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—Ese tipo de pruebas no es legal.

—Eso no es una respuesta directa. ¿Lo hacen? Es bastante fácil, después de todo. Sólo hacen falta unas cuantas células. ¿Lo hacen?

—Entre nosotros, sí.

—¿Lo hacían ya en los 80?

—Sí.

—Entonces tendrán una muestra de tejido de John Demjanjuk en sus archivos.

—Supongo. ¿Por qué?

—Consígala. Haga que la envíen a mi laboratorio por mensajero.

—¿Por qué?

—Simplemente hágalo. Si tengo razón… si tengo razón, podré aclarar el misterio de lo que fue mal en el juicio de Iván el Terrible en Jerusalén hace tantos años.

CAPÍTULO 39

El teléfono volvió a sonar el día siguiente.

—Pierre, soy Avi. Llamo desde el aeropuerto O'Hare. He estado con Salmon Chudzik esta mañana; es un superviviente de Treblinka que vive en Estados Unidos.

—¿Y?

—El pobre bastardo tiene la enfermedad de Alzheimer.

Merde.

—Exactamente. Aunque… bueno, quizá suene cruel, pero en este caso puede que sea una bendición.

—¿Eh?

—Su hija dice que lo ha olvidado todo sobre Treblinka. Por primera vez en más de cincuenta años, puede dormir toda la noche.

Pierre no supo qué contestar.

—¿Cuándo sale para Israel?

—Dentro de unas tres horas.

—Espero que tenga más suerte allí.

La voz de Avi sonaba cansada.

—Yo también. Sólo hubo cincuenta supervivientes de Treblinka, y ya han muerto más de treinta y cinco de ellos. Sólo quedan cuatro que no hayan identificado erróneamente a Demjanjuk como Iván… y Chudzik era uno de ellos.

—¿Y qué pasa si no tenemos una identificación positiva?

—Que nos quedamos sin caso. Mire todas las pruebas que tenían contra O.J. Simpson: no significaron nada para el jurado. Sin testigos oculares, estamos hundidos. Y digo testigos, en plural. Los israelíes no prestarán atención a menos que tengamos como mínimo dos identificaciones independientes.

—Santo Cristo.

—En este momento —dijo Avi— aceptaría hasta su ayuda.

Avi Meyer había pasado los últimos días resolviendo asuntos jurisdiccionales con Izzy Tischler, un detective de paisano de la División de Investigación de Crímenes Nazis de la Policía de Israel. Por fin estaban listos para intentar su primera identificación. Tischler, un cuarentón alto, delgado y pelirrojo, llevaba un yarmulke; Avi se puso un sombrero de lona, intentando protegerse de aquel sol brutal. Caminaron por la estrecha calle, entre edificios de ladrillo amarillo y pequeños balcones pegados unos a otros. Dos judíos ortodoxos y un árabe se cruzaron en la acera, sin mirarse.

—Aquí es —dijo Tischler, comparando el número de la calle con una dirección que llevaba escrita en una nota Post-it, doblada por la mitad para que la tira adhesiva quedase cubierta. La puerta estaba a sólo un metro de la calzada. Había hierbas creciendo en las grietas del camino de piedra, pero la belleza del mezuzah de cerámica del umbral fascinó a Avi. Llamaron a la puerta, y al poco tiempo abrió una mujer de mediana edad.

Shalom —dijo Avi—. Me llamo Avi Meyer, y me acompaña el Detective Tischler, de la Policía de Israel. ¿Vive aquí Casimir Landowski?

—Está arriba. ¿De qué se trata?

—¿Podemos hablar con él?

—¿Sobre qué?

—Sólo necesitamos que identifique algunas fotos.

Ella les miró.

—Han encontrado a Iván Grozny —dijo en tono neutro.

Avi dio un respingo.

—Es importante que la identificación no esté condicionada. ¿Es usted hija de Casimir Landowski?

—Sí. Mi marido yo cuidamos de él desde que murió su esposa.

—Su padre no puede saber de antemano a quién vamos a pedirle que identifique. Si lo supiese, los abogados de la defensa podrían pedir que se desestimase la identificación. Por favor, no le diga nada.

—No podrá ayudarles.

—¿Por qué no?

—Porque se ha quedado ciego, por eso. Complicaciones de la diabetes.

—Oh —dijo Avi, sintiendo que se le hundía el corazón—. Lo lamento.

—Aunque pudiera ver, no sé si les dejaría hablar con él.

—¿Por qué?

—Siguió el juicio de John Demjanjuk en la televisión. ¿Cuándo fue, hace diez años? Aún podía ver, y sabía que tenían ustedes al tipo equivocado. Le habían mostrado fotos de Demjanjuk, y él había dicho que no era Iván.

—Lo sé. Por eso hubiese sido un gran testigo ahora.

—Pero ver aquel juicio acabó con él. Todos aquellos testimonios sobre Treblinka. Él nunca había hablado de ello, nunca me dijo ni una palabra. Pero se sentaba allí, transpuesto, día tras día, escuchando los testimonios. Conocía a algunos de los testigos, y les oyó hablar de todo lo que hizo ese carnicero… asesinatos, violaciones, torturas… Él creía que, si nunca hablaba de ello, de algún modo podría separarlo de su vida, mantenerlo aislado. Pero tener que vivirlo todo de nuevo, aunque fuese en el salón de su casa, estuvo a punto de matarle. Pedirle que lo hiciese otra vez… nunca haría algo así. Tiene noventa y tres años; no sobreviviría.

—Lo siento. —Avi miró a la mujer, intentando calibrarla. Se le ocurrió que quizá el hombre no estuviese ciego de verdad. Podía ser que sólo intentase protegerle—. Yo… de todas formas, me gustaría hablar con su padre, si es posible. Ya sabe, sólo para estrechar su mano. He venido desde Estados Unidos.

—No me cree —dijo ella en el mismo tono de antes. Pero se encogió de hombros—. Les dejaré hablar con él, pero no pueden decirle ni una palabra de por qué están aquí. No quiero que le trastornen.

—Lo prometo.

—Pasen, entonces. —Subió seguida por Avi y Tischler. Landowski estaba sentado ante un televisor. Avi pensó que había cogido a la mujer en una mentira, pero después se dio cuenta de que el hombre no estaba mirando la televisión, sino escuchándola. Era un programa en hebreo. La entrevistadora, una mujer joven, estaba preguntando a sus invitados por sus primeras experiencias sexuales. Landowski escuchaba atentamente. Su bastón blanco estaba apoyado contra la pared en un rincón.

Abba, quiero presentarte a unos viejos amigos míos. Sólo están de paso.

El hombre se puso en pie lenta y trabajosamente. Avi vio que sus ojos estaban completamente nublados.

—Es un placer conocerle —dijo estrechando su mano nudosa—. Un gran placer.

—Ese acento… ¿es usted americano?

—Sí.

—¿Qué le trae a Israel? —preguntó el hombre, en tono bajo.

—Los monumentos. Ya sabe, la historia.

—Oh, sí. Tenemos mucho de eso.

Pierre cogió un teléfono del laboratorio.

—¿Diga?

—¿Pierre?

—Hola, Avi. ¿Cómo va el tanteo?

—Fuerzas del bien cero, fuerzas del mal dos.

—¿Ninguna identificación?

—Todavía no. El segundo tipo es ciego. Complicaciones de la diabetes, dijo su hija.

Pierre bufó.

—¿Le parece divertido?

—Divertido no. Simplemente irónico. El primer testigo tenía Alzheimer, y el segundo tiene diabetes. Ambas son enfermedades de origen genético. Como Danielson, Marchenko discrimina a las personas que sufren esas mismas enfermedades, que ahora son lo que le está salvando.

—Sí —dijo Avi—. Bueno, esperemos que las cosas mejoren. Sólo nos quedan dos cartuchos.

—Téngame al tanto.

—Claro. Adiós.

Pierre volvió al panel luminoso, inclinándose sobre las dos radiografías. Pasó horas allí, pero al terminar asintió con satisfacción. Era exactamente lo que había esperado.