Ahora sí, todos a la mano, todos como los quería, mis títeres, frente al cúmulo de objetos inútiles que nos cierran el camino, puedo hablar con mi voz y ser el ventrílocuo del último objeto, el que yace en el fondo final del baúl, el objeto rigoroso y fláccido a la vez, tránsito entre el feto y la calavera, que arranco con pena a su nido arrinconado, debajo de la lápida de esos muñecos con pelucas rubias y negras, faldas de tul, zapatillas de charol y ojos de porcelana, con crinolinas y botas y fuetes, con pequeños falos de yeso, debajo de esos dibujos de buques entrando a puerto y trigales bajo el sol.
Pequeño y pesado, envuelto en el edredón rojo que le arranco con menos furia que expectación, inseguro de que sea él, de que siga allí, de que la fiesta no haya terminado.
Lo muestro. Trato de enderezar su nuca tiesa. Todos dan un paso atrás, agitan las albardillas y las capas y yo lo obligo a sentarse sobre mis rodillas y meto los dedos dentro de su boca para convertir ese gesto furioso en una sonrisa amable. Después de todo, ha venido de visita.
Los Monjes se han retirado hasta el fondo de la sala. Todos menos el Barbudo que lentamente se ha hincado cerca de las velas. Detrás de él, a espaldas de su blanca albardilla, brilla el roce agitado de los ropajes que se iluminan a sí mismos. Frente a él, mi pequeño amigo con los labios contraídos y rodeados de un bigote y una barba ralos pero cuidadosamente recortados, sentado sobre mis rodillas. Acusará al Barbudo con una voz hermosa y grave, la voz sorprendente que nada tendrá que ver con ese cuerpo contrahecho, del que se esperaría un tono chillón. Los ciudadanos tienen derecho al reposo. La dueña del baúl le había asegurado que era un lugar tranquilo.
El Barbudo, de rodillas, pidió perdón. Dijo que no sabía que en el baúl había un huésped.
Le quitaré los guantes a mi hombrecito, haré que su mirada cortés pero inquisitiva se pasee por la sala. Si se le aprieta, dulcemente, el diafragma, suspirará.
– De manera que nos volvemos a encontrar. El Barbudo inclina la cabeza y asiente y el hombrecito suspira. Las piernas le bailan en el aire, por más que sus botines protegidos por polainas se estiren para alcanzar el piso.
– Me preguntaba qué había sido de ti. Me preguntaba qué habían hecho tú y tu amigo con mis muñecas y mis cuadros.
– Creo que siguen allí, con usted. Nadie tocó nada.
– Ah, sí. Seguramente eso pasó. Pensaba regalarles todo, como un recuerdo, pero el ataque vino demasiado pronto. No tuve tiempo. No supe medirlo. Desde que los conocí, me dije: voy a regalarles mis obras a esos muchachos tan simpáticos. Pero no debo hacerlo hasta el último minuto. Será un regalo pero también una herencia. Sólo en el lecho de la muerte puedo legar todo esto, para que entiendan que es algo más que un obsequio. Pero no tuve tiempo. Perdí el cálculo y me precipité.
– No importa, señor. He soñado mucho tiempo en esas cosas.
– Ah, sí, sí, querido y joven amigo. Quizás ahora, después de tantos años, usted también comprende. ¿Recuerda lo que les dije entonces?
– Sí. Quería dejar testimonio de esas cosas antes…
– …antes de que todo desaparezca o se olvide.
– Sí, eso dijo. Todo podía verse con los ojos del reposo o con los de la exaltación.
– El tiempo se encargará de decidir el destino de mi obra. Nadie pudo juzgarla entonces. Hoy tampoco. El heroísmo sólo es comprensible cuando sus enemigos han desaparecido. Entonces se puede juzgar sin prejuicios. Y yo me sentía heroico, querido amigo, heroico y libre al reparar cada muñeca y al pintar cada cuadro. Yo dejaba de ser pobre y contrahecho y solitario y era… era…
– Un pequeño dios, señor. Usted era un dios del hogar, un familiar, como los conejos y los gatos.
– No quería decirlo yo mismo. Gracias. Cuando era muy joven, tenía fe. Pero la fe sólo me devolvía el reflejo veraz de mi deformidad. La fe es un espejo: nos hace depender de las apariencias. Y la mía debía ser fatal, seguramente una prueba y no un error. Quizás me reservaban el milagro de la transfiguración. En todo caso, mi destino dependía de la moral ejemplificadora de otro poder. Decidí perder la paciencia y renunciar a mis posibles bodas de Cana. Abdiqué la fe a cambio del conocimiento para descubrir que el conocimiento era secreto, dual y diabólico como el mismo universo sin respuesta. ¿Cómo va a haber respuesta si la mitad de la existencia está condenada de antemano? Descubrí que conocer era ante todo una manera de descender a lo oculto y que ese silencio escondido era la verdad de la creación.
– Para nosotros era un contagio, señor. Ulrich y yo entramos a su recámara y nos sentimos cerca de una epidemia que no se podía tocar o nombrar, cerca de una enfermedad que…
– El rebelde infecta al mundo con la libertad-. Mi hombrecito movería los dedos como si tocara el piano. -La libertad desconocida nos enferma porque hemos creído que la sujeción es la salud.
– No fue un rebelde; fue un esclavo-. El puntapié de Jakob dobló al Barbudo sobre sí mismo con un gemido inaudible. -Fue un alemán: un espectro cazando en el desierto con la quijada de burro de un pueblo de borregos.
– ¿Por qué son siempre tan ruidosos sus amigos? -preguntaría mi hombrecito-. Todo esto no es como él cree. No procede por los caminos que él frecuenta. Hay que saber entregarse a ciertos azares que están más allá de la fortuna. Como yo, que dejé colgando en una recámara mis obras, mi herencia, sin esperar que las consagrara un triunfo ruidoso. Yo soy ajeno por completo a la idea del éxito. ¿Creen que deseo convencer, tentar, sobornar? Oh, no, no, qué equivocación. Jamás he ofrecido la juventud a cambio del alma o las ciudades del desierto a cambio del reconocimiento. Creo, más bien, en los frutos oportunos de todo lo que se entierra. Mi triunfo no es el ruido del mundo. Oh, no, no. Mi libertad es mi aislamiento. Mi triunfo es mantenerme separado, sin contactos, sin identificaciones. Soy una esfera de luz negra que vaga solitaria por el espacio. Desde mi aislamiento, ejerzo el poder de una lejana contaminación. Si me dejara tocar por las otras esferas de la vida, las que se mezclan y corrompen unas a otras, dejaría de ser quien soy. Soy una tentación porque nadie me reconoce. Muero en el instante en que alguien cree descubrirme, también, en ese caos afectivo con el que los hombres se consuelan de su miseria y de mi lejanía. Yo hice lo que ninguno de ellos ha osado hacer. Y ninguno sabe si mi castigo fue mi premio.
Avanza la Pálida, envuelta en las telas brillantes, con el pelo desmelenado. Avanza y pasa al lado de Jakob y Jakob la detiene:
– No te acerques, Jeanne.
Y mi hombrecito alargará sus hermosas manos para convocar de lejos a la mujer, sin tocarla.
– Ah, de manera que volvemos a encontramos-. Herr Urs acaricia el raso rojo de su bata.
– Jeanne, Jeanne…-Jakob parece aturdido de confusión, no encuentra las palabras y mi hombrecito hace el gesto de limarse las uñas contra las solapas almohadilladas de seda negra, esperando las palabras que den fe pública de la confusión de Jakob, Jeanne, Jeanne, no temas a tus visiones, Jeanne, ama tu menstruación y tus cólicos, Jeanne, depende de todo lo que existe y se teme, Jeanne, tus orgasmos son la vida y el bien, te lo juro humildemente, a mí me dan la vida y el bien, no sientas vergüenza, no tengas temor, no huyas a ese mundo artificial, es demasiado fácil dominarlo, Jeanne, lo difícil es dominar este mundo real y azaroso, este horrible mundo de la vergüenza y el silencio y la pernada… Etcétera.