– Dime o hago que se detengan.
– Haz que se pare, caifán. Ah qué las tunas.
Lombriz, agujeta, serpiente; los dedos se detienen, están cerca pero no acarician, tienen la presa cerca de la mano pero no la tocan. Las uñas de carnicero se afilan y no degüellan y la Pálida sigue inmóvil, quizás porque la mosca ha sido hipnotizada por la araña, de repente porque sabe cómo convertirse, llegado el momento, en aire de grillo, en nube de camaleón y desaparecer dejando un gran boquete de cielo desnudo entre las piernas, seguramente porque necesita el desorden y la humillación que el mismo amor necesita, porque sabe que toda violencia real es impasible, que todo caos auténtico ofrece el espejo de la claridad, que toda virtud es la suma de sus pecados: puta madre, la Pálida levanta las piernas abiertas como el conejo escondido mueve una oreja para escuchar mejor el paso del cazador y así se delata: ese temblor ligero revela a la presa que quiere ser presa para que la violencia esperada sea la paz final y merecida -o quizás porque sabiendo que va a ser cazada, la víctima desea, por lo menos, que su sacrificio sea libre: el movimiento imperceptible es el signo de ese encuentro de la voluntad y el destino. Me comerán, pero yo lo habré aceptado con un gesto deseado e indeseado, con un anuncio fataclass="underline" el coño de la Pálida guiña, pulsa, cree que podrá chuparse -pantano de goma y azufre- a la mano que al fin se clava en la cuesta venérea, y las hullas tiran cacahuetes, ole, gol, jonrón, y los dedos de la Negra entran por la vagina de la Pálida y la baten, chocolate, molinillo, espuma, gelatina, óleo, lúpulo, arena, lodo, fruta de mar, gratinado. Van a gemir las putas, van a caer de rodillas, junto a los zapatos, al lado del olvido de Elena. Se taparán los sexos y las bocas, una mano abajo, otra arriba, por donde entran las moscas a los panales de rica miel, por donde los coyotes atacan los rebaños, por donde las salamandras engendran mandrágoras y, en los parajes apartados, se cruzan las mujeres y los lobos, los hombres y las hienas para parir las razas que nunca dan la cara al público. Obstruyen los orificios para que no se les derrame el licor del placer y el sufrimiento y el Negro se masturba y grita, dice que mantener la obra de la muerte exige toda la fuerza de la vida y el Rosa aúlla herido, prometiste, Ligeia, prometiste, Ligeia, ¿querías que fuera como Raúl, que muriera un domingo después de vivir todos los domingos envuelto en la página de espectáculos, en las hojas de contabilidad, en los forros del misal y en los carteles taurinos: querías para mí esa mortaja de la cual huí, huí, huí contigo, sí por eso hemos vivido juntos?
Luminosa y enferma, la verdadera herida nos ofrece su cicatriz abierta herida por su herida, su heredada herida, el esplendor enervado de su estación de paso, el calor brumoso de ese encuentro, de esa glacial humedad de la que la Negra extrae -y los gritos se acallan y las voces se devoran a sí mismas y la saliva regresa a los hornos de la boca- esa cruz de alambres, ese títere sangriento, ese muñequito de rosca de reyes, hilo y porcelana y ojos de huevo negro: lo extrae del huevo negro y lo suspende de un dedo y lo mueve como un péndulo frente a la concu, nosotros, nuestras caras y nuestros cuerpos suspendidos, rotos, que cuelgan y se bambolean en este cuarto de burdel, que al moverse se quejan con las bocas abiertas y los ojos presos. Las putas y los monjes hipnotizados por ese ínfimo muñeco infame salido del falso parto de la Pálida para enfrentarse a nuestras manos de largas uñas, a nuestras cópulas fecales, a nuestros esqueletos recorridos por enjambres de moscas, a nuestras sonrientes y cercenadas cabezas de toro y jabalí, estúpidas y feroces: un hombre diminuto es levantado en el aire por garras de ave enloquecida: la Negra arroja el diafragma ocular a nuestros ojos.
– Suave el show.
– Oye, mana, ¿qué de a deveras?
– No seas mensa. Lo traía escondido.
– No te dejes pendejear por una gringa.
Estoy de rodillas y las escucho. Ah mis esclavas prietas, ah mis doncellas, carne de hacienda, servidumbre y burdeclass="underline" ah mis encomendadas, ¿con qué van a contestar sino con la malicia?, ¿qué más le queda al esclavo para defenderse?, ¿con qué sobrevive el peón, la criada o la puta sino con la agilidad y violencia de su picardía, el arma que les asegura un sitio en el mundo: con qué, sino con las palabras, disuelven el mundo detestado e inventan el que podrían querer?
Pero no las miro. Veo en esa cama revuelta, con remates de urnas y vides, en medio de los almohadones inmensos, a la Pálida que dice ser Elizabeth que es llamada Ligeia que es famosa como Elena que es frecuentada como la prostituta del templo fenicio que es adorada como María salvada que es madre del Salvador: la mano de la Negra es una blanca paloma. Eres tú, dragona, y a tus pies, que son nuestras cabezas, está el muñequito de alambre y porcelana, lavado por los coágulos y el semen y el Negro está allí con la boca abierta y no tiene nada que decir, nada que defender y Jakob mira intensamente al falso feto y el Rosa se tapa los ojos y le da la espalda y sólo el Barbudo lo mira con la soberbia peregrina de un rey de Oriente y en el cielo raso del burdel brilla la estrella guía que cambia el curso de los planetas – la Capitana tira al aire el cabo de su cigarrillo encendido- que atre el sol para que consuma la tierra -y el cigarrillo encendido traza una parábola de luz helada- y empuja hacia atrás los tiempos del mar -y el cigarrillo cae exacto dentro de la basinica.
El Barbudo se sienta junto al muñequito en el suelo.
Arroja unas monedas de cobre a su lado.
Aspira su Juanita y lanza una bocanada de humo merolino sobre el sagrado infante que yace en ese corral de cáscaras de maní. Donde menos se piensa salta la liebre.
Ahora el Barbudo lo envuelve en papel de excusado y se lo ofrece a Elena que ha estado junto al cabrón feto del pesebre (donde menos se piensa), observándolo, agazapada, con los ojos llenos del primer deseo no olvidado.
La toallera toma el bulto pequeño. Lo aprieta contra sus pechos. Lo arrulla. Nos mira con orgullo y avaricia disimulados. Y la Pálida, de pie, sólo ahora siente curiosidad:
– ¿Lo salvaste, chaparrita?
Elena no comprende, sonríe, arrulla.
– Escóndelo de la policía, chaparrita. No dejes que te lo degüellen. No dejes que te lo tiren al basurero. No dejes que te lo metan al horno. Ten tu niño perdido.
– Las estadísticas son algo exageradas -sonríe el Barbudo.
– Uno solo bastaba -la voz glacial de mi vieja que extiende los brazos.
La Negra Morgana ya sabe lo que debe hacerse y la toallera Elena también porque arropa al muñeco y se lo guarda entre los pechos y corre a recoger la ropa regada de la Pálida que permanece inmóvil, estatuaria y estatuante, esperando, mientras la Negra escudriña en las bolsas de la trinchera todavía mojada y extrae los pomos y pinceles y tubos de la belleza y tú, dragona, pálida Ligeia que aún no perteneces por completo ni a los ángeles ni al demonio gracias a tu débil voluntad, tú. Madre María del templo y el burdel, dejas que Elena la olvidosa te ponga las medias y corra sus manos de piedra quemada a lo largo de tus piernas:
– No subas nunca de noche a un taxi, chaparrita. No dejes que te entreguen a las fabricantes de ángeles. No permitas que te abandonen en el palacio de Heredes. Guarda bien lo que tú misma traes escondido ahí. Guárdalo, chaparrita cuerpo de uva, que no te lo tiren a la basura, que no te lo hagan noche, que no se te vuelva invisible tu escuincle. Puede ser el último que nazca en el mundo.
Y la Negra -ah qué relajo de juez y criada, de Yavé y Maritornes- le embarra a la Pálida rumorosa, con ambas manos, la crema plástica sobre el rostro, pat, pat, pat, fluida, estimulante y son los ojos, oscuros y un poco bizcos, los que hacen las veces de manos, índices, fuetes: la Pálida busca con los ojos veloces y el rostro enmascarado al Rosa y al Güero: