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– Mi mes, idiota. Vé si traemos unos kotex entre tus tesoros medicinales.

Javier abrió de nuevo la petaquilla y hurgó entre el algodón, la tela adhesiva, la gasa, la botella de yodo.

– No, no trajimos.

Te detuviste, mi cuatacha, hecha un jabalí.

– Anda, haz poesía de eso…

– No lo aguanto. Ya sabes…

– En cambio, no se te olvidaron todos los menjurjes esos para los nervios, que sólo sirven para intoxicarte…

Javier tomó tus hombros desnudos y los apretó con fuerza.

– Sabes que estoy enfermo.

Quisiste zafarte con una mueca de gárgola.

– Me haces daño. Son puras figuraciones tuyas. Todos los médicos…

– ¡Los médicos no saben nada!

Te agitó y tú cerraste los ojos y te dejaste caer.

– ¡Yo sé lo que siento!

Te soltó muy delicadamente y tú te abrazaste a ti misma.

– Entonces dame un poco de algodón -dijiste en voz baja.

Javier arrancó con cuidado un puñado de algodón y te lo entregó. Salió del cuarto de baño a la recámara y se recostó. Se levantó velozmente cuando escuchó tu paso y tú te dejaste caer sobre la cama rechinante del cuarto de hotel de segunda en Cholula, donde ya habías descubierto, en menos de una hora de habitarlo, dos pulgas gordas, abotagadas de sangre, que tú misma aplastaste contra la pared; las viste de nuevo al caer sobre la cama.

– Debimos haber seguido a Veracruz, Javier.

Fue él quien, al verte arrojada sobre la cama, pensó que tu talle aún poseía, a pesar de todo, la flexibilidad de un carrizo y apuesto que se dijo que sería una pedantería recordar el nombre científico del carrizo de modo que sólo murmuró, con la esperanza -no sólo de pan vive el hombre- de que no lo escucharas:

– Phragmites communis…-Y en seguida se ordenó callar, cuando ya tenía en el paladar la definición:

– Un roseau pensant…

– Me aburre terriblemente esa historia -dijiste.

– Ustedes insistieron en detenerse a ver las ruinas. Por mí…

– Yo también podría repetir historias -gemiste y dejaste colgar la cabeza y las piernas en los extremos de la cama cubierta por una frazada de algodón blanco con manchas amarillas, de orín.

– Javier, por favor toma un kleenex y arranca esas pulgas aplastadas.

Pero Javier no se movió de su lugar junto a las puertas de cristal.

– Si quieres, yo también te aburriría con mis historias.

La sangre corrió hacia tu cabeza y te hinchó las venas de la sien y la frente y el cuello; dejaste que los zapatos se te desprendieran de los pies cansados y moviste los dedos como sobre un teclado.

– Huele mal aquí, ¿no te has dado cuenta? ¿No piensas reclamar en la gerencia?

Javier jugueteó con la varilla dorada de la cual colgaba la muselina que cubría los vidrios de la puerta.

– Lo pintoresco es mugroso. Algún día habrá un Cholula Hilton, no te preocupes.

La sangre te zumbaba en la cabeza y las pulgas aplastadas seguían allí y tú cerraste los ojos y volviste a mover los dedos de los pies.

– Yo podría contarte otra vez la historia de Elena.

– ¿Elena?

Levantaste la cabeza con un esfuerzo y trataste de mirarlo con asombro.

– Elena, sí, Elena. ¿No recuerdas la playa de Falaraki? ¿Los guijarros de colores y los higos que vendía Elena? Unos higos calientes, corrompidos por el sol, que Elena traía en una cubeta y ofrecía a los que estábamos tendidos como marsopas recibiendo ese mismo sol que acaba por pudrirlo todo…

Mientras hablabas, Javier cerró sin ruido los postigos y en la oscuridad del cuarto dijo:

– Y tú lo buscas desde que te conozco.

– ¿Por qué cierras los postigos a las seis de la tarde?

– El pasillo es público. Pueden verte allí, con… con el vestido más arriba del muslo.

Reíste, con una risa que salía burbujeante de tu cuello largo. Y Javier, en la oscuridad, cerró los ojos y yo traté de memorizar las puertas de cristal que se abren sobre un corredor al aire libre que recorre los cuatro costados del patio interior del hotel. Levanté la vista y vi que había mentido: no era un patio al aire libre: lo cubría una bóveda de cristales opacos mal ensamblados sobre la araña de fierro negro que, en las coyunturas de fierro y vidrio, había acumulado unas entrepiernas de polvo.

Javier apartó las cobijas y se metió en silencio a la cama. Se acostó boca abajo. Tus rodillas, sentada, levantaban el cobertor y aunque Javier trató de dejar la cabeza fuera de las sábanas, el olor de la mujer ya se había apoderado del lecho. Agua de Colonia, menstruación, el cansancio del viaje. Javier murmuró, con la sábana sobre el rostro:

– Los americanos todavía saben oler; son asépticos y cualquier olor se vuelve agresivo, les ofende. Aquí estamos inmunes al olor.

Bajó la sábana del rostro y miró por el rabo del ojo a esa mujer que fumaba con los ojos abiertos, pensativa y lejana. Volvió a cubrirse el rostro y respiró tus olores.

I’m just a deteriorating boy, mamma.

Y creyó dormir un momento. No sintió nada. Después, de un arañazo, se quitó la sábana del rostro.

– ¡Ligeia! ¡Ligeia!

Tú ya no estabas sentada sobre la cama, como él te había visto la última vez. Quedaba tu presión invisible sobre la almohada, sobre las sábanas. Javier miró hacia el baño. La luz estaba apagada. Suspiró. Gritó:

– ¡Por piedad!

¿Cómo darla o recibirla, dragona? Se me hace que todos queremos cerrar nuestras vidas, saber que el círculo ha concluido y que la línea ha vuelto a encontrar la línea, el inicio: queremos completar tantas vidas dentro de nuestra vida, queremos, así sea nuestro sustento la razón, la voluntad o el sueño, creer que nuestro pasado significa algo en sí; todos somos poetas inconscientes y oponemos a la naturaleza estos designios aislados, a ella que no nos considera seres distintos, sino mezclas indiferenciadas de esta marea sin principio ni fin. ¿Cómo evocar, entonces, cómo hacer sentir que el mundo se mueve dentro de nosotros, a quien ha cerrado ese círculo con la falsa ilusión de dejarlo atrás, de haberlo comprendido para siempre? Tú tienes que decírselo; tú podrías repetir una frase cualquiera, una frase cotidiana:

– Es un cío. Cuando termines de comer los camarones, te enjuagas los dedos en él. Así. Tienes que aprender estas cosas. Si no, dirán que no te supimos educar.

Entonces Javier tendrá que recordar que se preguntó a sí mismo:

– ¿A dónde irá después de la cena?

Y también que un día quiso seguirla y se perdió. Tenía diez años y fue la primera vez que salió a la ciudad sin saber a dónde debía ir. Antes, al salir solo, siempre supo que la ruta era la del colegio, la del parque o la de la tienda de dulces. Además, al colegio lo llevaba un camión. Esta vez, en cambio, esas coordenadas de la Calzada del Niño Perdido a la escuela marista en la Avenida Morelos se perdieron a las cuatro o cinco cuadras y se dio cuenta de que no conocía la ciudad, de que en realidad nunca había andado solo por la ciudad.

– ¿Dónde estuviste esta tarde?

– Fui al cine Parisiana.

– ¿Con quién?

– Con dos amigos del colegio.

– ¿Cómo se llaman?

– Pedro y Enrique.

– ¿Qué película viste?

– Una con muchos bailes. No sé cómo se llama.

– Déjame ver el periódico. Allí debe decir.

Después de todo, no había crecido en la ciudad; llevaba un año viviendo allí. Y antes los trenes eran todo, más que las ciudades. Retrasados y descompuestos, detenidos, a veces, veinticuatro horas en medio de un desierto mientras su madre se secaba el sudor con unos pañuelos de encaje y su padre jugaba a las cartas con otros hombres en el salón comedor que olía a plátanos negros. Primero, pedían que nadie bajara del tren porque la descompostura era leve y quedaría arreglada en veinte minutos; luego, cuando se corría el rumor de que la vía estaba volada, algunos pasajeros bajaban y fumaban cigarrillos y bebían las cantimploras pero el sol era demasiado fuerte y todos volvían a refugiarse en los carros y su madre se secaba el sudor de la nuca y entre los pechos. A él le habían dicho: