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El jardín de infancia. Dios, parecía tanto tiempo. La clase de Mademoiselle Renault. Tenues recuerdos de las celebraciones del centenario de Canadá.

Ser un Louveteau, un boy-scout Lobezno, pero sin conseguir nunca una insignia de mérito.

Dos años de campamento de verano.

El traslado familiar de Clearpoint a Outrement, y el tener que adaptarse a un colegio nuevo.

Romperse el brazo jugando al hockey callejero.

Y la crisis del Frente Quebequés de Liberación en octubre de 1970, y sus padres intentando explicar a un chico muy asustado lo que significaban las noticias de la televisión, y por qué había soldados en las calles.

Robert Apollinaire, su amigo cuando tenía diez años, que se había mudado a veinte manzanas de distancia, y al que nunca volvió a ver.

Y la pubertad, y todo lo que aquello trajo consigo.

El alboroto cuando los juegos olímpicos de 1976 fueron celebrados en Montreal.

Su primer beso, en una fiesta, jugando a la botella.

Y ver La guerra de las galaxias por primera vez y pensar que era la mejor película de todos los tiempos.

Su primera novia, Marie… se preguntaba dónde estaría ahora.

Conseguir su permiso de conducir, y chocar con el coche de Papá dos meses después.

Descubrir las palabras mágicas Je t'aime, y lo eficaces que eran para introducir la mano bajo un jersey o una falda. Y aprender su verdadero significado el verano de sus diecisiete años, con Danielle. Y llorar solo en una esquina después de que ella rompiera con él.

Aprender a beber cerveza, y después a disfrutar del sabor. Fiestas. Trabajos de verano. Una función escolar en la que se ocupó de la iluminación. Ganar entradas para los partidos en casa de los Canadiens en un concurso de la radio… ¡qué año había sido! Pasar, desmotivado, por el instituto. Escribir artículos deportivos para L'Informateur, el periódico escolar. La gran pelea con Roch Lavaclass="underline" quince años de amistad acabados en una tarde, y nunca recuperados.

El ataque cardíaco de papá. Pierre había pensado que el dolor de perderle nunca desaparecería, pero sí lo hizo. El tiempo cura todas las heridas.

Casi todas.

Todo aquello en diecinueve años. Era mucho tiempo, era un período largo, era… era, quizá, todo lo que le quedaba. El profesor de cuello de lápiz había hablado en su última clase de James D. Watson. Sólo tenía veinticinco años cuando co-descubrió la naturaleza helicoidal del ADN. Y había ganado el Premio Nobel a los treinta y cuatro.

Pierre sabía que era brillante. Había pasado el instituto porque podía hacerlo. Fuese cual fuese la asignatura, no tenía problemas. ¿Estudiar? Menuda broma. ¿Llevar a casa un montón de libros? ¿Y qué más?

Una vida que podía ser muy breve.

Un Premio Nobel a los treinta y cuatro años.

Pierre empezó a vestirse, poniéndose la ropa interior y una camisa.

Sentía un vacío en el corazón, un inmenso sentimiento de pérdida. Pero tras unos momentos, comprendió que no era la posible pérdida futura lo que lamentaba. Era el pasado perdido, el tiempo malgastado, las horas quemadas, los días sin logros, dejándose llevar.

Se puso los calcetines.

Haría que le cundiese… cada minuto.

Pierre Jacques Tardivel sería recordado.

Miró su reloj.

No tenía tiempo que perder.

Nada de tiempo.

CAPÍTULO 5

Seis años antes
Jerusalén

El padre de Avi Meyer, Jubas Meyer, había sido uno de los cincuenta prisioneros que escaparon del campo de exterminio de Treblinka. Jubas había vivido tres años más, pero murió antes del nacimiento de Avi. Criado en Chicago, donde sus padres se habían establecido tras un tiempo en un campamento de refugiados, Avi había acusado la ausencia de su padre. Pero poco después de su bar mitzvah, en 1960, su madre le dijo “Ya eres un hombre, Avi. Debes saber por lo que pasó tu padre… por lo que pasó todo nuestro pueblo.”

Y se lo contó. Todo.

Los nazis.

Treblinka.

Sí, su padre había escapado del campo, pero su hermano y tres hermanas habían muerto allí, como los abuelos de Avi, e innumerables parientes y conocidos.

Todos muertos. Fantasmas.

Pero ahora, quizá, los fantasmas podrían descansar. Tenían al hombre que les había atormentado, el hombre que les había torturado, al hombre que les había gaseado hasta la muerte.

Iván el Terrible. Tenían al bastardo. Y ahora iba a pagar.

Avi, un hombre feo y robusto con cara de bulldog, era un agente de la Oficina de Investigaciones Especiales, la división del Departamento de Justicia de Estados Unidos consagrada a perseguir a los criminales de guerra nazis. Él y sus colegas de la OIE habían identificado a un peón obrero de automoción de Cleveland llamado John Demjanjuk como Iván el Terrible.

Oh, ahora Demjanjuk no parecía malvado. Era un ucraniano calvo y rechoncho de casi setenta años, con orejas protuberantes y ojos almendrados tras unas gafas de concha. Y, cierto, no parecía tan astuto como decían algunos informes, pero no era el primer hombre cuyo intelecto se embotaba con los años.

Los agentes de la OIE habían mostrado fotografías incluyendo la de Demjanjuk entre otros a los supervivientes de Treblinka. Basándose en sus identificaciones, y en una tarjeta de identidad de las SS recuperada de los soviéticos, la ciudadanía estadounidense de Demjanjuk había sido revocada en 1981. Había sido extraditado a Israel, y ahora estaba siendo sometido a juicio por el único crimen capital de la ley israelí.

La sala del tribunal en el centro de convenciones de Binyanei Ha'uma de Jerusalén era grande… de hecho, era en realidad la Sala Dos, un teatro alquilado para celebrar aquel juicio, el más importante desde el de Eichmann, para que tantos espectadores como fuese posible pudieran ver cómo se hacía historia. Gran parte del público eran supervivientes del Holocausto y sus familias. Los supervivientes eran cada vez menos: desde el juicio de desnaturalización de Demjanjuk en Cleveland, tres de los que le habían identificado como Iván el Terrible habían fallecido.

El banco de los jueces estaba en el escenario: tres altas sillas de cuero negro, con la del centro todavía más elevada que las otras dos. A cada lado había una bandera israelí azul y blanca. A la izquierda del escenario, los asientos de la acusación y la silla de los testigos; a la derecha, la mesa para los abogados defensores; y, detrás, el espacio donde Demjanjuk, con una camisa de cuello abierto y una chaqueta deportiva azul, estaba sentado con su intérprete y un guardia. Todos los muebles eran de madera clara pulida. El escenario se elevaba un metro sobre los asientos del público. Los equipos de televisión estaban al fondo de la sala: el juicio se transmitía en directo.

Ya había pasado una semana de juicio. Avi Meyer, presente como observador de la OIE, mataba el tiempo hasta que se llamase a audiencia releyendo una edición de bolsillo de Matar a un ruiseñor. El cuento de Harper Lee le había afectado profundamente cuando lo leyó en la universidad. No es que las experiencias de Scout, es decir la señorita Jean Louise Finch, en el Profundo Sur tuviesen nada que ver con su infancia en Chicago. Pero la historia, la historia de las verdades que escondemos, de la búsqueda de la justicia, era intemporal.

De hecho, quizá el libro tuviera tanto que ver con su incorporación a la OIE como los fantasmas de los parientes a los que nunca había conocido. Tom Robinson, un hombre negro, era acusado de la violación de una muchacha blanca llamada Mayella Ewell. La única prueba física era la cara magullada de Mayella: había sido golpeada repetidamente por un zurdo. Su padre, un sucio borracho empobrecido, era zurdo. Tom Robinson era un tullido: su brazo izquierdo era veinticinco centímetros más corto que el derecho, y acababa en una diminuta mano arrugada. Tom declaró que Mayella se había arrojado sobre él, que había rechazado sus avances, y que su padre le había golpeado por tentar a un negro. No había la menor prueba de violación, y Tom Robinson era físicamente incapaz de infligir aquellos golpes.