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Javier apartó las cobijas y se metió en silencio en la cama. Se acostó boca abajo. Tus rodillas, sentada, levantaban el cobertor y aunque Javier trató de dejar la cabeza fuera de las sábanas el olor de la mujer ya se había apoderado del lecho. Agua de colonia, menstruación, el cansancio del viaje, y Javier murmuró con la sábana sobre el rostro:

– Cuando me acerqué porque vi que estaba llorando pensé que una mujer que llora, llora para atraer, exhibir y compartir su llanto. Que nunca lloraría en soledad -o sola-, únicamente si cree que sus lágrimas pueden hechizar desde lejos, hacerse escuchar en un corazón ajeno… No habrá lágrimas en vano. Quizás. Pero ella lloraba cerca de mí, en esa fiesta. En la oscuridad. Yo era, por pura casualidad, la única persona a tono, abierta en ese instante a su llanto y al hilo de silencio que me guió hasta ella entre las parejas que bailaban y se besaban en la oscuridad.