– No. Aquí no. ¿Qué quieres hacer aquí?
Fin del silencio. Lo bajaron por la sierra, todo liado como un cohete.
– Mira el humo. ¿Has visto más humo junto alguna vez?
– Es horrendo. Vámonos.
– Vamos a beber.
Lo traen desde San Miguel, lo llevan a Sombrerete.
– Aedas. Menestreles. Bardos con sombrero de plata teñida y barrigas inflamadas de pulque. Siéntate. Distingue. Violín. Trompeta. Guitarra. Guitarrón. Dos tequilas.
– Yo no.
Oiga usté mi general, oiga usté mi general.
– ¿Sabes qué me recuerdan esas voces?
– ¿Qué?
– Los gritos del parto. Como si la madre y el hijo siguieran gritando de dolor toda la vida.
– ¡No me interesa, Javier! ¡No me importa!
– Como si el parto no terminara nunca. Están aullando ciegos…
…yo también fui hombre valiente; quiero que usté me afusile en público de la gente…
– …atados por su cordón azul a la madre que aúlla con ellos, envueltos siempre en su placenta. Mírales los ojos.
– ¡No me importa! ¡Vámonos!
Tanto pelear y pelear, con el Mauser en la mano…
– Oye, oye cómo viven de una violencia pasada, como si al nacer recordaran la brutalidad de su concepción…
– Oh, basta. Qué tedioso puedes ser.
– Salud. Traiga dos más.
– Yo no.
– Yo sí.
– Qué pesado eres.
Para acabar fusilado en el panteón de Durango.
– J’aime, je l’avouerai, cet orgueil généreux, qui jamáis n’a fléchi sous le joug amoureux…
– Ya no importa, Javier. No insistas. Ya rompiste eso. No tiene remedio. Otro día será.
Adiós todos mis amigos, me despido sin dolor.
– ¡Otro día será! Mourez donc, et gardez un silence inhumain; mais pour fermer vos yeux, cherchez une autre main. Salud.
Ya no vivan tan engreídos de este mundo traidor.
– Ya no bebas.
– Mírales los ojos: son los hijos de la chingada que nos rodean.
– ¡Oh, por Dios, qué original!
– Sí, es cierto, míralos: no nos quieren. ¿Por qué nos han de querer? Somos unos marcianos. No hablamos como ellos. No pensamos como ellos. Nunca nos hemos detenido a mirarlos. Les damos órdenes. Si venimos a verlos es como ir al zoológico. A ver a los changuitos. Unos monos vestidos de carnaval que aúllan como coyotes. Somos enemigos. Ellos saben que están detrás de la reja. Tírales los cacahuates.
– ¡Javier! ¡Deja esas pepitas!
– Toma. Tírales, ¡Coman, changuitos!
– Dejaron de tocar. ¿Cómo era ese hombre? ¿Eres capaz de recordarlo?
– Uno negro, alto, con bigotes tupidos que le rodeaban los labios, quiero decir el labio superior y el inferior: la boca parecía un cono rojo entre su bigote de anillo, sin principio ni fin, como las serpientes; con el sombrero cuajado de rosas de plata que se quitó al avanzar hacia mí; con el movimiento de una pantera negra, el movimiento que nosotros hemos olvidado en las camas de resortes, los excusados de porcelana, los escritores de acero: como una bestia que aparta con la cabeza los helechos y lianas de la selva: como el tigre del Aduanero: burning bright in the forests of the night: con los dientes afilados y las yugulares tensas y las garras toscas que me tomaron de las solapas.
– Órale, borrachín, órale.
– Órale. Ahora es la hora. El momento, órale. Reza. Tu oración. Eurínome, la madre de todas las cosas, surgió desnuda del Caos y al frotar sus manos contra el viento creó a la serpiente Ofión y danzó locamente mientras la serpiente se abría paso entre sus piernas…
– Quieto, borracho. Respete a los músicos.
– Y la serpiente copuló con la madre de todas las cosas para que depositara el gran huevo universal…
– Quieto.
– Emergió del Caos y parió a su hijo Urano mientras dormía. Y el hijo dejó llover su semen entre las piernas de la madre y la cubrió de pasto y ríos y flores y aves. Chingó a su madre. ¡Arrastra a tu madre, mariachi, this cold night will turn us all to fools and madmen…!
Lo levantó de las solapas. Ya no la vio a ella. Vio el movimiento tumultuoso de las estrellas, las luces del techo, el humo azul de la noche fría, los locos que gritaban y reían trepados en las sillas, en las mesas, gritando, riendo, aullando, sus dientes de oro, sus narices aplastadas, sus mejillas picadas, de viruela, sus senos gordos, sus brazos pálidos, sus piernas flacas, sus bigotes negros, sus ojos de piedra pulida, sus lenguas de bífido enardecido, sus cuellos cortos, su color oscuro, sus faldas de raso, sus camisetas manchadas, todo el mundo del silencio gritando: “Pégale; dale; zúmbale; chíngalo; en la torre; calabaza; por el culo; por el chicloso; por el mande usté; al quebracho; al ninfo jotarás; calamoros, güey; patéale los aguacates; rebánalo; párchalo; échale un capirucho; mójale el barbón; dale pa’sus tunas; ya mételo en su camisón de madera; al hígado”. Al hígado la pezuña del animal, a la boca la garra de la bestia, a los de apipisca el puño del tigre negro, al chicloso el pellizco, a los aguacates la patada de la espantosa simetría humana que él no sentía cerca, que imaginaba lejana, destruyéndole desde lejos, llenándole la boca de sabores metálicos, cerrándole los ojos entre lágrimas, pateándole el diafragma mientras le gritaba, de pie todavía, hacia ella, para que entendiera:
– Et Phèdre au labyrinthe avec vous descendue, se serait avec vous retrouvée ou perdue!, hacia ella que me miraba rígida, fascinada, enamorada de mi rostro golpeado, de mi cuerpo castrado, de mi voz enloquecida que quería recordar las palabras, la hora, la oración:
– ¡Órale, padrote, pendejo, puto!
– Y perdí la lejanía. Sentí los puños una vez, otra vez, otra vez, sobre mis pómulos, mi vientre, mi espalda, mis testículos, mis pechos, una vez, otra vez, órale. Caí.
– Fedra. Teseo. No andaba muy lejos.
– Aaaaj. Aaaaj. Gemí con ellos. Caí sobre el suelo sucio, pisoteado por los bailarines oscuros y pequeños, entre las colillas, los esputos y las flemas y el tequila derramado. Me habían vencido, Ligeia. Me habían arrancado un grito idéntico al suyo. Estaba del otro lado de los barrotes. Como ellos, sólo aullaba como un animal del monte. Miré hacia el techo. El humo azul. Las luces envueltas en papel celofán amarillo. El rostro sonriente del tigre que me venció. El guitarrón otra vez. La trompeta. Para empezar a cantar, pido permiso primero. Me levantaste. Me colgué a tu cuello. No pude distinguir tu mirada. Pasabas un pañuelo por mis pómulos. Respiré el aire helado de la calle. Olí el humo de las locomotoras. Al fin traté de abrir los ojos, de distinguir en qué tiempo estaba, de preguntarme por qué la luz de la luna iba desapareciendo pero no acababa de irse, vencida poco a poco por la luz del sol que aún no asomaba, pero que se anunciaba en este temblor gris que en realidad nacía en las azoteas, en los cubos pestilentes de los patios, en el remolino de las alcantarillas. Escuché el ruido de los enormes camiones que entraban con la madrugada, cargados de las legumbres, las cervezas, los quesos, las pacas, las frutas, los mariscos congelados, las cajas de huevos, las flores. La escuadra de motores rugientes de la aurora de uñas rojas. Camiones altos, de ocho ruedas. Los choferes con cachuchas de estambre y chamarrones de cuero que han viajado toda la noche desde Monterrey y Veracruz, desde la costa de Guerrero y la sierra de Oaxaca. Para alimentamos. Para que no nos volvamos a comer los unos a los otros.
– El mismo taxi estaba esperando afuera del cabaret. El chofer bajó y abrió la puerta y le pedí que me ayudara a subirte y nos llevara a Rin y Nazas.
– Yo la llevo a su jaula, cuatacha, al fin usted tiene con qué caerse difunta cadavérica. Suba al chulo este ahí detrás.