– Como cuando tomas el ferry a Staten Island y ves toda la isla de Manhattan.
– No, no es igual, porque entonces has salido de la ciudad. Aquí, ¿ves?, estás adentro. La Mala Strana y el Hradcany están al alcance de tu mano, de un lado, y del otro St. Mesto y más lejos las colinas de Bubenec.
– Son tus nombres. No me dicen nada.
Desde los extremos del puente puedes ver los canales del Ultava. Corren al lado de casas amarillas y desde el puente se mira la hierba del río encadenada al fondo en tonos de verde que cambian con las horas del día y con las estaciones. Hay barcazas ancladas a lo largo de los canales y barcos de pesca bajo el puente. Las paredes de las casas que miran al río están decoradas con figuras blancas sobre fondo negro, todo enmarcado por grecas. El Ultava es un río tranquilo, flanqueado por palacios de color ocre. Hay sauces en las riberas de pedruscos y una menuda vida popular que protagonizan los pescadores. Sobre todo, unos viejos tercos que usan dos líneas para pescar y se visten con boina y saco de lona. Y más allá, hacia Hradcany, el castillo de Praga, se extienden los techos amontonados, sin simetría, los tragaluces y las chimeneas, las torres de las iglesias: agujas católicas, hongos bizantinos, vitrales protestantes. Se escuchan las campanas de la Mala Strana y llegan los olores de los laureles y cipreses de los patios interiores de las casas. Pero también se huele el agua estancada y las hojas podridas que a veces se acumulan en los canjilones; también llega el olor salvaje de los castaños de fruto verde y espinoso.
– Todos los días caminaba por el Puente de Carlos hacia las calles de la Mala Strana, donde vivía el profesor Maher.
– ¿Con quién, Franz?
– Yo caminaba solo. Lisbeth, hace mucho calor. ¿No quieres entreabrir la ventana?
Te levantaste de la cama, flexible y desnuda, y caminaste hasta la ventana del cuarto de hotel. La abriste y extendiste los brazos. Y con los brazos abiertos giraste sobre ti misma para que Franz pudiese contemplarte de frente. Y Franz te recorrió con la mirada. Esbelta, curiosamente empequeñecida sin los zapatos, con los senos grandes y un poco flojos, con la cabellera pintada color ceniza y el vello entrecano sobre el monte abultado y ancho, con la hendidura de los músculos entre los pechos y el ombligo y después la leve línea azul del estómago.
– No. Espera-. Franz se acodó en la cama.
– Empieza una brisa -dijiste, de espaldas a la ventana.
– Te ves muy linda.
– Me gusta mostrarme así para que tú me veas. Es como zarpar en una expedición privada. Ship ahoy. Es como un reto privado a este país lleno de gente pudorosa. Me gusta hacer cochinadas en México. Me imagino la cara de todos estos hipócritas. ¿Sabes que la abuelita de Javier hacía el amor con un camisón que tenía un agujero bordado? Y ella y el abuelo, antes de amarse, se hincaban frente a una veladora y decían un versito que me enseñó Javier.
Te hincaste al lado de la cama y pusiste los ojos en blanco y te golpeaste el pecho con el puño cerrado.
– “No es por vicio, no es por fornicio, es por hacer un hijo en tu santo servicio.”
Reíste mucho; Franz, riendo, te besó el cuello.
– Después el abuelo, cada vez que se venía, gritaba: “Kyrie Eleison”, y la santa señora le contestaba: “Christe Eleison”. Te digo que es el país más morboso y falsamente puritano del mundo. Me dan asco. Dime que un día nos vamos a ir tú y yo. Como Magallanes o Gagarin. Dímelo ya.
Alargaste las manos y Franz las tomó.
Tu padre apretó tu mano y dijo:
– Gosh, la ignorancia es injusta…
– No importa, papá.
– ¿Y cómo sabe?
– No importa, te digo.
Tu padre detuvo la taza bajo la nariz y te miró y parpadeó como si quisiera aclarar la media luz de la cafetería escondida en el entresuelo de la estación. Dejó la taza sobre la escudilla de porcelana barata; sacó el pañuelo y se sonó al mismo tiempo que reía y luego se secó los ojos y mostró la lengua apoyada contra los dientes mientras reía. Se tocó rápidamente la cabeza y en seguida el puño cerrado, con los dedos abiertos de la otra mano, y repitió varias veces el gesto.
– Cabeza contra fuerza, nada más, eso es todo.
– Tu catarro está muy mal, papá. Debiste pedir permiso.
– No. Es peor encerrarse a cultivarlo. Es mejor airearlo.
– No debías tomar café.
– El té me da asco.
Tocó la frente. Tocó el puño.
– Siempre igual. Cabeza contra fuerza.
El mesero se acercó de nuevo con un gesto de disgusto. Espantó las moscas posadas sobre los rollos de canela tiesos y suspiró mientras movía lentamente la cabeza de un lado a otro. Tú apretaste las manos contra el asiento. El mesero arrancó la nota y la tiró con violencia sobre la mesa. Gerson la contempló un instante; bajó la mirada y buscó la cartera en el forro interno del saco. Estornudó y el mesero miró hacia el cielo raso y tú cerraste los ojos y husmeaste el café aguado, sin cuerpo, y la grasa de los panecillos fritos y el pegoste de las tiras de goma donde las moscas capturadas se hinchaban, cuerpos verdes y cráteres blancos, en el calor y dejaban escapar un olor mínimo de corrupción. El aroma empalagoso de los refrescos de coca y zarzamora y rootbeer. Todo el café olía a dulces viejos, a azúcar fermentada, corrupta. Gerson empujó el billete con dos dedos hasta unirlo con la nota. Tú abriste los ojos y dijiste para que el mesero escuchara:
– Un dólar es un dólar. No importa quién…
Gerson, debajo de la mesa, oprimió tu rodilla con la mano y tú te callaste y el mesero te miró con compasión y les dio la espalda sin recoger la nota o el billete. Murmuró algo que tú y tu padre no pudieron comprender. Y tú fijaste la mirada en el paso de la gente hacia los andenes de la estación de Pennsylvania.
– ¿No quieres nada más, Lizzie? ¿Otro refresco? ¿Una soda de vainilla?
– No, papá. Gracias.
Un marinero pelirrojo miraba hacia todas partes, perdido, pecoso, con la bolsa de lona entre las manos y el anciano con el sombrero desteñido hundido hasta las orejas era llevado por una mujer más joven, parecida a él -los ojos húmedos y los pómulos altos, la nariz puntiaguda y temblorosa- que le arreglaba la banda negra del sombrero y revelaba, al hacerlo, la parte limpia del fieltro y el viejo no se daba cuenta mientras los dos caminaban hacia los andenes de las salidas a Baltimore y dos muchachas estaban apoyadas contra un soporte de fierro y jugueteaban con las manos unidas, sin mirarse, y a veces miraban hacia sus pies y no podría decirse si su combinación de tobilleras rojas y zapatos de charol y tacones altos les apenaba o les daba risa, una risa nerviosa creciente que al cabo les sacudió en silencio: una de ellas se mordió la mano, la otra se tapó el rostro con ambas manos y luego se calmaron y volvieron a unir los brazos y a guardar silencio sin mirarse. Y los muchachos con camisetas blancas unas con mangas cortas y la insignia impresa de alguna escuela, otras sin mangas, agujereadas, se abrazaban junto al kiosko de periódicos y hojeaban las novelas de vaqueros y las revistas de hombres musculosos cubiertos por taparrabos de piel de leopardo y los muchachos mostraban los bíceps y competían y se abrazaban sin reír, y unos a otros se enriscaban y acariciaban la pelambre del pecho y las axilas sin reír, y volvió a pasar la pareja del viejo con la mujer que lo conducía; parecían perdidos, igual que el marinero pelirrojo, aunque éste ya no regresó, seguramente había encontrado el tren; la mujer con el viejo no; lo detuvo de los codos cuando el viejo se derrumbó; lo detuvo y miró a través del vidrio de la cafetería: te miró a ti y tú volviste a cerrar los ojos y a oler la fermentación del azúcar en los globos de fierro pintado de rojo y afuera la grasa y el humo de las vías y más lejos las aceras calcinadas y la ropa empapada y los cuellos renegridos del mes de julio. La mujer te miró con terror.