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– No vayas a bajar. Es peligroso.

A través de los cristales cubiertos de polvo se veía ese desierto como un miraje de sí mismo, sin color, pero esperando que pasara algo terrible y todos los colores nacieran de la ausencia de color. Sólo las nubes parecían jugar carreras y eso podía entretenerlo, pero no por mucho tiempo. Quería creer que el tren estaba cansado; había jadeado y gruñido para llegar tan alto y ahora se echaba boca abajo y resoplaba sin fuerzas y todo olía a vapor cansado, a grasa y a comida vieja. Con el dedo, Javier comenzó a dibujar figuras sobre el cristal, casas y árboles y rostros.

– Lávate las manos.

Un viejo estaba comiendo chongos zamoranos y le convidó. Javier tenía calor pero le habían prohibido quitarse el saco color ladrillo, de lana. Se sentó junto al viejo que comía los chongos con una cuchara de madera y el viejo sonrió y le ofreció una de esas bolas de leche cuajada con la cuchara y Javier abrió la boca y gustó el sabor empalagoso y la rugosidad de la cuchara, astillada. El viejo sonrió sin dientes. La miel le rodaba del mentón arrugado y la pechera sin corbata. Usaba un sombrero de fieltro desteñido y un traje negro con los codos rotos y las solapas raídas y comía chongos zamoranos sin decir nada.

– ¿No está el niño?

– Sí, en la sala.

– ¿Qué hace?

– La tarea.

– Cierra la puerta.

La puerta de la recámara o la puerta del gabinete cuando el tren cruzaba el río y atrás se perdían todas esas cosas. Las casas sin barda, rodeadas de césped. La enseña de madera con el nombre de la familia. Las tiendas. Los cines. Las fuentes de soda. La gente distinta. No, la gente distinta es la que subía al tren en Nuevo Laredo, después de cruzar el río ancho y turbio y poco hondo entre las barrancas de lodo, el río punteado de islotes de arena y matorrales. Entonces el idioma se vuelve a entender, las alusiones, los chistes, esa manera de hablar sin referirse directamente a las cosas, como si todo quemara la lengua, todo fuese prohibido y secreto y necesitara ser emboscado por palabras lejanas porque la palabra directa es peligrosa y exige su amortiguador, su diminutivo, su albur. Raúl se rascaba la cabeza con los tirantes sueltos sobre las caderas y extendía las cosas que había comprado del otro lado. Los enchufes y los transformadores, las planchas y las cafeteras eléctricas y Ofelia se paraba frente al espejo del gabinete y detenía sobre el cuerpo el vestido nuevo hasta ver el reflejo de la mirada del niño que se había parado con un barquillo en la mano junto a la puerta y la cerraba.

No entendía lo que decían en la mesa. Y hablaban poco. Pero, sin saber por qué, imaginaba que los rostros y las manos, los cuerpos y sus gestos, tan conocidos, nada tenían que ver con las palabras que decían durante las comidas.

– Pásame la sal.

Raúl, además tenía la manía de quebrar la telera y echar pedazos de pan a la sopa.

– Te noto cansado.

Y Ofelia exprimía un limón sobre la sopa, todos los días.

– Sí. No es para menos.

Javier espantaba las moscas que se posaban sobre la red de fierro negro que protegía las piezas de pan; y a veces el pan se hacía viejo allí y empezaba a blanquearse.

– Quizás este fin de año podremos salir de vacaciones.

Lo más divertido eran los cuadros del comedor: largos y estrechos, barnizados, contaban la historia de un niño que molesta a un perro dormido -primer cuadro-; el perro despierta -segundo-; muerde el pantalón del niño -tercero- que se encarama, llorando, por un árbol.

– No sé. Depende de muchas cosas.

Los tres comían en el salón separado de la sala por una cortina de cuentas.

– Sería bueno ir al mar, bajar de esta altura.

Las cuentas chocaban cuando la única criada llegaba desde la lejana cocina, todavía de brasero, con esos filetes delgados, cubiertos de cebollas fritas.

– Sí, Ofelia, sería bueno.

Y entonces sus padres dejaban de hablar y la conversación se reiniciaba penosamente al salir la criada.

– Javier trajo buenas calificaciones.

– Qué bueno.

– ¿Verdad, Javier?

Él asentía sin dejar de comer y tratando de comprender las palabras que sus padres decían con un tono plano, aunque sus labios sonrieran y Ofelia, de tarde en tarde, arrojara la cabeza hacia atrás con un gesto alegre: quizás ese fin de año irían de vacaciones al mar.

– No empieces a comer antes que tu papá. Es mala educación. Van a decir…

Apartó la cortina…

– Ligeia. ¿Dónde estás? Por piedad.

…para subir a la litera alta, y en la baja estaría, tenía que estar, ese viejo que en la mañana le convidó el dulce de leche: jadeante y gris, con un esfuerzo nacido ya del puro cansancio, casi ajeno a él y sin embargo, perceptiblemente, propio de él por repetición: en la boca desdentada tenía que estar esa sonrisa que Javier, entonces, no podía comprender pero que más tarde, si se hubiese decidido a escribirlo, o aún a platicártelo, dragona, habría descrito como la máscara de un instante eterno, la expresión visible de ese secreto en el que él -Javier, nosotros: el viejo vestido sólo con su camisa sin cuello, levantada sobre las nalgas flacas- contenía su costumbre y su aventura, su derrota y su prestigio, su íntima revelación y su desgaste más externo. Al principio no vio al niño, pero la vieja sí. Ella se cubrió el rostro con los mechones de pelo cano y dejó descubiertos los senos graves, los pezones manchados como un cráter de sangre y la barriga semejante a una tela gastada: gimió y el viejo se apartó de la mujer. Los dos miraron al niño. No, no era allí, no era así; no lo escribiría jamás porque jamás después pensó que sólo era una representación, no una participación emotiva; algo así se dijo y lo apuntó por allí, en uno de los cuadernos de notas en los que se pregunta, paradójicamente, si lo importante no es esa separación, esa distancia, en vez de la complicidad sentimental acostumbrada. Volvió a encontrarlos -no los mismos, aunque los mismos- años más tarde, cuando ya era adolescente y se quedó castigado por algo, por haber copiado en clase, por haber reído a destiempo, no, por haber falsificado la firma de Raúl en un papel excusándolo de una falta de asistencia, quizás por eso y se quedó solo frente al pizarrón escribiendo las veinte líneas que cabían allí: No debo falsificar la firma de mi padre, y luego borrándolas para empezar otra vez hasta completar las quinientas líneas del castigo mientras, a su espalda, el salón de clase se iría transformando y ese sótano improvisado del colegio marista dejaría de ser la celda sombreada que nos permitía, física, inmediatamente, recuperarnos de la agitación sudorosa y solar del patio de recreo y sentimos descansados y satisfechos en las tardes de las tormentas de polvo, sentados allí sin escuchar la voz del profesor o escuchándola como el zumbido de un abejorro lejano; dejaría de ser el lugar acostumbrado para llenarse de noche, del color y el silencio y la soledad de la noche que desvanece los olores de serrín y polvo de gis y tinta y madera raspada. No debo falsificar la firma de mi padre, y luego dejas allí la última frase que escribas y borras las demás, recoges tus cosas y ten cuidado de apagar las luces y cerrar bien la puerta y puedes enjuagarte las manos en el grifo del patio y salir del colegio sin hacer ruido y no lo vuelvas a hacer y mañana les toca confesión a todos los del primer año de abogados. Invocaron su sentido del honor y lo dejaron allí, solo, a cumplir el castigo. Pero detrás del muro del frontón hay otros patios y otras celdas. Y ahora, en la noche, todo el colegio está en sombras menos esos patios escondidos a donde nadie pasa y en la casa vecina viven las monjas, las mujeres sin hábitos en estos años de persecución y dolor; las mujeres despintadas, con el pelo restirado y los chongos erizados de horquillas y los anteojos de aro dorado y las faldas negras y los altos botines. Volvió a encontrarlos.