Mar de la conquista.
– No sé si adivinamos todo, o si cada vez que escribíamos una escena posible y nos moríamos de la risa y guardábamos el papelito en un cajón del baúl, del mundo ese con el que viajamos, nos condenamos a repetirla después, tarde o temprano…
– Pero allí, entonces, sólo había dos personajes. Tú y Javier, ¿recuerdas?
Timón y espada de la fortuna.
– Sí, sólo dos.
– Todo estará escrito, por Alá, todo estará previsto y luego los actores fallan. No se dan abasto para interpretar los papeles. ¡Me lleva!
Tumba del navegante.
– Era tan perfecto el plan. Sólo él y yo, viviendo lo que habíamos escrito en broma en el vapor.
– Era tan imperfecto. Nadie puede interpretar todos los papeles de una película, ni siquiera Eric von Stroheim. Se necesitan supporting actors.
– Júrame que no hablarás más del asunto.
Mar.
– Nunca más, dragona. Quemé los papelitos. Me tomó un chorro de tiempo encontrar ese baúl. Anduve hurgando por toda la ciudad, disfrazado de mecapalero. El mundo había ido a dar a un desván del centro, por la calle de Tacuba. Un viejo judío acumulaba cosas inservibles allí; lo que otros viejos judíos le empeñaban o le regalaban; no sé. Llegaron tantos judíos a México durante la guerra; después, llegaron tantos alemanes huyendo de la derrota. Nunca se cuentan estas cosas. Nadie las conoce. Había baúles y cajas amarradas con listones, fetos en alcohol, muñecas destripadas, bombines, cellos, álbums de fotografías, banderas nazis, rollos de película antigua, discos rayados, guijarros, ceniceros, libros desencuadernados. Con qué escribir una novela. No te preocupes. Quemé los papeles.
– Qué risa. Habíamos querido vivir nuestra propia historia, los dos solos, unidos.
Sin más unión que los dedos entrelazados. Caíste de rodillas para nombrarlo. De pie ante ti, arrodillada ante él, abrazaste sus piernas cada vez más fuertes y pasaste tus manos por su cintura. Y cuando lo soltaste, lo viste desde abajo, sólo alcanzaste a unirte a sus manos, tú cada vez más baja, buscando el suelo, él cada vez más alto. Te levantaste, lo buscaste de pie, se unieron y sostuvieron con las manos, arrojados hacia atrás, sin necesidad de besos, de caricias, de miradas, unidos y sostenidos hasta caer de espaldas, tú sobre él, sin poderse separar. Él te arrastra hacia su centro que te penetra hasta el centro, tú encima de él, imitándolo, nombrándolo, haciendo lo que él hace, creyendo que tú lo posees como él a ti, creyendo que tu placer, imitativo del suyo, penetra tus muslos como él, recostado, entra en los tuyos. Toma mis pechos, Javier, aprende a cumplir todos tus deseos, duérmete sobre mis pechos y no despiertes hasta que el calor del día alcance nuestra temperatura y Elena toque la puerta…
El Volkswagen arrancó y Javier contó que de niño iba mucho a los Estados Unidos en tren con su padre, que era comerciante. Pero sólo a la frontera, del otro lado del Río Bravo, a Laredo. Y regresaba a México avergonzado o adolorido; algo que no sabía definir. Por eso hace un año viajó en tren hasta Nueva York, para alejarse del contraste y ver a los Estados Unidos sin punto de comparación.
– There you go again -gemiste, Elizabeth.
Dijo que sólo le quedaron dos o tres imágenes del viaje. Los cementerios de autos: las masas de acero retorcido, el aire de hollín y enmohecimiento total…
– También lo puedes ver como una escultura -lo interrumpiste-. Yo digo que son esculturas imprevistas y muy sesentas.
No; Javier dijo que eran ruinas y que si México era una ruina natural, los Estados Unidos eran una ruina mecánica:
– En México todo es ruina porque todo es promesa. México es el país donde todo está prometido y nada está cumplido. En los Estados Unidos todo se ha cumplido pero de todas maneras se ha vuelto ruina.
– ¿Y qué más? -preguntó Isabel.
– Los negros sentados en el porche, viendo pasar los autos por las supercarreteras, como si ya los vieran en los cementerios, en las montañas de cascajo. Y luego vi unos hombres detrás del enrejado de un almacén de depósito, viendo pasar el tren, y me pregunté, “¿Quiénes son ellos? ¿Quiénes son los demás?” Creo que es todo.
– Porque no quieres ver más -sonreíste-. A mí me emociona pasar por lugares como Terre Haute o Indianápolis y leer los letreros encima de las fábricas: “Éste es el hogar de las llantas Goodyear”, o “Aquí se fabrican los Shredded Wheat de Ralston”. Es como recorrer, en otro tiempo, las catedrales góticas. Esos son los monumentos del siglo veinte. ¿O no?
No te contestaron y encendiste el radio y ellos cantaron:
Help! I need somebody
– Quisiera regresar a Europa -dijo Franz.
– ¿Desde cuándo no va? -preguntó Javier.
– Uh, desde que terminó la guerra…
– ¿Y por qué no regresa? -Javier apretó la mano de Isabel.
– No me darían visado.
– ¿Cómo? ¿Quiénes?
– Bueno. Los checos. Cuando digo Europa, digo Praga, que es mi ciudad.
– ¿Qué pasó? ¿Escogió la libertad?
Franz rió e Isabel tarareaba la música de los Beatles: not just anybody.
– Ahí tienes una tesis, si la quieres, Ligeia.
Javier siguió diciendo que el tono del tiempo y la moda, oh sorpresa, lo daban los ingleses por todos lados: los Beatles, los Rolling Stones, Petula Clark, el agente 007.
– Alguien tenía que vengarse de las trece colonias.
Tú bostezaste; Isabel se durmió sobre el hombro de Javier. Franz trató de encontrar su mirada en el espejo del auto.
Te apoyaste con las palmas abiertas de las manos y te erguiste como una lagartija sobre el cuerpo de Franz para ver su rostro.
– Dime qué te gustaba hacer de joven. Cómo eras. A dónde ibas. Cuéntame todo, todo lo que es real. ¿Qué estudiabas?
– Ya sabes todo eso, Lisbeth.
– No importa. ¿Dónde vivías? ¿A quién amabas? ¿Cómo eran tus ciudades?
Franz rió, apretó tu espalda y te atrajo hacia su rostro y su pecho, nuevamente.
– A veces se me ocurre que las ciudades no existen -sonrió acariciando tu cabeza-. Si amas una ciudad, llegas a creer que tú la inventaste y que al dejarla, la ciudad terminará por esfumarse.
– ¿Por qué?
– Es otra manera de decir que una ciudad se mantiene por el amor… no, no sé. No sé lo que digo. Pero si una ciudad fuese un cuerpo, y pudiéramos abrirla con un bisturí…
– No, no me gusta la idea -reíste-. Me asusta un poco.
– Es un lugar común, nada más. Piensa en lo que esconde y en lo que le permite vivir. El drenaje, el rastro, los basureros, los lugares de donde viene y a donde va lo que comemos, lo que bebemos y lo que amamos. Los panteones.
Te acurrucaste.
– No, yo no lo veo así.
– ¿No?
Negaste murmurando:
– Ah, ah. No sé cómo explicártelo bien. Las ciudades también tienen un inconsciente, como nosotros, un inconsciente ligado al nuestro. Creo que tratamos de defendernos del inconsciente de las ciudades, ¿sabes?, los cantos de la calle, los anuncios, los roces, las presiones. ¿Te das cuenta cómo soy lo que soy porque traigo adentro pues una tonada que dice anytime at all y un anuncio que no sea así cuando puede ser así y use tal y tal? y un contacto que ni busqué ni quise con una piel sudorosa o una tela chillona, todo eso.
Te besó la sien.
– Praga es muy pura. Por eso la amo. Praga no se toma esas licencias y la dudad y el hombre pueden ser uno allí. Antes, por lo menos. Por eso no pude entender la ciudadela de Xochicalco, ni hoy ni la primera vez que estuvimos, hace un año. No puedo imaginar que alguien haya amado, verdaderamente, esas piedras heladas.
Recuéstate. Lisbeth. Me gusta tu aliento sobre mi pecho.
– Sí, Javier.
– Sí. Entonces cada vez que cruzaba el Puente de Carlos, cuando tenía diecinueve años, en el invierno o en el verano, la ciudad quedaba atrás, envuelta en bruma. La bruma de Praga es distinta al amanecer y al atardecer. En invierno es gris, casi blanca, como si las estatuas sobre el puente exhalaran un vaho. En verano, en cambio, es amarilla y viene de lejos, del origen del río. Entonces, al ir y venir de clases, me detenía a la mitad del puente y la bruma me envolvía. Yo me sentía, al mismo tiempo, dentro y fuera de la ciudad. La bruma me acercaba y me alejaba, a mi antojo. Desde el Puente de Carlos puede verse toda la ciudad sin abandonarla.