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– ¿Dónde están mis hijos, malditos? ¿Creen que han ganado la partida porque mis hijos están muertos? ¿Creen que estoy sola? ¿Piensan que mi vida ha muerto con mis hijos muertos?

La toallera corre con las ligas amarillas por los muslos de la Pálida y la Negra acaricia el largo cuello del manequín con la crema: usa y consuma y luzca bella, mi Pepsicoatl. Amable lector: ¿sabes que los gringos gastan cada año en cosméticos una suma igual al presupuesto nacional de los Estados Unidos… Mexicanos?

– Mierda. La vida no se deja joder. La vida sólo se puede negar a sí misma, desde el tuétano. Nada la puede tocar desde afuera. ¿No los han visto, imbéciles? ¿No los han visto esta misma noche, vendiendo refrescos y jugando rayuela en el polvo? ¿No los volverán a ver mañana, silenciosos, desnudos, revolcándose con los perros, junto a las carreteras, al lado de los arrozales, en los campos de batalla?

El rostro blanco, de canto y cal, siente los digitales de la Negra con la máscara que hunde en los poros la leche regeneradora. La olvidosa cincha el sostén que son dos copas de cobre espiral.

– Pero sí lograron fatigar mis sentidos. No mi vida. Pero hirieron mi piel y amenazaron mi olfato. Más no pudieron. ¡Ay! Hasta áhi.

Pálido flamenco, arrendajo humeante, loco cardenal, coral de hielo: la Negra muestra el estuche abierto de lápices labiales, la Pálida escoje el rojo mórbido.

– Mis sentidos odian y condenan. Pero mi odio es sólo una larga paciencia que todavía no toca a su fin. Tan largo como mi odio será el amor que lo sostenga.

Las manos de la Negra acarician las mejillas de la Pálida, preparan tus labios, dragona, para la pintura de cochinilla, luego los silencian y Elena ofrece las pantaletas de discos de cobre y la Pálida levanta una pierna y después la otra.

– Becky, espérame, ya voy de regreso. Creeré en lo que me enseñaste, aunque me cueste la razón. Becky, mamma, hay que cobrarles las cuentas a estos hombres…

La Negra termina de maquillar a la Pálida: los trazos finales de las cejas, la boca y los párpados nos dirán quién es esta nueva mujer, antes sin rostro, que ahora se amarra el pelo a la nuca con un listón de cobre, con los brazos desnudos bronceados como su nueva tez de pancake y luego se afloja el pelo. La vemos así, con los brazos levantados y las manos ocupadas en su cabellera, de frente, de espalda, de perfil, como si fuese una estatua giratoria sin más hoja de parra que una cortina azul. De frente, de perfil, de espalda:

Morgana la hace girar, deja caer los brazos y nos muestra su obra. Elena contempla de rodillas.

– Sí, Becky, el Dios de Israel existe fuera de nosotros. No es un fantasma más, inventado por estos hombres que aman mujeres irreales y matan niños inocentes. Sí, Becky.

Era una belleza judía, una judía oscura. Podíamos ver las gotas de su sudor azul, en las sienes, en los sobacos, en los labios, en la división de los pechos; una judía negra, una hebrea de orgasmos negros. El descubrimiento de América. Bullshit.

– Regresaré… Emprenderé el nuevo viaje… Regresaré.

Elena la cubre con la trinchera húmeda y la Pálida deja caer los brazos.

– Pélame una uva, Elenano.

– ¿Me vas a contar. Capitana?

– Vayan saliendo. En orden y con provecho. ¿Quién es el pagano? ¿Tú, garfilazo? Saca la cuenta de lo que se debe, Gladiolo. Luego espera allá abajo. Mucho ojo con los azules. Tenemos protección pero no tanta. Y si se dan cuenta de este aquelarre… Venga la billetiza, caifán. ¿La camota? Uy. De lo perdido, lo que aparezca.

– Pero si llevas años aquí. Tienes que saber.

– Años. Tú lo has dicho. Años y felices días.

– Desde que empezó el burdel éste, me acuerdo.

– Bien chamaco viniste a que le sacáramos punta a tu pizarrín, no me acordaré bien.

– Cuidado con el escalón.

– Gracias, caifán. Tú siempre tan caballero. A ver, que no se retrasen tus cuates. Nadie puede quedarse tanto en el mismo cuarto. Sufre el prestigio.

– Andando, licántropos; hay sangre en las calles.

– ¿No te olvidas de mí, de cómo era entonces?

– Qué va, Capitana. Un tamalito de dulce. Entraba hambre nomás de verte.

– Y ahora panzona y chimuela. Pero alegre. Y abusada.

– ¿Me vas a contar?

– ¿Qué tiene de malo? No es que quiera acordarme de la casa. Es que no quiero acordarme de nada, por lo que hiere el recuerdo. Mira. Asómate al patio. Estaba lleno de canarios cuando llegamos. Somos más descuidadas. Los dejamos morirse. La vieja dueña de la casa se había muerto antes en la camota esa. Así me lo contaron. Aquí nomás quedaron la cama, los pájaros y esa cortina de cuentas que separa el bar del living. Y unas inyecciones escondidas y un retrato de esa señora que tenía una cara de niña chiquita y triste. El hijo de la señora vino a vender la casa y tú sabes quién la compró para el negocio. Mira qué raro. Dicen que el hijo vendió todos los muebles menos la cama, quería quedarse con la cama como recuerdo pero nunca vino a recogerla. Nomás no regresó. Nos la dejó y ni quién se queje. Ya no se hacen camotas así. Ha dado buen servicio. Date cuenta. Una sola señora apretada en esa cama toda una vida, cogiendo y pariendo y muñéndose. Ella sólita, con el Sagrado Corazón de Jesús bien colgado en la pared. La dueña y señora, como quien dice la pura decencia. Y en menos de una vida miles de chamacas han puesto las nalgas en ese santo colchón. Somos más cochambrosas. ¿Quién le iba a decir a los apretados que su cama acabaría en petate putañero? ¿Quién te asegura nada en esta vida, garfilazo? Gracias; vuelve. Ya sabes que ésta es tu casa. Ábreles, Gladiolo. No hay problema. Fuera del corral las reses… Y caifán…

La Capitana deja pasar a los seis Monjes y me aprieta el brazo y me hace acercar la oreja a sus labios:

– Ven sólito una tardecita, corazón. No te olvides de tu mamá grande. Mierda. Si de repente te nos mueres al cruzar la calle. Más vale que regreses a morirte aquí, cogiendo con tu mamazota en su catre. ¿Quihubo?

Estamos tan solos y cansados. Nadie dirá nada en el automóvil. Nadie sabrá a dónde ir. Y yo sólo quiero escribir, un día, lo que me han contado. Bastante es lo que me dicen y escribirlo significa atravesar todos los obstáculos del desierto. Toda novela es una traición, dice mi cuate Pepe Bianco, encerrado entre pilas de libros en su calle de Cerrito allá en B. A. Es un acto de mala fe, un abuso de confianza. En el fondo, la gente está tan contenta con lo que parece ser, con lo que sucede día con día. Con la realidad. I don’t give a damm en las drugstores de Broadway, fiche moi la paix en los cafés del Boulevard St. Germain, ándate tare un culo en los restaurants de Piazza Campitelli, me importa madre en los supermercados de Insurgentes y me importa un corno en los cines de Lavalle, y quién sabe cómo se diga, pero se dice igual, en los hoteles de Plaza Mayakovsky, en los campings de los Tatra y en las tiendas de Carnaby Street. ¿A qué viene esa puñalada trapera de escribir un libro para decir que la única realidad que importa es falsa y se nos va a morir si no la protegemos con más mentiras, más apariencias y locas aspiraciones: con la desmesura de un libro? La verdad nos amenaza por los cuatro costados. No es la mentira el peligro; es la verdad que espera adormecernos y contentarnos para volver a imponerse: como en el principio. Si la dejáramos, la verdad aniquilaría la vida. Porque la verdad es lo mismo que el origen y el origen es la nada y la nada es la muerte y la muerte es el crimen. La verdad quisiera ofrecernos la imagen del principio, anterior a toda duda, a toda contaminación. Pero esa imagen es idéntica a la del fin. El apocalipsis es la otra cara de la creación. La mentira literaria traiciona a la verdad para aplazar ese día del juicio en el que el principio y fin serán uno solo. Y sin embargo, presta homenaje a la fuerza originaria, inaceptable, mortaclass="underline" la reconoce para limitarla. No reconocerla, no limitarla, significa abrir las puertas a su pureza asesina. Si no, mamá grande, todos seríamos idénticos al excremento: ésa es la Verdad.