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Las moscas empezaron a entrar por la ventana entreabierta del cuarto de hotel en Cholula. Tú las escuchaste zumbar.

– Teníamos tan poco dinero. Un cuarto compartido reducía a la mitad nuestros gastos.

Y también el esfuerzo de cocinar en una parrilla eléctrica y de hacer, diariamente, la única cama que Franz y Ulrich se turnaban cada semana. El otro ocupaba, mientras tanto, un diván estrecho que crujía toda la noche y obligaba a dormir con los pies sobre un taburete, como Ulrich, o con la cabeza levantada contra el brazo del diván, como Franz. Compraron, también a medias, un restirador de madera y un alto taburete. Los rollos de papel estaban regados por el suelo. El cuarto olía a tinta china, a goma de borrar, a cola. En las paredes empapeladas habían fijado con tachuelas recortes de algunos modelos clásicos: el Partenón, Santa Sofía, el Campidoglio, la capilla de Carlomagno en Aquisgrán. De lunes a sábado, se levantaban temprano. Franz salía al corredor a llenar de agua una palangana en el grifo. Mientras tanto, Ulrich se fregaba los ojos y ponía a calentar la cafetera. Se lavaban la cara mecánicamente. Bebían el café mientras se vestían.

Franz rió:

– Siempre recuerdo a Ulrich sentado en el diván, sosteniendo la taza con una mano mientras se ponía el zapato, sin deshacer las agujetas, con la otra.

Se envolvían en las bufandas y salían corriendo a la callecita. Corrían sonriendo. Les perseguía su propio vaho, que iban dejando atrás como locomotoras. No podían perder el tranvía de las 7,12. Con las gorras ladeadas y las bufandas alrededor del cuello y sobre la boca y con las manos clavadas en las bolsas de los pantalones, iban en la plataforma al aire libre del tranvía. Mantenían el equilibrio en las paradas y arranques del carro inseguro que los conducía fuera de la vieja ciudad a los espacios abiertos. La plaza del ferrocarril. El jardín público con sus estatuas mohosas y sus fuentes de grupos escultóricos helados, sin agua en el invierno. Las anchas avenidas más allá de la pinacoteca hasta la facultad de arquitectura en el llano brumoso. Se separaban. Ulrich iba un año más adelantado que Franz. Hacían la cita para comer en la taberna de estudiantes. El primero en llegar separaría, a la fuerza si necesario, una mesa para los dos y un asiento para el otro. Pediría de una vez la comida de todos los días: dos salchichas, col, cerveza, un pastelillo de crema para compartirlo. Mientras tanto, hasta el mediodía, se pondrían de pie al entrar a la clase los profesores. Cuatro cada mañana. Nombres distintos, pero atuendo semejante: cuello de paloma, saco negro, pantalón a rayas, polainas sobre botines altos.

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– Así salía Emil Jannings en El ángel azul -dijiste-. ¿Recuerdas esa película? Yo la vi de niña en un cine de barrio. Todas las chicas queríamos ser como Marlene. ¿Cómo se llamaba en la película?

– Lola-Lola -sonrió Franz-. Y él era Basura, el Profesor Unrat. Sí, Jannings convirtió a nuestros maestros en un lugar común.

Pero entonces, desde su puesto de altura, entre doscientos estudiantes congelados que llenaban el anfiteatro de vaho, Franz veía al profesor tan lejano como él era visto. Trazaba en el pizarrón los cálculos para un cimiento. Explicaba cómo Brunelleschi subió hasta la bóveda del Panteón en Roma, retiró algunas piedras y descubrió el principio de la doble estructura recíprocamente sostenida para ganar el concurso y maravillar a sus contemporáneos con el domo de Florencia. Defendía los principios clásicos contra las innovaciones propuestas por Gropius y sus amigos del Bauhaus. Estaba vedado hacer preguntas al profesor que entraba con mucha solemnidad, inclinaba la cabeza ante los estudiantes puestos de pie e iniciaba el mismo discurso que venía repitiendo desde hacía…

– …veinte o treinta años.

Espantaste con una mano las moscas que zumbaban encima de los cuerpos desnudos.

– ¿No quieres que cierre la ventana, Franz?

– ¿Por qué? Hace mucho calor.

Tenían que comer rápidamente, porque otros compañeros esperaban que ellos desalojaran la mesa. Les rodeaba el mismo tufo de vaho, cigarrillos y cerveza, ahora concentrado bajo los techos no muy levantados de la taberna y después trabajarían toda la tarde en las tareas de aplicación práctica. En un galerón frío de ventanas altas, lleno de mesas inclinadas, que los jueves por la tarde se convertía en gimnasio. Los restiradores eran arrumbados contra las paredes y todos saltaban, sudando, hacían argollas y barras y pesas vestidos con camisetas largas y calzoncillos negros y zapatos de tennis. Luego, a las cinco de la tarde, emprendían el regreso. A pesar del frío y de la oscuridad repentina que los pequeños faroles no aclaraban, preferían caminar un largo trecho por la planicie punteada de tilos desnudos y a veces compraban castañas asadas en algún puesto misteriosamente levantado en este llano desierto. Regresaban al centro masticando y saboreando la carne seca y dulzona de la fruta. Se relataban las experiencias del día. O simplemente hacían ejercicios de respiración para limpiar sus pulmones del tabaco y el vaho ajeno, y sus bocas del gusto agrio de la comida. Cuando llegaba la primavera, la rutina no variaba, aunque se sentían liberados de tantas cosas, de las bufandas, de los actos reflejos de la estación anterior: las manos calentadas con la boca abierta, los saltos sobre el mismo lugar para entrar en calor, el abrazo golpeado sobre la propia espalda y el propio pecho.

– Tú sabes.

Acariciaste el hombro de Franz.

– Sí, te entiendo, A mí también me hacen falta las estaciones en México.

– Recuerdo una primavera. No recuerdo bien el año. Pero es inolvidable porque Ulrich recibió un cheque por haber llegado a la mayoría de edad.

Lo pensó muy bien y dijo varias veces que era necesario comprar algo en seguida, antes de que el marco se devaluara de nuevo. Un día se ausentó de clases y, cuando Franz regresó al cuarto, allí estaba, colocado contra la pared, instalado y blanco como un iglú, el refrigerador. Ulrich sonrió un poco turbado, casi avergonzado. Se rascó la cabeza. Usaba el pelo muy corto y era muy rubio entonces. Sus anteojos de trabajo le brillaron y abrió la puerta de la adquisición para mostrar los botes de cerveza, las salchichas, las costillas de puerco y las botellas largas y delgadas de vino blanco.

– ¡Qué festín, Lisbeth!

Descorcharon el vino, destaparon las cervezas, saborearon las salchichas fritas, las cubrieron de mostaza y se embriagaron los dos solos, acabando por cantar a grandes voces y bailotear alrededor del cuarto con enormes zancadas. Ulrich hizo las imitaciones de los profesores más conocidos, recitó partes de esa Juana de Arco de Schiller que todos los niños alemanes se sabían de memoria, cantó arias del Tristán con voz de barítono mientras Franz lo acompañaba con los trinos de Isolda y, en los solos, con la imitación de los instrumentos. El escándalo terminó cuando escucharon un puño enérgico sobre la puerta. Franz la abrió bailando y cantando. Miró de frente y no vio nada. Se asustó al escuchar una voz imperiosa y sólo al bajar la vista descubrió a ese ser deforme. A la altura del ombligo de Franz, mostraba una máscara furiosa. Tenía los labios contraídos y rodeados de un bigote y una barba ralos pero cuidadosamente recortados. Estaba enfundado en una bata de seda que debió haberse mandado confeccionar, porque era de talla infantil y sin embargo mostraba todos los detalles de una prenda adulta y aun sibarita. Raso rojo con bordados azules de pagodas y dragones, solapas almohadilladas de seda negra y un ancho cinturón de seda también, con muchos flecos. El enano levantaba una de las puntas del cinturón y agitaba los flecos frente a la nariz. Acusó a Franz con una voz hermosa y grave, la voz sorprendente que nada tenía que ver con ese cuerpo ridículo, del cual se esperaba un tono ríspido y chillón. Los ciudadanos tenían derecho al reposo. La dueña de la casa le había asegurado que éste era un lugar tranquilo. La falta de respeto a los demás era indigna de seres civilizados. Era claro que en los hogares de Franz y Ulrich no les habían enseñado ni la más elemental cortesía. Franz le pidió excusas, tratando de ocultar la risa ebria. No se repetiría el caso. No sabían que en el cuarto vecino había un huésped. “Me mudé ayer -dijo el hombrecillo-. Y volveré a mudarme mañana si no cesa este escándalo”. Ulrich se acercó y le dio seguridades de que el comportamiento sería ejemplar de ahí en adelante. Y lo invitó a tomarse una cerveza con ellos el sábado por la tarde. El enano, sin responder, los miró con furia, levantó altaneramente su enorme cabeza y les dio la espalda. Regresó a su habitación, pero el sábado a las cinco de la tarde escucharon los nudillos sobre la puerta. El hombrecillo estaba en el umbral. No sonreía, era cierto, pero tenía un ademán apacible, que se acentuó al entrar al cuarto con una tarjeta entre los dedos enguantados. Se la ofreció a Ulrich con gran solemnidad. Franz se asomó sobre el hombro de su amigo y leyó: Urs von Schnepelbrucke. Obras de arte. Reparación de muñecas. Se quitó los guantes lentamente, mientras paseaba su mirada cortés pero inquisitiva por el pequeño cuarto. Al fin tomó asiento en el diván; con esfuerzo, porque debió empujarse con las manos para alcanzarlo. Y cuando se sentó, las piernas le bailaban en el aire, por más que las puntas de sus botines enfundados en polainas se estiraran para alcanzar el piso. Acabó de quitarse los guantes y mostró unas manos nervudas y manchadas, tan desproporcionadas como su cabezota a la pequeñez del cuerpo. Esperó, sin decir palabra, mirándolos fijamente, hasta que se dieron cuenta y casi al unísono, dijeron sus nombres. Ulrich se excusó de no tener tarjeta de visita que ofrecerle. El enano asintió y les dijo que ya se veía, de una ojeada, cuál era la situación. Ellos, realmente, sólo deseaban satisfacer su curiosidad acerca de la ocupación dual del visitante. Mientras Ulrich le servía la cerveza prometida, recién sacada de la nevera, que el señor de Schnepelbrucke saboreó con parsimonia y llenando su bigotito andrajoso de espuma, Franz le preguntó si encontraba adecuado este lugar para sus trabajos. El enano habló con su voz bien timbrada, aunque ciertos gorgores de cerveza rompiesen su calidad cristalina. “Uno no escoge los lugares -dijo-. Es llevado a ellos naturalmente. Los apartamentos nuevos de las afueras son muy feos. Aquí, en cambio, me basta mirar por la ventana para recibir inspiración”. “¿Usted pinta, esculpe…?”, continuó Franz. El enano se rascó la barba y dijo; “Ilustro. No pretendo renovar. Sólo reproduzco en telas estas viejas calles, para que quede constancia de ellas antes…” Bajó la mirada y se retuvo, como si dudara de la confianza que pudieran merecerle sus vecinos y luego prosiguió: “…antes de que todo desaparezca o se olvide”. Franz le preguntó si no creía, entonces, que era mejor fotografiarlo todo. “Un aparato no tiene paciencia ni pasión -respondió con gravedad el huésped-. Yo pinto dos veces el mismo cuadro, porque todo puede verse con los ojos del reposo o con los de la exaltación. Y lo cierto es que entre ambos hay un abismo…” La conversación era difícil. El vecino, al parecer, gustaba hablar con frases lapidarias que, por lo demás, expresaba con una seguridad inatacable. Sólo les quedaba acudir al segundo enunciado de la tarjeta. Ulrich le preguntó si se ganaba la vida con las ilustraciones. “No -contestó Herr Urs-. Ésas son para mí, aunque he logrado colocar algunas en el mercado. No cuento con patrocinadores y no me hago ilusiones. El tiempo se encargará de decidir el destino de mi obra”. Franz se sintió molesto por la pedantería apenas disimulada del diminuto hombre, por su apelación a la eternidad y el visitante seguía hablando: “Sí. Reparo muñecas”. Extendió sus manos fuertes y movió los dedos como si tocara el piano. “Mis dedos poseen una flexibilidad maravillosa -siguió diciendo-; puedo reparar una pestaña, pintar los labios más pequeños, unir cabello a cabello la peluca de una muñeca china. Tengo cierta clientela que me trae los cuerpecillos destruidos, generalmente, por un exceso de celo materno y los reconstruyo con el mismo amor. Aplicar con el pincel más fino una ceja raspada, volver a sonrojar una mejilla embarrada de lodo o pegar un dedo roto, son tareas de paciencia y amor”. Lo miraron sin saber qué decir. Los ojos saltones del señor Urs los observaron con humor. “¿No somos un pueblo bueno? -preguntó sorpresivamente-. A veces, hasta aburrido. Pero sólo porque somos inocentes. Por eso nuestros actos son a menudo desmesurados, porque son emprendidos sin una experiencia que sepa dictarnos los límites de la acción. Y por eso después de un exceso reclamamos el perdón y la compasión que nuestra inocencia merece. No puede juzgarse con gran severidad a un niño que le arranca el brazo a su muñeco. ¿Nunca han visto a un niño hacerlo? Su pequeño rostro se crispa con un placer momentáneo, pero en seguida estalla en lágrimas al ver el resultado. Entonces hay que acariciarle la cabecita y reparar el desperfecto. Sí”. El huésped terminó de beber el vaso de cerveza y con la misma dificultad, apoyando las manos contra el brazo del diván, logró colocar los pies sobre el piso. Se inclinó ante Franz y Ulrich.