¿Qué hacemos allí al entrar, todos de pie e inmóviles, como si hubiéramos renunciado a esas actitudes que precipitan la normalidad adecuada? ¿Dónde está la persona que normalmente encienda las velas, fume, tosa, chifle, tome asiento, pida una copa, se pinte los labios, se rasque los güevos, se mire a un espejo en la oscuridad? ¿Quién es este sacerdote vestido como estudiante del Ivy League que abre un cartapacio negro, de litigante o agente viajero, y saca una bolsa de papel, la abre, la ofrece? ¿Quiénes son estos seres que canturrean una nueva letanía mientras toman con la mano lo que la bolsa contiene, se lo meten a la boca, mascan, canturrean con una sola voz, yo soy la verdad extraviada, yo soy la multitud solitaria, yo soy el escándalo sacro, yo soy la paloma negra, yo soy el niño desfigurado, yo soy la corona de hierba, yo soy la arena que espera, yo soy la tierra extraña, para que Jakob quede en el centro del círculo y pueda proclamar por encima del murmullo de la letanía:
– Yo, nacido en el año cero, ¿condeno a Franz Jellinek, nacido hace dos mil años?
Pero soy yo, el dueño de esta casa ocupada sin compraventa, quien debe impedir el contagio de esa alucinación naciente en el grito y la letanía y el lento, ruidoso masticar de los seis Monjes: soy yo el que debe negar que este enorme vacío de mi habitación sin luz se convierte, de noche, en cuatro muros húmedos y una trenza de alta tensión, que en los rincones de mi recámara hay montañas de pelo y dentaduras y anteojos y cepillos de dientes, que del piso asciende el olor de excrementos, que toda mi casa es un vasto laberinto de celdas, ropa húmeda, vasijas de agua salada, tinas de madera, tubos de goma, perreras y candados, los escucho, somos los pajes andróginos, somos la inocencia querúbica, somos los hechiceros vírgenes, somos el oficio y el sacrificio, somos la promesa y la nostalgia, no somos hombres ni mujeres, buenos ni malos, cuerpo ni espíritu, esencia ni accidente, reales ni ideales, conscientes ni instintivos: mascan los hongos y la tentación de la metamorfosis pasa de sus dedos entrelazados a mis ojos que quisieran rescatarme de este ritmo sin comparaciones, desconocido de sí mismo, lleno de signos para los demás y de insensibilidad para sí, y refugiarse en lo ya visto, en la reminiscencia repetida de los tristes y comunes hogares, de Becky y Gerson, de Raúl y Ofelia; ésta es mi casa y recuerdo a los padres para saber si ya vivieron en nuestro nombre, si podemos dejar de repetir lo que ellos ya hicieron: pero la casa y los padres de mis seis visitantes son otros, son lo otro: lo que nunca se repitió porque aún no se da en la naturaleza. No quiero mirarlos, mientras ellos se columpian sobre las plantas de los pies, porque sé que me quedaré frío; que esos gemidos son los de la Medusa pugnando por renacer; que esa letanía es la de las Furias pariendo ríos de sangre y cosechas de hueso; que los seis Monjes se están fecundando a sí mismos para decirnos que existe otra historia donde la nuestra es apenas una pesadilla reservada para el largo sueño de la muerte.
Con sus bocas llenas de hongos, no me arrebatarán el derecho de nivelar sus poderes, salvar mis palabras y oponerles los hechos nimios de mi unidad laboriosa, la que ellos quisieran destruir con una sola intuición incandescente. ¿Enloqueció Becky para que la locura de Elizabeth mereciera el nombre de razón? ¿Desapareció Raúl para que la fuga de Javier mereciera el nombre de encuentro? Debo pensar esto mientras me arrastro al rincón, me sustraigo a las succiones de los seis oficiantes para alcanzar mi respuesta, mi propio objeto, el que no quería mostrar, arrinconado, viejo, con las etiquetas de hoteles y vapores desleídas y arañadas.
Me abracé a la roca de ese baúl negro con chapas de cobre ennegrecidas, también, por el viejo aliento del mar, por el nuevo óxido de la meseta mexicana. Lo toqué como a un talismán. Me permitió mirar de nuevo a las figuras alucinadas sin temor de convertirme en estatua de hielo y decir con todo el propósito de la razón, mientras tiraba de los ganchos enmohecidos:
– Un judío sonriente que se tapaba con la lengua el vacío de la dentadura -mientras, de rodillas, lograba abrir el baúl con un crujido de puente levadizo, trampa, portón de cárcel -que vivía en una vecindad de Tacuba, que vendía objetos viejos e inservibles- mientras ese viejo mundo con las etiquetas rotas de un vapor de la Lloyd Triestino y de la aduana griega ofrecía sus dos hojas abiertas, una con varios cajones pequeños, la otra un solo compartimento vasto, apilado con bultos y objetos indescifrables -como este baúl.
Ahora yo sería la Medusa.
Ahora todos dejarían de canturrear y columpiarse y serían las estatuas de mi mirada plácida, llena de sentido común.
Se fueron acercando. Zafé las correas y mostré el primer objeto: una redecilla para el bigote. El Barbudo llegó hasta el baúl. Se la ofrecí, se la probó, riendo. Y todos se acercaron, como a un árbol de Navidad de donde yo sacaba el roto violín que le di a Jakob, el cartel quebrado con el anuncio Garbo loves Taylor, que me arrebató el Rosa, el calendario de Currier amp; Yves -los trineos, la nieve, los techos georgianos de la Nueva Inglaterra – que le tendí a la Pálida, el catálogo de la Montgomery Ward, 1928, que el Rosa tomó entre las manos, el programa de un concierto en los jardines de Waldjstein, que le regalé al Barbudo -“En 1856, Brahms encontró el título del Requiem alemán en un viejo cuaderno de su maestro, Schumann”-y la bolsa de cuero que le di a la Negra, la pesada talega que ella abrió y vació en su mano: esas piedras aún húmedas, los guijarros brillantes como espejos, hemisferios de las horas del mar, huevos esculpidos, pastillas de mostaza, lunas sepia, tesoro de los niños y de los pobres.
La Pálida alargó los brazos para arrebatarle los guijarros a la Negra; ésta los apretó contra el pecho y ahora todos se fijaban en el Negro que reía mirando por los visores de un viejo kinescopio o estetoscopio o madrescopio o chinguescopio, dragónica, metiendo y sacando las tarjetas que yo le iba dando desde uno de los cajones del baúl y todos alrededor de él pedían ver esas fotografías desteñidas que la ilusión bifocal en movimiento convertía en perspectivas realistas: el castillo de Hradcany en Praga, una confitería de la Avenida Santa Fe en Buenos Aires, Central Park en Nueva York, los leones del ágora de Delos, un desnudo de Modigliani, el palacio de Minos en Creta, la foto del cadáver de León Trotsky, un still de Joan Crawford en Gran Hotel, otro de John Garfield en El gorrión caído (con Maureen O’Hara y Walter Slezak), la entrada a la pequeña fortaleza de Terezin: el rótulo, Arbet macht frei.
Se arrebataban el viejo aparato de las ilusiones, unos sólo vieron una parte de ese recorrido heterogéneo, otros tuvieron que contentarse con imágenes parciales, aisladas, de las tarjetas que el Negro metía y sacaba rápidamente, sin orden, sin dar tiempo al goce o a la contemplación. Nadie hizo caso de los retratos de los viejos monarcas, Guillermo y Francisco José, que extraje del baúl-¿qué diablos hacían aquí esos tiranos de opereta? -ni de la hermosa foto de la Bella Otero, desnuda, coloreada con un tinte rosa, calzada con babuchas turcas. Y luego saqué las latas renegridas de viejas películas con los títulos escritos a mano y pegados con una cola maloliente. El Golem, Nosferatu, El ángel azul, Vampyr, Das Rheingold. Hice correr entre las manos las imágenes quebradizas de Caligari, la lenta sucesión de cuadros amarillentos, sepia, azulados que relataban en cinco actos la historia de la autoridad y sus fantasmas, de la razón y su locura, del crimen y sus placeres, de los actos repetidos en el manicomio y la pesadilla como la única realidad de los actos representados en la calle y en la oficina.
Llegué a la ropa. Arrojé a un lado ese suéter de cuello de tortuga, húmedo, y esos pantalones de pana; esa bufanda y ese gorro de estudiante alemán; ese vestido de los treintas con chaquetilla de piqué; ese gorro frigio y esa peluca empolvada; el batón de monje ruso, el casco encornado, los zuecos, el corpiño tirolés, el uniforme pardo; ese gabán aceitoso y ese saco gris con la estrella de David cosida al pecho. Ya iba llegando al fondo, a la ropa que en realidad quería ofrecerles, el capelo cardenalicio que se puso el Negro Hermano Tomás, el tocado negro y escarlata que engalanó al Rosa, las telas góticas en las que se envolvió la Pálida, la capa pluvial que la Negra Morgana dejó caer sobre sus hombros, la albardilla del Apocalipsis que vistió al Barbudo Güero Boston Boy.