– Artaud decía: creemos en el poder absoluto de la contradicción.
– Te puedes ahogar en el aire, te digo…
– Ya es algo. ¿A ti qué te dijo?
– ¿En los courts? Lo que ya sabes. Que me amaba. Que me amaba para no repetir nada del pasado, para que su vida no fuera una parodia…
– ¿Le creíste?
– Bueno, es tierno el profe. Me gustó mucho que después se levantara y se fuera al baño sin ninguna dignidad, ¿sabes?, como todo torpe él, nada hip, ¿me entiendes el calomel?
– Seguro, novillera.
– ¡Más chispa! Me regaló unas pantaletas. Y me obligó a ponerme su trinchera encima y a salir del cuarto, tocar, entrar y verlo haciéndose el dormido y luego, cuando me acerqué a él, me desabotonó y me quitó la trinchera y ahí me quedé en pantaletas. Me amó y nos dormimos.
– Y el pensamiento se adelgaza, los sueños se sacan filo a sí mismos.
– ¿Cómo sabes?
Tú descendías hacia el automóvil. Javier recitó el poema de Gaspara Stampa. Te miró, pero tú sólo mirabas el paso de los hombres con pantalones bordados de oro, sentada en un café de Heraklión. Él te refirió a las Elegías de Duino para que recordaras. ¿No te asombró la circunspección del gesto humano en las estelas áticas? Tú dijiste, sentada, bebiendo el café turco, que allí todo tenía un nombre o un símbolo, al contrario de lo que pasaba en América, y que por eso querías venir y sentarte en un café a ver los rostros curtidos de estos hombres que sabían los nombres de todas las cosas. Javier te apretó la mano y dijo que él había venido a buscar ese gesto de las estelas, porque eran la evidencia de una manera de actuar, la única evidencia visible que quedaba. Podía deducir de los libros -te dijo- una manera de pensar, de nombrar, pero quería ver cómo se movían, cómo alargaban una mano, cómo mantenían la cabeza. Quería saber por qué esa circunspección podía contener toda la pasión. Dijo que quería que su juventud aprendiera esa lección que, primero, estaría en la arquitectura, donde la forma, inmediatamente, es el contenido, sin necesidad de ornamento o comentario, igual que la tragedia es literatura arquitectónica: es su apariencia. Las mujeres gordas y canosas, vestidas con batas floreadas, gritaban de balcón a balcón y ustedes vieron las máscaras de oro de Micenas, esos soles funerarios que fijan un tercer rostro, intermediario entre la vida y la muerte, que sería el único rostro que otros nos obsequian, el único homenaje posible al muerto: entender que entre su rostro vivo y su rostro muerto hay otro que los contiene a ambos, los representa aquí y allá; y fueron a ver a los niños muertos cubiertos de lámina de oro y los esbozos en mármol de las Cicladas, con los senos altos, la figura simplísima, delgada, angulosa, blanca, sin decorado, que contrastaban con las mujeres caderonas de Egina, de manos firmes sobre las rodillas pesadas, o con las Cariátides colocadas por los hombres en la posición fija de sostener pero que escapan a su destino gracias a esa mirada ciega y lejana que mira para siempre a otra parte, fuera del texto concebido para su fijación eterna, fuera del marco del Acrópolis, más allá del paso inmediato que sus piernas adelantadas están a punto de dar, hacia otro tiempo, porque el de su creación ya ha sido vencido por ellas mismas y les pertenece para siempre.
– Y dos veces te amé porque creí que habías comprendido.
Pasabas los días en Falaraki, durante el verano y aún al entrar el suave otoño mediterráneo, buscando guijarros. Te convertiste, casi, en una tradición, la americana en busca de las piedras de colores, Klondike Lizzie, the Pebble Rush. Y un día el sol ya no salió. Un día de noviembre el pequeño golfo corrió agitado al encuentro de la playa, el mar se volvió color pizarra, gris y más salado -lo sintieron en los labios-, frío, revuelto. Los pescadores ya no salieron. Sólo había, bajo la lluvia, un viejo que azotaba un pulpo muerto contra la roca. Saliste a nadar a la playa solitaria. Javier te siguió, de lejos. La lluvia le empapó el suéter de cuello de tortuga, los pantalones de pana, y sus pies desnudos se hundían en la arena esponjosa, súbitamente opaca después de tantos meses dorados. Nadaste hasta la roca donde el pescador azotaba al pulpo. Extendiste los brazos desde ese mar agitado y el pescador sonrió y te arrojó el pulpo. Nadaste lentamente de regreso. Todo parecía dispuesto de antemano…
– …como si hubieras celebrado un pacto, Ligeia.
El gato blanco, empapado, salió de una de las casas enterradas en la arena y te esperó en la orilla.
– …y tú saliste del mar, Ligeia…
Saliste del mar, Elizabeth, con los brazos negros del pulpo enrollados a tus propios brazos, con los senos desnudos. Alargaste el brazo y el gatito se acercó a ti. Lo tomaste entre las manos y lo llevaste a tu cabeza y avanzaste hacia Javier, iluminada por luces ocres y rojas que dibujaban todos los contornos serenos, casi estáticos, de tu figura amarilla y negra, coronada por un gato.
– No haces sino recordar amores viejos.
– Es que soy vieja.
– Y conoces todos mis defectos. Rieron a carcajadas y Javier se encerró en el baño durante más de una hora.
Mira nada más, dragona, qué día que nos tocó vivir. Aquí viene la noticia, en el periódico de hoy. Está fechada en Pittman, Nevada, y dice que un crimen pasional en el cual el arma utilizada por el asesino fue un bimotor Cessna, causó anoche varias víctimas en el interior de una cantina, sin haber dañado a la persona que se pretendía matar. John Covarrubias (¡ándale! ¡paisano!), de 38 años (¡híjole! ¡contemporáneo!) había tenido al atardecer una violenta disputa con su mujer en un bar de Pittman, Nevada. Ciego de ira porque ella no quería reanudar la vida conyugal, Covarrubias fue a buscar su avión, despegó y, avanzando sobre el pueblo, bajó en picada contra el bar. Dos automóviles fueron destrozados y sus restos en llamas fueron a dar contra el bar; el avión se hizo trizas y su piloto falleció. En el interior del bar, tres clientes resultaron heridos, uno de ellos gravemente. La mujer del piloto asesino resultó ilesa, pues en el momento del atentado se encontraba en la calle. Y fueron muy felices. Porque, cuatacha, si te pones a monologar sobre la calavera de Yorick, resulta que la duda del Danés es la única manera de afirmar la meritita verdad: que somos y no somos, fuimos y no fuimos, seremos y no seremos, ya somos y ya no somos: now you see me, now you don’t. O sea: que también hay un no ser al que quisiéramos jugar y que en cada instante, llenos de terror, o risa, o locura, nos está convocando. Porque, quién quita, de repente sólo seríamos desempeñando el papel de nuestro no ser, nuestra posibilidad eternamente presente y eternamente negada. Hay que tener algo para dar el paso mortal. Te lleva el carajo o te llamas Rimbaud. Me duelen los huesos del tedio, Elizabeth. No nos queda más remedio que recorrer y recordar, o nunca sabremos quién es Javier. Me pediste que no le creyera. Puede que sea tu privilegio escucharle. Aunque digas:
– Estás agotado. Sabes que decir tantas cosas te cansa. ¿Por qué no vienes a la cama?
Javier no te hizo caso. Abrió el zipper de la maleta y fue disponiendo, una a una, las cosas sobre la estrecha repisa de cristal detenido por dos clavos arriba del lavabo. Se miró en el cristal y dijo en voz baja:
– ¿Quieres que desempaque tus cosas?
Tú dejaste de mecerte:
– ¿Qué dices?
– Que si quieres… No, nada.
Colocó la taza de jabón para afeitar sobre la repisa, tomándola del asa, y adentro dejó caer la brocha de cerdas blancas y el rastrillo plateado.
– ¿Sabes, Ligeia?
– ¿Qué?
– Son las últimas horas de la recepción…
– Por favor, Javier.
– …aunque en realidad, en el ánimo de los que quedan, se ha llegado al momento en que es más fácil y más legítimo imaginar que la fiesta no ha empezado nunca y nunca terminará.
– Por favor, Javier. Ya conozco esa historia.