Los Monjes me entienden, seguro que me entienden y el Barbudo que va al volante hunde el acelerador y se lanza por todo Niño Perdido hecho la mocha y yo quisiera adivinar a dónde me lleva, a ver si es al mismo lugar que imagino.
Pero todos están demasiado agotados. Los miro, detenidos dentro de la ilusoria inmovilidad del Lincoln veloz, y no sé quiénes son, ni siquiera quiénes fueron hace un momento, mucho menos quiénes serán dentro de una hora. El viento de la noche de abril -viento mexicano, tolvanera de los lagos secos de este valle- me los desfigura y quizás aparezca por allí, entre estos rostros que creo conocer, un rostro que no he conocido yo: ¿no podría este viento, nacido de un polvo que fue agua, agitar la bufanda de un joven estudiante al tomar el tranvía de las 7,15 en una ciudad alemana -azotar las cabelleras de dos jóvenes amantes en una isla de cabras y guijarros -descargar una bruma dorada sobre las cabezas barrocas del Puente de Carlos- anudar bajo el Trópico de Cáncer la polifonía perdida de un réquiem -desnudar el calor gaseoso de un barrio judío de Manhattan- cerrar los ojos de un viejo sentado en una banca de la Alameda? No sé. Me lo preguntarán otro día. Otro día sabré. Ahora, dentro de este venerable Lincoln, no quiero perder la encarnación de los seis seres que me rodean: no quiero admitir que, si mi voluntad no los sostiene, esos seis rostros serán una red transparente de circulaciones: de transfiguraciones.
Voy a tratar de amarlos, mis monjuros, mis monjustos, mis monjóvenes, mis monjudas, mis monjúpiters, mis monjuanas, mis monjuergas, porque esta noche, mientras corremos a cien por hora a lo largo de la Avenida de los Insurgentes, los supermercados siguen abiertos y encendidos, mis compatriotas compran latas en el Minimax para que pronto caigan bombas en Pekín y el mundo se salve para la libertad y los jabones Palmolive, huyen de las rotiserías con el cadáver de un pollo frito bajo el brazo para que los infantes de marina crucen pronto el Río Bravo del Norte y el Bío-Bío del Sur cuando nosotros meros seamos los últimos vietnamitas, salen de Sears-Roebuck con una aspiradora nuevecita para que el mundo pronto sea un campo de fósforo, suben a sus Chryslers y Plymouths y Dodges para que cuanto antes el universo esté en orden, en paz, tranquilo, decente, sin amarillos, sin negros, sin colores, mis monjueces, mis monjaleos, mis monjinetes, mis monjesús: eso no es el viento, el viento no gruñe así, no carbura así, el viento no mete pedal vestido de tamarindo y nos obliga a frenar aquí, frente al cajón iluminado de la Comercial Mexicana en donde las familias -las vemos desde el auto, a través de cristal y más cristaclass="underline" acuario del consumo- se pasean con carritos de aluminio y canastas de alambre y cochecitos de bebé. Los niños están ahogados entre los frascos de Ketchup, las lechugas y los detergentes y chillan. Las cajas de kleenex y las milicias de alcachofas (impermeables bajo sus escamas. Pablo) se sofocan con tanto niño encima y el policía motorizado se monta los goggles y saca la libreta y dice qué andan creyendo que esto es autopista o qué y el güero barbudo mete el freno de mano y pone cara de inocente. Con fineza. Barbudo. Con un ojo de gringa se contenta. Pero con fineza, marrullería, tenebra. Viva el Emperador Presidente sentadote en el Gran Cu. Si haut que l’on soit placé, on n’est jamáis assis plus haut que sur son cul. Habló el Viejo Hombre de la Montaña.
– A noventa por hora, cuando menos. No se haga el inocente…
– No, no me hago. No soy inocente.
– Ah, entonces admite…
– Admito todo.
– Mire que me va a obligar a llevarlo a la delegación.
– Lléveme. Confesaré todo.
– Mire que me los voy a jalar a toditos.
– Tome nota, agente. No tengo nada que ocultar.
– Mire que hasta las señoritas van a ir…
– No importa. Acepto mi responsabilidad. Pero en realidad no quería encontrarla. Tenía miedo.
– Pues luego. ¿Quieren pasar la noche en el bote?
– Y además, ella estaba segura, dijeron que los músicos estaban a salvo, que no los iban a tocar…
– Es peligroso, joven, se lo advierto.
– Le digo que no corría peligro. No era necesario que yo hiciera algo. El peligro hubiera sido acercarse a ella, ¿verdad?, ése hubiera sido el peligro…
– En la preventiva no respetan a nadie, se lo advierto.
– En esos lugares es mejor ser invisible. Si la busco, la marco. La señalo. Ellos se habrían fijado en ella, ¿ve usted oficial?
– Yo nomás le advierto que ese lugar es más frío que una tumba. No le recomiendo pasar una noche en la peni, joven, palabra que no.
– Si la reconozco, la marco. Fue un favor que le hice al no buscarla, al verla sólo de lejos. ¿No me cree?
– Creo que encima de todo está usted alcohólico, joven, pedo, con perdón de los presentes. Hasta le tiemblan las manos. ¿A ver ese aliento?
– Y si la busco, yo mismo me delato, me… Está bien. Lo acepto, ¿ve? Habría perdido la confianza de mis superiores, quizás el puesto mismo, ¿no se da cuenta? Era mi primera obra, yo estudié para eso, para construir, y en medio de la destrucción tuve la suerte de poder edificar… ¿qué más podía decir?
– No me agote la paciencia.
– Y ella, un día, me vio. Allí, entre dos bloques de la prisión. Y ella no me reconoció. O no quiso reconocerme. Vio mi uniforme. Me dijo: “Déjeme pasar”.
– Hay cada maricón y drogadicto pasando la noche allí.
– ¿Y si ella me odiaba, oficial? ¿Si ella me rechazaba? ¿No fue mejor, para los dos, no volver a hablarnos y recordar de lejos, recordar Praga, el puente, los conciertos en los jardines, el réquiem, la esperanza y la promesa que fuimos, oficial…?
– Se meten de a feo con los detenidos. Es gente que no sabe de maneras finas, ¿me entiende?
– ¿Una fuga? ¿Preparar una fuga?
– Inténtelo, joven. Nomás inténtelo. No hay quien haya podido.
– ¿Y acabar los dos electrocutados en la barrera de Terezin, devorados por los perros del Hundenkommando, fusilados en el patio de la muerte, enviados a los hornos de Auschwitz?
– No me hable en chino. Más respeto a la autoridad.
– No había salida, oficial, se lo juro. Lo mejor para todos era aceptar las cosas. Verla de lejos. Esperar. Ella estaba a salvo con los músicos. ¿Para qué exponernos? La guerra iba a terminar un día.
– Mucha labia, ¿no?
– Y ella estaba preñada.
– El perico no sirve. Ustedes dicen…
– Ella no fue fiel. Ella prometió esperarme. Yo no tuve la culpa, oficial, yo no declaré la guerra, yo no…
– Mire que me estoy cansando. No hay que ser. ¿No hay ningún mexicano aquí que me entienda?
– Lo pensé, sí, se lo juro, en mi cabeza lo preparé todo, hice planes, pensé cómo salvarla, debía esperar, el niño debía nacer, en su estado era difícil fugarse, quizás se podía dejar con alguien al niño y huir fácilmente, ella y yo, quizás la guerra terminaría antes y todo se olvidaría y todo se perdonaría…
– Usted que parece del páis, usted el de los bigotes, hágale entender al gringo éste…
– Pero tuvieron que cantar. No supieron protegerse a sí mismos. Tuvieron que retar a los fuertes. No se contentaron con irla pasando, los imbéciles. Tuvieron que dar ese paso de más, hacia adelante, gritando, gritando…
– Usted sabe, como quien no quiere la cosa, caray, nos ayudamos unos a otros, ¿que no?, haga que se calle su amigo, nomás enreda las cosas, ¿quién sale perdiendo?, uno tiene la autoridad de su lado, usted me entiende, ¿quihubo?
– Liberame. Li-be-ra-me!
– Gracias, mi jefe. Usted nos entiende.
– Y entonces no había nada que hacer. Ellos mismos se condenaron. Ellos mismos provocaron a los jefes y pidieron el suplicio. He llegado a creer que lo deseaban. ¿Quien era yo para intervenir? ¿Yo, un arquitecto adscrito al campo, un pequeño funcionario, un sudete, quizás un hombre sin convicciones firmes, ni siquiera un alemán, apenas un hombre eficaz iba a pedir que no mandaran a Hanna Werner en un transporte a Auschwitz? ¿Yo? ¿Yo iba a impedir que ese niño saliera recién nacido a Treblinka? ¿Un niño que ni siquiera era mío? ¿No se mueren todos de la risa? ¿Yo iba a impedirlo? ¿Yo iba a levantar la voz o la mano sólo para condenarme a mí y a Hanna? ¿No es de risa loca imaginarlo? Apunte, oficial, apunte en su libreta…