Nadie habla y ya vamos llegando. A la izquierda, les digo. Podemos estacionar al lado de la gasolinera. Ya me conocen. Y el Barbudo murmura:
– ¿Por qué nadie lo comprendió, por qué? -y la Pálida acaricia la mejilla hirsuta con repugnancia:
– Entonces, sólo te acercaste a mí…
– ¡Sí, créelo! ¡No te engañes! -El Barbudo aprieta la mano de la Pálida y la tuerce y ella dice entre dientes:
– Suéltame. Sólo para compensar. Una como yo. Para pagar. La que fuera…
Y él lleva los brazos de la mujer a la espalda de la mujer, los reúne junto a las nalgas, se inclina sobre ella:
– No. Te equivocas. Ni siquiera eso.
Suspiro y quiero bajar. Si esto se pone demasiado claridoso, me voy a aburrir. Yo vine aquí por el misterio. Por una aproximación al misterio que quede después del falso misterio de la analogía y la oposición. Le hago un gesto de saludo al empleado de la gasolinera, que no me reconoce. Salto del coche.
– Ahí te encargo el patas de hule. No se escucha nada dentro del cofre.
– Sí, mi jefe. No lo había distinguido.
– No te preocupes.
– Ni siquiera eso-. La Pálida se quita las gafas oscuras muñequita de lujo y sus ojos son pequeños y un poco estrábicos.
– No, no entenderías -oigo decir al Barbudo, que salta detrás de mí y luego todos descienden del auto y la Pálida sigue allí, sin reaccionar, y cuando lo hace, antes de que crucemos la calle, grita:
– ¡Tienes que decirme! ¡Me has tratado igual que mi marido! -y corre a una de las bombas de la gasolina, desgañitándose, y por lo menos él nunca me engañó, arranca el tubo de servicio, me dijo siempre que debía fingir que era otra, lo aprieta y nos riega de gasolina, no me engañó, corremos hacia la acera de enfrente, ella dispara contra nosotros, me hizo jugar su juego, el empleado la abraza por detrás, ir por delante a una fiesta, le abraza la cintura, para descubrirme, lucha con la mano libre para quitarle la manguera, para imaginar que era su nuevo amor, la Pálida trata de morder la mano del empleado, una desconocida, los dos están empapados de gasolina, me excitó y me negó el placer, el empleado la levanta en vilo, la Pálida suelta la manguera, pateando, me ofreció la humillación, sus muslos divinos, su pelambre de cobre, su propia humillación, brillan un instante bajo las luces de neón, cae de rodillas, empapada, para ver si yo podía soportarla, saca unos cerillos de la bolsa del impermeable, pero no me engañó, así me gustas. Pálida, Pálida sin nombre, me estás poniendo más cachondo, tengo una erección bárbara, quién te manda, el empleado está colocando, morado de rabia, la manguera en su lugar, yo conocía su juego…
Ella se levanta. Cruza la calle. Llega hasta nosotros con la cajetilla en una mano. Olemos a puro Lago Maracaibo. Nadie se mueve. A mí no necesita ponerme lumbre, bárbara. Pero ella enciende un fósforo. Lo observa brillar. Mira de la llama al Barbudo y no a mi pinga bien parada detrás del pantalón. Le dice después de la larga pausa, aprovechadísima:
– Y tú…
El Barbudo se rasca las costillas y saca esa tarjeta de una bolsa interior del sacote. Se la tiende a la Pálida. Miro por encima del hombro largo, huesudo, mientras las ganas se me van que vuelan. Miro esa tarjeta de reclutamiento, A-1, preséntese inmediatamente, John Jacob Richardson, campo de reclutamiento X, South Carolina, ahí te voy. Tío Ho, con mis regalitos de fósforos y perro cansado.
La Pálida acerca el cerillo a la tarjeta que se incendia como un bonzo de bambú.
Todos chiflan la marcha de los marineros salvo la Pálida, Jakob y yo. Más discretos. Más dignos.
– Si no entramos pronto, los tecolotes se van a dar cuenta -les digo.
Pero nadie se mueve. Están cuadrados. Chiflan. From the halls of Montezuma. Aquí mero empezaron los hijos de puta.
El Barbudo se acerca a la Pálida y me dan ganas de incendiar las melenas y las barbas del hombre, que ya están en llamas, que ya se ofrecen con un resplandor erizado. La toma del brazo. No me acerqué por eso. Te lo juro. No para borrar una culpa que no siento. Y ella levanta el nuevo rostro, lavado por la gasolina, el rostro sin cejas, sin labios, sin sombras, el rostro de ojos un poco bizcos:
– ¿Entonces por qué?
– Te morirías si no te explicaran todo, ¿verdad?
Él habla con una voz cada vez más baja.
– Para recuperar a otra mujer.
Una voz perdida en la cabellera mojada de la Pálida. Les digo que hay que entrar.
– ¿Quién? ¿Quién es Hanna? ¿Hanna?
La Pálida no mueve un músculo de su nuevo rostro de tierra líquida, de llama seca. Pero todos miran con una seriedad falsa a Jakob y el Barbudo toca con los nudillos a la puerta de latón:
– No sé. Nunca supe bien -y el rostro polveado de un hombre asoma por la rejilla, inquiriendo sin palabras y la Negra sonríe:
– Orden, orden. Los testigos podrán hablar por turno.
– ¿Qué les cayó encima? ¿Dónde fue el aguacero? Así me da gusto verlos, bañaditos. ¿Se cayeron en Poza Rica? Huelen a circo, huelen a purititos diablos.
La Capitana nos conduce por los salones apretujados de esta casa fin de siglo donde nuestro hedor le da en la madre al de polvos de arroz y pescadería y las chamacas chismean en bola al pie de la noble escalera de cedro y los nalgones con trajes de avión beben en la barra y los padrotes sirven las copas en bandejas abolladas. La Capitana hace un gesto de fuchi y nos guía hacia la escalera. Las viejas que los acompañan han de querer estar solas, muy prívate, hay bonitos shows, los chincholes nos les suben al rato, ¿quién quiere humo en tubo?, a ver, ¿cuántas muchachas quieren, aquí cuáles son viejas y cuáles machos?, ya no se sabe, el de los calzones colorados qué quiere, pinga o coño, déjese ver y apreciar, garfilazo.
El Rosa-Correosa se deja bajar las mallas de trapecista por la Capitana. El rostro del joven, la melena de paje, la nariz medio pinochesca, se confunden como su voz:
– Es que yo… yo quería ser testigo de algo…
Déjese hacer, grafilazo, nomás para estas seguras ay madréporas ya lo decía yo pasen muchachas. El Rosa-Correosa, sin calzones, se sienta al filo de la cama en este cuarto sin ventanas, con ventanas tapiadas, quizás alguna vez hasta hubo un balcón, allí, a la derecha:
– Bueno, es posible que me haya quedado en testigo y nada más. Pero es que no sabía.
La Negra arroja las botas y cae encima del Rosa:
– El testigo será coherente o se callará la boca.
Se la calla a besos. El Rosa-Correosa la desviste con prisa. Capitana, que nos sequen la ropa. La noche es más larga que los senderos de los huehuenches, más honda que las montañas del mar y aquí nadie está sanforizado, mi Capitana. Dile a las chamacas que pasen del umbral, que ya no se muerdan los dedos o se queden allí paradas como tordos o dándonos la espalda, vámonos mana, aquí no hay bisnieto, éstos no son clientes serios, vienen por puro relajo, vienen de ociosos, vienen a reírse; pero mira mana dónde lo criaron, como los toros de Piedras Negras, como los burros de Zacatlán de las Manzanas, ah la maciza, ah la correosa, y van entregando los tacuches que ya no se aguanta la respirada esto se corta con cuchillo, vayan encuerándolos, hay para todas. ¡Me lo rifo!
Me lo rifo, grita la Capitana y se planta como un sapo en la canícula, nerviosa y verde y buchona, mirando para dónde dar el siguiente brinco con su cuerpo de guayaba y su sonrisa de tecla. Que las chamacos nos desvistan, riendo y murmurando, de rodillas, cabizbajas, profesionales, las antiguas esclavas, las geishas de canela y viruela loca, temblando de gusto porque están hincadas sirviendo a los señores: que nos desvistan a nosotros, de pie, que nos encueren a nosotros, las estatuas.