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Y tú te abrazaste a su cintura y sentiste las manos temblorosas y calientes y las dos cerraron los ojos y se escondieron un poco más; caminaron hacia atrás, hacia el último rincón de esa habitación sepia, de luces ordenadas desde otra parte, desde afuera, desde los pilotes de gas y los arbotantes de la calle y las vitrinas de las tiendas, para iluminarlas, a ti y a Rebecca, teatralmente: abriste los ojos y viste la luz que moldeaba el perfil de Becky, levantaba una ligerísima aura a la cabellera de común -aún ahora- tan bien peinada, tan restirada y sólo a contraluz tan crispada por esos cabellos sueltos, eléctricos, de un cobre mate y excitado en la oscuridad de la sala sepia a la cual llegaban esas luces sabias y ajenas para destacar el contorno de un florero, del trabajo de crochet fijado con alfileres al respaldo del sillón de terciopelo, de la circunferencia de las cuentas que forman una cortina entre la sala y el comedor.

– Es sólo el gato, mamá.

– ¿El gato o un gato? ¿No te das cuenta?

– El gato de la casa de junto, el gato de Joseph…

– Abrázame, Beth, abrázame…

– Es sólo el gato…

– ¡Ya lo dijiste! ¡Pero no eres precisa! ¡No dices la verdad! ¡Aquí no hay el gato, no es nuestro! ¡Hay gatos o un gato, pero no el gato!

– Mamá, no sé…

– Abrázame; no te das cuenta…

– Prende la luz, por favor.

– Ven, abrázame; dime…

– Sí, tengo miedo; tengo mucho miedo y doy gracias de estar contigo, juntas las dos…

– ¿Tienes miedo?

– Sí, mucho miedo…

– ¿Será un gato?

– Sí. Óyelo hacer miau.

– Y huele, también huele, ¿verdad? Abrázame, Beth. Ese olor a meados. No lo niegues. Tú lo hueles también.

– Sí, mamá.

– Van a descubrirnos.

– Por favor, prende la luz y ya no tengas miedo.

– Son las once de la noche. Tu padre no ha regresado. ¿Por qué he de prender la luz? ¿Quién prende la luz a las once de la noche si hay un padre en casa? ¿Quién tendría miedo a las once de la noche si…?

– Sí, mira, es el gato de al lado, míralo, el gato de Joseph…

– ¡Descaro! ¡Chutzpah! ¡Fuera, fuera, oh, fuera de aquí, fuera de mi casa!

Gerson, a veces, te llevaba a la calle sin pedir permiso. Te tomaba de la mano para bajar la escalera y en la calle te levantaba con una sonrisa y tú te acomodabas sobre su hombro y primero veías siempre el laberinto de escaleras negras, de fierro, posadas como arañas contra el ladrillo negro, casi carbonizado como si el incendio ya hubiese pasado y las escaleras no hubiesen servido para nada.

– Superstitio et perfidia.

Metían un centavo de cobre y salía un dulce duro y redondo como una canica y tú lo chupabas.

– Mitzvah. Una buena acción todos los días.

– Gerson, sal y compra arenque para la cena.

Tú mascabas la bola cubierta de azúcar y te colgabas al hombro de tu padre y dejaban atrás las escaleras. Olías los quesos y el ajo. Luego, mejor, las naranjas y las manzanas. Los perros ladraban y los canarios chirreaban. Tiendas de abarrotes, sombrererías, tabaquerías, salchichonerías, peleterías, todavía tiendas de capas, sederías, zaraza de colores, el pecho alborotado de las palomas; y perros, perros que ladraban mucho.

– Destruyeron los bosques más hermosos de Nueva York y levantaron las vecindades más feas del mundo. Gracias.

La luz, Elizabeth. Como en la sala oscura donde sólo era posible imaginar las cuentas, los respaldos tejidos, los floreros, gracias a las lámparas de la calle que, de noche, los recortaba a contraluz y los llenaba de falsas aureolas, la luz de la calle, a cualquier hora, venía de otra parte y tú, cuando salías del barrio, la buscabas, o buscabas, más bien, su origen, con una actitud inconsciente de gratitud, como si la luz la fabricaran y te la regalaran en un espacio plateado del Hudson, en una mancha brumosa y verde de los Palisades, en una ráfaga amarilla y contaminada de esa zona intermedia del cielo donde el color es un encuentro en la franja de oro gastado, gaseoso, de la parte baja de Manhattan. A veces bajaban, con un aire de aventura, hasta las pescaderías de Peck Slip, South Street, Fulton Market, cerca del Barrio Chino, donde el río se llena de sonidos y pasan las barcazas con vagones de ferrocarril y los remolcadores desocupados pitan sin sentido, liberados, y los automóviles, al pasar sobre los puentes, inventan una música veloz, la música del paso silencioso y el elevado también, tan repetitivo, tan ordenado, tan diferente. Ves, también es mi ciudad del sol y de la niebla.

– Vamos a América. Vamos a ser hombres.

Tú y Jake se sentaron cada uno sobre una rodilla de Gerson y Gerson pasó lentamente las gruesas hojas de pasta del álbum y no tuvo que señalar nada -oh, no tuvo que señalar con el dedo, dijo siempre Becky, no tuvo que reírse o decirles: fíjense, fíjense nada más, oh, no, eso no-; tú y Jake se rieron de las viejas fotos, de las calles sin pavimentar, lodosas, flanqueadas por casas de madera, con torres coronadas por cúpulas bulbosas en la lejanía; de las viejas fotos del hombre con la barba larga y las botas y el gabán largo y negro. La rueda amarilla sobre el pecho.

– Amarilla.

– ¡Hep! ¡Hep! Hey, Yid. ¡Hep!

– Ein Jude und eine Schwein durfen hier nicht herein.

– ¿Eres tú?

– ¡Eres tú!

Tú y Jake rieron mucho y Gerson puso las dos fotos lado a lado y los niños no podían creer que el hombre de las patillas y la barba y el gabán era el joven del chaleco y el bombín y la perla en la corbata. Levantaron la mirada y encontraron a otro Gerson, sonriente, tapándose con la lengua el vacío de un diente, vestido con la camisa a rayas sin cuello y los pantalones a cuadros y los tirantes sueltos y descalzo y con las mangas demasiado largas, pero levantadas por la costura de Becky.

– Hasta la espina se le enderezó. Mira. Hasta la cara le cambió.

– ¿No te sorprendió la circunspección del gesto humano en las estelas áticas?

El Volkswagen arrancó y Franz dijo que había un restaurante en el camino:

– Una cervecita, salchichas, mostaza…

Isabel miró hacia afuera. Tierras intermedias, trópico a medias, camino de chozas de carrizo e inclinados techos de paja, buitres que volaban bajos y perros sueltos, niños vestidos con cortas camisetas agujereadas, con sus pequeños penes oscuros, barrigones, olvidados por los padres de camisas azules y huaraches mojados que se doblaban sobre los arrozales, guiando con las manos el agua que debía distribuirse equitativamente a lo largo de los meandros del plantío. Después la tierra cambiaría, si bajaban de los bordes de la meseta a las tierras cálidas del desierto alto al bajo suelo costero.

Pasaron veloces, en el Volkswagen de este hombre de pelo rubio ceniza, de un rubio que debió ser casi blanco, oscurecido hoy por el contraste de las canas que destacaban las líneas del rostro quemado por el sol, líneas exactas, nariz corta, mejillas lisas, quijada firme y un poco saliente.

Te dijo que amaba la música y la arquitectura. Él y Ulrich tomaron un cuarto en una calle serpenteante y angosta. Los aleros de las casas casi se tocaban. Oscurecían el callejón. Y la cercanía era tal que no había perspectiva para admirar las viejas fachadas barrocas. Más bien, los decorados barrocos añadidos a las casas medievales. La vieja piedra lisa había sido cubierta, en muchos lugares, por un yeso amarillo o color de rosa que ahora se escarapelaba y dejaba ver, nuevamente, la carne gris detrás del maquillaje alegre de otra época. La ciudad se llenó de palacios de yeso amarillo, de capillas doradas, de columnas estriadas, de espejos patinados, de aleros caprichosos, de vaciados de querubes y vides, de salones laberínticos.