Las moscas empezaron a entrar por la ventana entreabierta del cuarto de Franz en el hotel de segunda en Cholula. Tú las escuchaste zumbar.
– Se quedó hablando solo, medio dormido, contando historias. ¿No te importa?
Recostaste la cabeza sobre el pecho desnudo de Franz.
– Al contrario -dijo Franz-. Así no hay que tomar precauciones. Me gusta más así.
– Háblame mal de él, Franz.
Franz rió y levantó tu barbilla. Tú dejaste caer la cabeza sobre el hombro de Franz.
– Perdón. ¿Para qué? No. Háblame de amores tuyos, de amores verdaderos. No sabes cómo me aburrí. Esa historia otra vez. Debe habérmela contado mil veces o más… Háblame de amores jóvenes…
Tú y él vivían en la playa de Falaraki, donde la playa y el mar forman una media luna de aguas blancas rasgadas en perfecta simetría por un céfiro que divide el mar, hasta el límite del horizonte, en bandas plateadas de movimiento perpetuo: dilo, dilo, donde espumoso el mar griego, el negro imperio, tan peligroso como inmenso: suena aún en tus oídos como los gritos lúgubres de una joven perra. Entonces Javier te dijo que lo entendía, que era realmente la ruta, el llamamiento que nadie podría dejar de atender, porque es tal su contraste con los bancos de roca amarilla, las montañas bajas y secas que son un lomo de bestia, una joroba de dromedario que expulsan de la tierra y remiten al mar. Tomaron esa casita, como todas, enjalbegada, hundida en la arena de Falaraki, con sus dos estrechas ventanillas, toda encalada, envuelta en el sol y las enredaderas del jacinto y el hibisco y la adelfa. Se tomaron de las manos, sin mirarse, el primer día que amanecieron allí.
– Y lo que hicimos debimos haberlo hecho en la playa misma, a la luz del día…
Despertaron y una cortina de flores venenosas del verano los atraía para descubrir, detrás del espesor de sus perfumes, otro aroma, el del sol tendido aun en los lechos de piedra del mar transparente, el de la frescura de la noche que se levanta, fría, por última vez, con un gemido y aplaca las aguas para ensombrecerlas, por última vez. Javier apretó tu mano y los dos miraron más allá de las flores amarillas y encontraron la tierra y el mar, el día y la noche, las redes desplegadas y los peces rojos, el olivo plantado y el viento sin raíces y se sintieron el centro de las ondas y creyeron que a partir de sus monólogos nacían los círculos cada vez más anchos de todo lo que es. Ah.
¿Podrás escapar ahora, al principio, cuando todavía es tiempo, de las mentiras? No sabes si sentir vergüenza o compasión cuando Javier repite esa historia con esas palabras. Y antes no era así. Se acostaron juntos, simplemente. No hay otra manera. No hay nada que pueda añadirse, en ese verano de la costa de Rodas. Llegaron simplemente, con el dinero que Javier obtuvo al vender la casa paterna en la Calzada del Niño Perdido. Llegaron simplemente, después de conocerse y enamorarse en el City College de Nueva York. Simplemente, cuando te despediste de Gerson y a Becky ya no fuiste a verla otra vez. Y si necesitaban palabras, las dejarían para el mar y el día y los libros. No para la noche, cuando se acostaban juntos, simplemente, en la cama de la casa enjalbegada de Falaraki y podrían pensar de una manera entonces muy clara. Clara y difícil porque, abrazados en esa cama, creían recoger los pedazos de un pasado muy breve -como hoy intentan cargar el caparazón de mucho tiempo y, sin embargo, sienten más reducido este largo pasado que aquél, casi inexistente, que les descubrió la facilidad de un amor sin ocio, la dificultad de un amor sin palabras. Como en ciertos poemas, la apariencia exterior de las palabras, durante estas noches en Falaraki, era sólo el velo de otro significado, para el cual las palabras eran un puente: la segunda historia se contaba atrás, en silencio, y todo, la vida común como la literatura que Javier empezaba a escribir -a eso vinieron aquí- en una segunda realidad. Hay un momento (quizás, para ustedes, llegó allí, en el cuarto caluroso con sus olores de vino derramado sobre madera, de jacinto y sal) en que sabemos respetar nuestros actos externos y los ajenos, porque descubrimos tanto que son insignificantes en sí como significantes porque no poseemos otro conducto hacia la realidad que sostienen y esconden. Entonces, y sólo esto es el regreso a los orígenes, podemos descubrir que los actos externos son significativos por sí mismos, únicamente cuando los hemos penetrado para alcanzar la segunda realidad. En ese momento, la vida y el arte son una lucha con la realidad aparente que nos exige, para que ella sea la realidad verdadera y para que nosotros seamos lo que deseamos, que la deformemos, reformemos, afirmemos. Y ustedes, acostados juntos y con las ventanas abiertas sobre ese mar de guijarros, llegaban agotados por las exigencias ajenas, eso era todo. Quizás sabían, al acariciar la piel del compañero, que ese acto sensual era la única manera, por el momento, de recuperar una energía perdida en el gran contacto obligatorio y secreto: el de los padres y la casa; y sólo ahora sabrían, quizás, que nunca más, como en la infancia y la adolescencia, dispondrían de esa paradoja del tiempo de sobra y la falta de tiempo, de la soledad extrema y la relación más densa y exigente. Y ahora estaban solos y unidos. Eso, y no el lugar común del siglo, la comunión absoluta, la realización plena y aislada en el sexo, era lo que ustedes experimentaban en ese calor y frescura de la piel unida a la piel, de las manos entrelazadas y los besos repetidos. Ustedes, sólo ustedes, Elizabeth, Javier, y sólo ustedes en la noche junto a la playa de Falaraki, en la cabaña blanca, hacían el amor para ganar y perder, para dejar de ser lo que habían sido en sus casas y con su familia y, sin embargo, para ser lo que desde entonces tú, escondida con tu hermano en el closet mientras Becky los buscaba para ir a cenar con los señores Mendelssohn, Javier leyendo bajo un foco, desnudo y rodeado de mosquitos en un patio lluvioso, mientras Ofelia lo espiaba desde la recámara, tú montada en hombros de tu padre para recorrer hasta el Hudson las calles azulosas del verano, él tomado de la mano de Raúl en los domingos llenos de cilindreros y criadas aburridas, ya eran. Y nunca sabrás, aunque esa noche lo hayas vivido, si Javier, como tú, al acercarse, con las manos abiertas en la cama sin sábanas, a tocarte de esa manera, estaba negando, como tú, todos los actos externos del amor, todos los actos cometidos para convertir al amor en una semblanza de nuestra relación con los demás; y entonces te dijiste que sí, él nunca te había besado en público, nunca te había mostrado a los demás, nunca se había acercado a ti para matar el tiempo, nunca había aprovechado el ocio para el amor y, tampoco, lo había deformado con la insistencia, verbal o de actitud, que nos impulsa a buscar en ese acto un valor, un significado, una palabra ajena al hecho mismo, al acto suficiente. Por eso lo besabas con esa libertad y cerrabas la imaginación al rumor persistente de la noche cerca del mar, con sus grillos y fogatas, sus mandolinas y su oleaje débil. La relación verdadera era entre tú y Javier y no significaba, al realizarse, nada fuera de sí misma, nada que explicara al mundo y a los demás; y, no obstante, sólo allí, escondida entre los brazos de Javier, y Javier oculto en la obscuridad de tu carne abierta, se ordenaba, como un don de la gracia, porque se acostaban juntos sin solicitar nada, el mundo exterior. Agradecían la pesantez que les rodeaba: el calor de agosto, casi tangible, y la presencia específica del pesado perfume del hibisco, la cercanía táctil del piso embaldosado que retenía la temperatura de la mañana, la gravedad misma del lecho que nunca podía perder la textura y el olor de las pieles de borrego con que los ocupantes usuales, los pescadores de Falaraki, lo cubrían durante el invierno. La agradecían porque sin esa gravedad, que era también, sobre todo, la de ambos cuerpos, no tendría lugar lo otro, el acto de gracia, la realidad interna del amor que sólo podía ascender desde esa pesantez física. Y entonces la carne era negada por el amor, pero el amor aclaraba la realidad de la carne y la dualidad se disolvía cuando acercarse era mantener una distancia, y mantener esa distancia que nos permite ver y respetar era la manera de romper la lejanía que el sexo reserva a quienes quisieran contemplarlo sin esa separación que es el espejo de la reunión. Como los tesoros guardados, éste no tendrá valor si no se le gastara: usarlo era la manera de conservarlo y aunque Javier, al entregarse, sólo entonces, murmurara, te dijera al oído que tú y él eran uno solo, la distancia exacta te decía que no, que tú eras otra y debías ser dominada, debías ser otra frente a él y sólo siendo distinta podrías ser su amante, en función de él, cercana a él porque el sexo no confundía, no nos devolvía a la confusión y a la marea de la naturaleza: nos permitía ser diversos para acercamos desde esa distinción y separarnos para recuperarla y entonces volver a tocarnos porque éramos distintos. Igual ahora que durante el invierno, cuando los aldeanos les traen el pescado, el vino resinoso, el queso de cabra y las aceitunas, cuando sopla gris y rasgado el viento y a veces una montaña de agua cae sobre la isla. Entonces tú y él se esconden en la cabaña, escuchan el paso del viento sobre los tejados, se abrazan, fingen el temor que los acerque, se entregan a los besos largos, besos de horas, horas de besos, largas, imprevistas, siempre llenas de sorpresas, cada vez más largas, como sí fuesen adquiriendo una sabiduría idéntica a la lentitud, a la suspensión de todo lo innecesario, lo ajeno a las horas y los besos, recostados junto al fuego, sobre la piel de borrego encima de las baldosas húmedas, mirando hacia el techo de vigas que sostiene, retiene, rechaza los brazos de la tormenta. Y en el día Javier contemplaría, se pasearía por la playa con ese suéter de cuello de tortuga y esos pantalones de pana, antes de sentarse a la mesa de pino, de cara al mar, iluminada por el rectángulo minúsculo de la ventana. Y tú, al mismo tiempo, para no molestarlo, caminarás por la playa de Falaraki descalza, con tu trinchera empapada, comprobando que el mar griego no es el otro rostro de la tierra. Que no hay separación entre la playa y el mar; aquí no se penetra en el mar porque entre la arena y el agua no hay batalla, ruptura o frontera. Ese mar quieto, verde, en el recuerdo del verano, a nadie rechaza. De tan calmado, semeja otra tierra, nada más. Otra tierra más suave, más dulce, sobre la cual se puede de verdad caminar; caminar mientras la tierra líquida nos envuelve. Ese mar presente. Ese mar que te moja la espalda y te abrillanta la piel quemada, lustrosa, poseída por el mar y por ese hombre que contigo ha venido hasta aquí a escribir, a liberarse de las exigencias destructivas, de las negaciones elegantes. Escribía y entonces también allí luchaba con la realidad para deformarla, reformarla, afirmarla. Y tú corrías hacia él desde la playa, cuando él terminaba de trabajar y asomaba por la puerta de la cabaña hundida, como todas estas casas de pescadores, en las dunas de Falaraki. Corrías a retenerlo en la cabaña y amarlo cuando su frente aún estaba afiebrada y detrás de ustedes, porque ustedes estaban acostados, juntos en un acto suficiente, podía nombrarse el mar, bautizarlo con las palabras que quedaron fuera, detrás, y que sólo podían decirse en cuanto este amor y su placer no eran nombrables: también el mundo tenía un nombre y era de ustedes porque sólo lo poseían alejándose de él para dominarlo desde esta soledad tan cercana en la que podían mirarse, el uno al otro, enteros y al mismo tiempo unidos sólo en el arca oscura y pulsante del vello y los labios y el disfraz de la sangre. Entonces el archipiélago y el mar podrían nombrarse solos y sólo porque ustedes, a su vez le daban la presencia física, la representación de la gracia, la actualidad del espíritu y la resurrección de la gravedad: nadie revive fuera de la tierra. Y detrás de ustedes, de sus cuerpos, pueden decirse, sin turbarlos, todas las palabras que han creado y descubierto el mar y las islas, palabras de todas las lenguas, de todos los siglos, tradición de labios que han dicho los nombres del mar.