIDA aquí en San Francisco. Pero nuestra generosidad debe tener unos límites razonables. La atención médica cuesta dinero. Su querido sistema socializado canadiense podría venirse abajo por la subida constante de los costes.

—Eso no…

—Por favor, señor, ya ha hecho uso de la palabra. Ahora tome asiento.

Un hombre de voz grave gritó desde el fondo.

—¡Siéntate, franchute!

—¡Vuélvete a tu casa si no te gusta esto! —gritó una mujer.

¡Une minute! —dijo Pierre.

—¡Cancela tu póliza! ¡Deja de chuparnos la sangre!

—Ustedes no lo entienden —intentó explicar—. Es…

Un tipo empezó a abuchearle, y pronto se le unieron otros.

Alguien le tiró una agenda enrollada. Bullen hizo señas con los dedos a los guardias de seguridad, que empezaron a avanzar. Pierre suspiró ruidosamente y emprendió el largo y arduo camino de vuelta a su asiento. Molly le dio unas palmaditas en el brazo.

—Tienes los huevos cuadrados, tío —dijo el hombre que se sentaba detrás de ellos.

Molly, que había estado detectando algunos pensamientos de aquel hombre y su mujer a lo largo de la velada, se dio la vuelta.

—Y usted tiene un lío con su secretaria Rebecca.

El hombre quedó boquiabierto y empezó a balbucear mientras su esposa se inclinaba hacia él.

—Vámonos, Pierre. No tiene sentido que nos quedemos más tiempo.

Pierre asintió y empezó el complejo proceso de levantarse. Bullen seguía con la asamblea.

—Lamento esta desdichada exhibición. Ahora, damas y caballeros, como cada año, terminaremos con unas palabras del fundador de la compañía, el señor Abraham Danielson.