—¿Qué más necesita para el caso?
—¿En el mejor de los mundos posibles? Una confesión.
Pierre frunció el ceño. Por supuesto, Molly podría confirmar la culpa de Danielson con mucha facilidad, pero Pierre no quería que tuviese que testificar.
—Podría reunirme con él llevando un micrófono.
—¿Qué le hace pensar que le recibiría? —El tono de Avi era un tanto desdeñoso, como si dijese “¿Qué le hace pensar que recibiría a alguien en su estado?”
Pierre rechinó sus dientes.
—Ya se nos ocurrirá algo.
—Y aunque acepte recibirle, ¿por qué cree que confesará?
—No hace falta que confiese, basta con que diga algo lo bastante incriminatorio como para justificar su arresto. Entonces podrán interrogarle bien.
—Supongo. Exigiría algo de papeleo…
—Adelante, hágalo.
—No sé, Pierre. Usted es un civil, y…
—Soy un voluntario. ¿Acaso quiere que ese bastardo quede libre?
Avi lo pensó.
—De acuerdo —dijo al fin—. Probemos.
CAPÍTULO 41
—Despacho de Abraham Danielson —dijo una voz de mujer.
—¿Puedo hablar con él, por favor?
—¿Quién llama?
—El doctor Pierre Tardivel.
—Un momento.
Silencio.
—Lo siento, doctor Tardivel. El señor Danielson no puede atender su llamada ahora. ¿Quiere dejarle un mensaje?
—Dígale que una mujer de Polonia llamada María Dudek me dijo que le llamase. Dele el mensaje ahora; esperaré.
—Está realmente muy ocupado, señor y…
—Usted dele el mensaje. Estoy seguro de que querrá atender esta llamada.
—Yo no puedo…
—Hágalo.
Hubo un momento de silencio mientras la secretaria rumiaba aquello.
—Espere un segundo.
Un clic al quedar Pierre en espera. Pasaron tres minutos.
Otro clic.
—Abraham Danielson al habla.
—Hola Iván. María Dudek le envía recuerdos.
—No sé de qué…
—Reúnase conmigo dentro de una hora en el Laboratorio Nacional Lawrence Berkeley.
—No voy a ir a ninguna parte. Usted está loco…
—Puede hablar conmigo, o yo empezaré a hablar con otra gente. Creo que el Departamento de Justicia tiene una oficina especial para buscar criminales de guerra.
El silencio duró casi treinta segundos.
—Si vamos a hablar —dijo Danielson— será aquí, en mi terreno.
—Pero…
—Tómelo o déjelo.
Pierre miró a Avi Meyer, que estaba escuchando por un supletorio. Avi alzó tres dedos.
—Estaré allí a las tres. Asegúrese de que el guardia sabe que me espera.
—Pierre Tardivel —dijo. Estaba frente a la mesa de la secretaria en la antecámara del fundador, situada en el piso 37 del edificio de 40 plantas de Seguros Cóndor—. Tengo una cita con Abraham Danielson.
La secretaria era dos décadas más vieja que Rosalee, el bombón que trabajaba en aquella misma planta para el Consejero Delegado Craig Bullen. Quedó claramente sorprendida por los miembros danzantes y los tics faciales de Pierre, pero recuperó rápidamente la compostura.
—Siéntese, por favor. El señor Danielson le recibirá en unos momentos.
Pierre entendió que estaban poniéndole en su lugar, que Danielson quería tener una ventaja psicológica: no pasas tres años durmiendo con una psicóloga todas las noches sin aprender una cosa o dos. Pero sus palmas seguían sudando. Con la ayuda de su bastón, se acercó lentamente al sofá. Los últimos números de varias revistas, incluyendo Forbes y Business Week, reposaban sobre la mesita de cristal; también había una copia del informe anual amarillo y negro de Cóndor.
Avi Meyer, otros cuatro agentes de la OIE y dos oficiales de la policía de San Francisco esperaban estacionados no muy lejos de allí, fuera de los límites de la propiedad. Estaban todos apiñados en una furgoneta alquilada llena de equipos de escucha.
Después de unos minutos, sonó el teléfono de la recepcionista.
—¿Sí, señor? Enseguida… El señor Danielson le verá ahora.
Pierre se puso en pie y caminó despacio hacia el despacho. Era más pequeño que el de Craig Bullen (no tenía mesa de reuniones), pero los muebles eran igualmente opulentos. Los gustos de Danielson eran irónicamente más modernos que los de Bullen, tendiendo al cuero negro y cromo, con acentos en turquesa y rosa.
—Señor Tardivel —dijo Danielson, sin rastro de amabilidad en su voz aguda y con acento—. ¿Qué significa esta tontería?
—Veo que reconoció el nombre de María Dudek —respondió Pierre, sentándose poco a poco ante el escritorio de Danielson.
—Ese nombre no significa nada para mí.
—¿Entonces por qué accedió a recibirme?
—Es usted un accionista; le recuerdo de su patético numerito en la asamblea. Siempre procuro atender a mis accionistas.
—Ya había estado aquí antes. Oh, no en este despacho, pero sí en este piso. Tuve una reunión con Craig Bullen. Pero elegí mal entonces: el títere en lugar del titiritero.
—Sinceramente, no sé de qué me habla.
—Y no sólo he descubierto que es usted Iván Marchenko… como si no fuese ya bastante malo. También sé que es el líder del Reich Milenario. Usted ha hecho algo más que discriminar a personas con desórdenes genéticos, como el mayor accionista individual de la compañía, aumenta sus beneficios matando a los asegurados que reclamarían en el futuro cuantiosas sumas.
Danielson miraba a Pierre con expresión neutra.
—Está loco.
Pierre no dijo nada. Sus manos bailaban.
Danielson extendió los brazos.
—Sufre usted la corea de Huntington, ¿no? Es un desorden nervioso degenerativo que tiene un profundo efecto en las facultades. Lo que sea que usted piensa que sabe es sin duda producto de su enfermedad.
Pierre frunció el ceño.
—¿De verdad? He investigado mucho, estudiando asesinatos sin resolver de los últimos años. Un número desproporcionado de víctimas tenía trastornos genéticos o estaba esperando caros tratamientos médicos. Y la mayoría de ese subconjunto estaba asegurada por Cóndor. Y sé que toman por sistema muestras de células de los nuevos asegurados; si alguno de ellos tiene malos genes o reclama un tratamiento caro, hace que le maten.
—Vamos, vamos, señor Tardivel. Lo que usted sugiere es monstruoso, y le aseguro que yo no soy un monstruo.
—¿No? ¿Qué hizo exactamente durante la Segunda Guerra Mundial?
—No creo que sea asunto suyo, pero era soldado del Ejército Rojo en Ucrania.
—Y una mierda. —Pierre dejó la palabra colgando entre ellos durante varios segundos—. Su verdadero nombre es Iván Marchenko. Fue adiestrado en Trawniki y destinado después a Treblinka.
—Iván Marchenko… —dijo Danielson, pronunciando cada sílaba con cuidado—. Ese nombre tampoco me suena.
—¿No? Y supongo que tampoco reconocerá el de Iván Grozny.
—Eso sería “Iván el Terrible”, ¿no? ¿No fue el primer zar de Rusia? —La cara de Danielson estaba tranquila.
—Iván el Terrible operaba la cámara de gas de Treblinka… el campo de exterminio en Polonia donde mataron a ochocientas setenta mil personas.
—No tengo nada que ver con eso.
—Hay testigos.
—¿De algo que pasó hace más de cincuenta años? Vamos…
—Puedo probar las dos acusaciones contra usted: los asesinatos de asegurados, y que es Iván. La pregunta es, ¿cuál prefiere admitir? ¿Cree que tendrá más posibilidades aquí en California o en un juicio por crímenes de guerra en Israel?
—Está usted loco.
—Eso ya lo ha dicho antes.