– Habíamos regresado a México, Ligeia. Estábamos de vuelta.
Javier respiró tus olores. De un arañazo se quitó la sábana de encima del rostro.
– ¡Ligeia! ¡Ligeia!
Tú ya no estabas sentada sobre la cama. Quedaba una opresión de la almohada y las sábanas. Javier miró hacia el baño. La luz había sido apagada. Suspiró:
– Ligeia, hemos vuelto al hogar. Acéptalo. Acéptalo.
Señor, impide que caigan en las tinieblas.
– ¿Qué haces? ¿Qué piensas?
– Por favor, mamá, por favor…
Raúl era otra cosa; no preguntaba; tampoco hablaba mucho; tenía actitudes, sí, casi siempre en apoyo de Ofelia cuando ella le ordenaba a Javier, lo iba educando y siempre decía:
– Las buenas maneras son indispensables para triunfar en la vida.
Raúl tenía actitudes y manías: le echaba migas de pan a la sopa y sopeaba las teleras en el chocolate. Ofelia sabía otra cosa: apagar las luces y correr las cortinas, como si entendiera que en la penumbra la pobreza es menos visible y la vieja casa vacía, sin muebles apenas, apenas lo indispensable (y los cuartos cerrados con candado, las recámaras secretas, la escalera condenada que conducía a las mansardas) podría hasta parecer acogedora si alguien sabía correr las cortinas y sofocar las luces mientras él hacía la tarea y ellos permanecían en las sombras y Raúl tenía sus actitudes y manías. Pasaba noches enteras revisando el catálogo de la Montgomery Ward y luego señalaba con un lápiz bicolor y se rascaba la calva:
– Empiezo a perder la memoria. Me estaré haciendo viejo. Los viejos se olvidan las cosas.
Y Ofelia estaba en la sombra y Javier no podía juzgar la única respuesta, la de las facciones. El único escape era el patio. Allí no era necesario disimular. Es un rincón de macetas resplandecientes con trozos de vidrios y porcelana. Los líquenes asoman desde el barandal de fierro y las plantas de sombra se sientan en los maceteros de la escalera. Las camisas y las sábanas cruzan el patio en todas las direcciones. No han acabado de apagarse las luces de una tarde de marzo, la resolana febril de estos días que tanto le inquietan. La transparencia fría del invierno, la meseta del sol en reposo, ha sido cortada: sin transición el polvo ha renunciado a la quietud y se levanta en remolinos. Una capa amarillenta flota todas las tardes sobre la ciudad y el sol, al atravesarla, parece ganar en peso y sofoco. Entonces él quisiera que fuese julio, como en julio se le antoja que sea enero. Cerca de las macetas coronadas de liquen, se mece sobre la silla de mimbre y junta las manos detrás de la cabeza. Algo de la humedad de las plantas llega ondulante, hasta sus centros calurosos. Los pájaros se han dormido.
A las cinco, Ofelia hizo la ronda del patio y cubrió con retazos de sábana vieja las jaulas rojas y blancas. En algunas arrojó un puñado de alpiste. No se hablaron. Las miradas se cruzaron sin decir nada. Él estiró las piernas. Allí estaba Ofelia, detrás de la puerta entreabierta -rendija apenas, por donde los ojos lo espían, esta tarde como todas, y lo ven quieto y bañado por esa luz polvosa, como si el sol de estos días despidiese humo- y con la mirada recorre su cuerpo, de la cabellera crespa a los pies desnudos, plantados sobre las lozas de tezontle que en marzo evaporan con sigilo y rapidez los cubetazos que la criada les arroja cada mañana. Envuelta en la bata floreada, pero bien peinado el pelo rojizo, amodorradas las facciones, se asoma por la rendija cuando él ha cumplido catorce años y lee sentado en la mecedora del patio de la vieja casa y él lo sabe y cree que ella no sólo lo observa sino que lo reconoce, oscuro como el padre y como él silencioso, capturado por su propia lejanía y unos sueños incomprensibles.
Ahora que Raúl se ha ido, ella es otra, no la que compraba vestidos nuevos en Laredo, Texas; es la bolsa enrojecida del rostro, la matea del busto, la dureza cilíndrica del vientre. Apoya el cuerpo en la división de las piernas. Se toca el vientre fuerte, escondido por la falda de algodón y el delantal que ahora se ha vuelto eterno, el delantal de las comidas apresuradas y las apresuradas limpiezas y el vientre -imagina Javier- quiere reproducir aquel dolor que es el primer recuerdo que Ofelia tiene de él, mientras lo espía detrás de la puerta entreabierta y no sabe que él escucha el rechinar de los goznes viejos y él ve los ojos de su madre, brillantes sobre el fondo oscuro de la recámara que ella mantiene en penumbra para disfrazar la pobreza.
Y después de las comidas, ahora sólo de ellos dos, ella seguiría saliendo sin decir a dónde iba y él no la seguiría porque desde niño había aprendido que siguiéndola se perdería, desconocería la ciudad y siempre debería limitarse a las calles conocidas y obligadas, las de los deberes marcados y aceptados sin discusión. Antes, con su padre, era distinto, pero quizás sólo porque Raúl ya no estaba allí; sí, con Raúl había salido, tomados de la mano, a caminar. Con él se podía caminar sin fiebre, despacio, deleitándose. Los domingos, desde muy temprano, iban al bosque y a veces remaban y veían a las muchachas que remaban solas y a los muchachos que tomaban otra lancha para perseguirlas y pegarles un susto. Familias enteras abordaban las lanchas, cargándolas con bolsas de papel manila y cubetas de hielo con refrescos. Algunas lanchas se hundían, entre el griterío de las muchachas risueñas y los jóvenes en mangas de camisa y él y Raúl reían con ellos. Y hay paletas heladas y nubes de algodón azucarado, esferas amarillas y azules, chillidos, pitos de globeros y bolsas de cacahuates. Javier y Raúl caminan por los prados amarillos, bajo los follajes agitados, junto al lago artificial, frente a la pérgola donde los músicos tocan oberturas de Weber y Rossini y Javier ríe cuando Raúl los señala con el dedo: los músicos imperturbables, de seriedad concentrada, que soplan, raspan, acomodan los atriles y se colocan una servilleta al hombro. Trompetean las bocinas de los nuevos automóviles negros, altos, sin capote, que recorren lentamente la avenida central del bosque; van llenos de gente joven y de coche a coche corren las miradas solicitantes, los signos de reconocimiento, las frases y los pudores alarmados o satisfechos. Y la banda no cesa de tocar y Raúl huele a sudor, a tabaco y cuero, a jabón de afeitar y para él Raúl es la música del domingo. Hay la banda en la pérgola y los guitarristas en los galerones de antojitos. Los organilleros tocan en las calles olvidadas a las que se asoman las sirvientas que no han salido de paseo. Las trompetas achacosas de los cirqueros ambulantes. Los discos rayados de las ferias, que acompañan el girar de los caballitos de madera. No es posible escapar del único día puntual y libre, que es cuando él y Raúl salen de la casa y van a todos estos lugares y Javier pregunta qué hacen los demás y Raúl ríe y le cuenta que unos hacen cola en los cines y otros duermen todo el día, unos no se rasuran y otros sacan sus mejores ropas; otros leen los moni tos o empujan el coche del bebé por las calles y, seguro, otros completan sus entradas con algún oficio raro y muchos van a misa y a las cuatro de la tarde empiezan los toros. No es lo que le cuenta Lupe, la criada, que un domingo sale a Tlaxcala a visitar a su gente y otro se mete a un programa triple de cine o, ahora que hay radio, entra gratis a los estudios y obedece las instrucciones del animador: risa, aplauso, silencio; o sólo va al parque y pega las espaldas a la hierba y se deja salpicar por el chorro de una fuente y canturrea canciones tristes.
– La Lupe pagaba un peso, Ligeia, por entrar a un cuarto oscuro donde algún enamorado, constante o desconocido, le hacía el amor de pie, al lado de otras parejas.
Se escuchan claramente las cosas. Los perros parecen ladrar más fuerte. Y es, también, el día de visita conyugal en la penitenciaría. Raúl dice: “Ha de ser muy feo morirse en domingo, cuando despierta, a las seis de la tarde, de esa siesta de plomo, desacostumbrada”. Acaricia la cabeza de Javier y Ofelia llama a su marido y los dos se encierran en la recámara y discuten en voz baja y luego ni los murmullos se oyen ya.