Life y Mañana y disfrazando su curiosidad, como debe disfrazar la curiosidad de los demás pacientes que esperan, en ese oficio de lectura falsa, dispuestos todos como muñecos de cera contra las paredes de la antesala del consultorio, sentados todos en las sillas de hulespuma, sin atreverse a iniciar una plática banal, limitándose a pedir fuego y recibirlo y deseando, quizás, alguna consolación que no valdría la pena dar o recibir porque les espera la molestia y no el dolor, la molestia que envilece y no el dolor que aparta. Y cuando la enfermera pronuncie su nombre, Javier se pondrá de pie y se alejará de las miradas curiosas de los otros pacientes y la enfermera morena con anteojos lo conducirá al estrecho desvestidor donde, al quitarse el saco, la corbata y la camisa, se golpeará los codos y luego las rodillas al intentar desprenderse del pantalón y le han dicho que se desnude completamente; se despoja de los calzoncillos y permanece un instante desnudo, mirándose los calcetines rojos y los zapatos negros, antes de ponerse la bata blanca, rasgada por el uso de los enfermos, que debe abotonarse por detrás y amarrarse con listones blancos a los costados. Y al salir la enfermera abrirá la puerta del cuarto oscuro y lo invitará a tenderse sobre una plancha sin color y el médico entrará cuando él ya esté tendido, no lo saludará, empezará a apagar y encender luces y apretará los botones del caso y la cámara de rayos equis se acercará a su vientre, presionará contra el sacroilíaco y le pedirán que respire, que deje de respirar; que respire, que deje de respirar, y él pensará que ninguna piedad que pueda hacerse objetiva merece ese nombre. Ahora, mecánicamente, harán que la plancha se levante y él, en posición vertical, sentirá de nuevo el frío del níquel y la mica apretados contra su vientre. La enfermera le ofrecerá un vaso de esa mezcla repugnante, de ese yeso blanco, terroso, cuyas bolas no terminan de disolverse, y mientras lo traga la cámara fotografía sus intestinos y él siente náuseas, como si hubiera tragado un vaso de lodo helado y dicen que los rayos equis pueden producir cáncer y él, cada vez que siente los espasmos, dice “tengo que ir a que me saquen las radiografías” y quizás el remedio sea peor que la enfermedad. Lo dejan descansar antes del segundo vaso de bario y luego le ordenan las posturas indecentes para que el último repliegue de los intestinos pueda ser captado y él se retuerce, levanta un hombro y ladea la cadera, aprieta los glúteos y abre las piernas, se recuesta de lado y después le dicen es todo, tome un purgante porque el bario se endurece en el estómago y los intestinos: es como si lo hubieran encalado por dentro, peor, como si unos albañiles le hubieran construido un muro de ladrillos en la barriga. Entonces la irritación será peor por el efecto combinado del bario, el aceite de ricino, los rayos equis y la tensión multiplicada y una noche se levantará vomitando sangre, débil y aterrorizado, y deberán trasladarlo en ambulancia a un hospital.