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Se detuvo y te miró por el rabo del ojo. Tú fumabas, sentada en la cama del cuarto de hotel, con los ojos muy abiertos…

– …just one of those crazy flings. Ir a una fiesta es ir al encuentro del azar. Pero no desarmado. No. Siempre con la coraza de las palabras, la lanza de la memoria. Una parodia lista. ¿Parárasis? Ah, qué risa, qué ocasión solemne. Y una mano caliente, húmeda, que yo no podía ver, pero que tomaría la mía, tendida. Sólo tendí la mano. No tomé la de ella. Te lo juro. Esperé. Sentí en la cercanía lejana que puede separar a dos manos contiguas aunque extrañas el contraste de mis uñas heladas y sus dedos tibios. Tendría que venir. Tendría que acercarse. La piel sentiría la proximidad de la piel sin mirarla. Me tomó la mano. Telón. A trip to the moon, on gossamer wings. Ya estábamos juntos. Ya estábamos pegados, bailando, descubriéndonos a tientas. Una piel suave cubierta de un vello corto y dorado. Una cabellera lisa, peinada toda hacia un lado de la cabeza. Una nuca tibia y escondida. Los pechos libres bajo la tela. Los muslos duros, apretados. ¿Te dejaron sola?

– Negué con la cabeza mientras te descubría a tientas.

– ¿Viniste sola?

– Asentí mientras nombraba las partes de tu cuerpo sin imaginar siquiera que pensábamos lo mismo…

– ¿Y él?

– La mujer se encogió de hombros y cantó en voz baja, too hot not to cool down, con Ella Fitzgerald.

– ¿Quién sabe si no quiere que se sepa el misterio de tu ausencia?

– Levantó el rostro y te miró. Tú murmuraste de nuevo;

– Quizás quiere evitarte un dolor. Quizás piensa que te horrorizaría que rompiera el silencio.

– Es peor vivir imaginando cosas.

– No es cierto. Siempre es peor saber. Y quizás te ama tanto que al verte olvide lo que quisiera decirte.

– Preferiría que no me respetara tanto, entonces.

– ¿Que sea el cómplice de tu pasión y no de tu inteligencia?

– Sí, algo así.

– Perdería su orgullo y tú dejarías de amarlo. Lo amas porque quieres doblegar su orgullo. Él debe saber que cuando lo logres, lo dejarás de amar.

– Tú lo conoces.

– Reí. Reí de su juego maravilloso. Me detuve y tomé una copa de la mesita baja, sin abandonar el talle de mi compañera. Había aceptado la parodia. Pero empezaba, también, a temblar en ella, a tomarla en serio. No le revelaría cómo terminaría esta vez, ¿Crees que he agotado todas las sorpresas?

– ¡No digas eso!

– ¿Por qué?

– Estoy segura de que esta vez te repetirás.

– ¿No bebes?

– Gracias.

– De l’amour j’ai toutes les fureurs…

– De l’amour… Déjame pensar…

– Al fin tomó mi copa, me la quitó de la mano y bebió, negándose. Negó con la cabeza.

– No, no doy.

– ¿Qué? ¿Qué la inquietaba? ¿Qué quiso decir para ella ‘toda la noche’? ¿Juntos, separados, en la cama, con otras gentes? No, por favor.

– Un laberinto.

– No.

– Teseo y el minotauro.

– No.

– El hilo de Ariadne.

– No. Es lo mismo. No.

– La cueva de Cíclope.

– Tampoco.

– Caribdis abre el hocico devorante, vomita olas negras y las traga otra vez. En la isla de Trinacie pastan los rebaños del sol. Orion persigue en verano a las Pléyades, que se precipitan en el océano. ¡Ulises ya no reconoce su tierra! Las palomas caen muertas entre Scila y Caribdis. No hay suspenso, Javier. El mito es conocido de antemano y es conocido por todos.

– Pero el viajero ya no reconoce su tierra, ¿ves?

– Di más.

– Descenderé contigo al laberinto.

– Síiii…

– Y contigo me salvaré o me perderé.

– Noooo…

– Bésame. No sabía, pero intuía todas las indicaciones de escena. Juglar. Idiota. This cold night will turn us all to fools and madmen. Quedé prendido a tus labios. To fools and madmen. No me dejabas ir. This cold night.

– Dost thou call me fool, boy?

– A bitter fool! No, ése ya lo sé. Ya lo jugamos.

– Pero respondiste mal.

– ¿Cuál es la respuesta entonces?

– All thy other titles thou hast given away; that thou wast born with.

– Naciste idiota, morirás idiota, sin saber, sin entender Igual, horizontal, entre las piernas de tu madre, sobre los hombros de tus enterradores.

– Womb to the tomb. No… ¿Puede ser generoso el orgullo?

– Síii. Cuando sucumbe…

– No, al revés, cuando nunca ha sucumbido bajo el yugo amoroso. Sólo entonces.

– No entiendo. Esta noche no entiendo nada.

– Tendré que separarme de ti.

– No, por favor.

– Y tú tendrás que esperar mi regreso para disponer de ti misma. Porque cuando sepas mi pecado y la suerte que me agobia, no morirás menos, pero morirás más culpable.

– ¿Qué importancia tiene morir?

– Reí, la abracé, la besé: maravillosa, maravillosa. Quise pagarle su intuición, su seriedad ante mi juego. Pero ella quiso pagarme antes, Ligeia.

– Vámonos de aquí.

Ahora Nat King Cole, mientras nos abríamos paso entre las parejas desconocidas y salíamos a la luz de un corredor y ella buscaba entre los abrigos amontonados sobre un sofá el suyo, the Rockies may crumble, Gibraltar muy tumble, buscaba sin soltar mi mano, inclinada sobre la montaña de abrigos, buscando sus iniciales en los forros de los cuatro abrigos de astracán que separó, they’re only made of clay but our love is here to stay. Nos besamos en el taxi. Cerramos los ojos y nos besamos pero yo traté de escucharlo todo, los ritmos cambiantes de la ciudad, el silencio de Las Lomas, los silbatos de los veladores, el ruido de los motores que descendían velozmente por el Paseo de la Reforma, el paso de látigo de otros automóviles, la voz del locutor en la radio del taxi, la voz de una niña que nos cantaba números de la lotería junto al rumor de agua en la fuente de Diana Cazadora, otro largo silencio, los chiflidos burlones de los muchachos en el auto parado junto al taxi en un alto, la música desde otros coches, la injuria de cinco pitazos a la madre, Hera, Perséfone, Eurínome, arrastrada entre el fango de cemento quebradizo y un niño que quería vender el último ejemplar de las Últimas Noticias: el chofer le dio un peso cuando me separé de los labios de la mujer y ella se arregló el pelo peinado hacia un lado de la cabeza y me dijo:

– Vamos al apartamento.

– Never -dijo el chofer, como si continuara una conversación, después de ver en el espejo que la pareja se había separado-. Hay que andar abusando.

– No, no vamos al apartamento.

– Hay cada ánima negra por ahí que en vez de dar banderazo cada vez que el cliente se detiene a hacer un bisnieto, se lo lleva a pasear una hora por todititas las cayetanas de México…

– Siga por toda la Avenida Juárez.

– Usted manda, mustafá, al fin que es el de la more- liana.

– ¿A dónde me llevas? ¿No me porté bien? Quiero estar contigo, Javier, ¿a dónde me llevas?

– Nada de dejaditas de a peso. Nomás sufren las portezuelas.

– Deténgase aquí.

– Javier pagó y tomó del brazo a la mujer. Ella no quería seguirlo. Le dijo al chofer:

– Rin y Nazas.

– No. Bájate. Bajamos. Me siguió por la calle de Aquiles Serdán. Si yo volteaba a mirarla, se detenía, dándome la espalda, con las manos sobre la balaustrada de piedra de Bellas Artes. Si yo caminaba, me seguía a distancia. Mis pasos eran los suyos. Me detenía. Escuchaba los pasos de ella. Los avisos luminosos guiñaban, burbujeaban, reían entre el silencio de la medianoche. Los puestos de fierro y alambre de las revistas y periódicos estaban vacíos. Las envolturas de papel, la punta de los barquillos, las cajetillas arrugadas, el celofán rasgado, los cabos amarillos de los cigarros, los chicles masticados, el arroyo de despojos que acompaña a todas las calles de México volaba, yacía, se pegaba al lado de nuestros pasos. Ella y yo y el silencio y la basura. Los pasos. Mis suelas de goma. Sus tacones altos, repiqueteantes. La esperé. La tomé de la muñeca.